martes, mayo 17, 2011

El que cura (Diario Milenio/Opinión 17/05/11)

No hace falta tener cuenta en Twitter para confirmar que las tecnologías digitales han transformado radicalmente el quehacer del escritor.


No debe ser casualidad que el verbo con el que designamos una de las actividades más importantes en el quehacer del arte y la escritura contemporánea sea curar. No debe ser casualidad, me repito, aunque la casualidad en este caso tenga algo de macabra. El que cura, pienso demostrarlo en este corto ensayo, es un enfermo terminal: padece de lenguaje. El que cura con cuidado y diligencia, que es como lo señala la raíz latina del verbo curare, es, en el caso de la escritura, un escritor que re-escribe frases.

La discusión etimológica sobre el verbo “curar” no tiene fin, pero todo parece indicar que a los expertos no les gusta mucho que un vocablo tan amplio y con significados que van desde el “cuidado de” a la “preocupación por” se haya restringido en tiempos recientes al muy positivista “sanar”. Poner énfasis sobre la solución a un estado presuntamente alterado como lo sería el “sanar” una enfermedad, deja de lado los aspectos más entrañables y más humanos, también los más largos y los más interactivos, de la praxis del curar. Asumo, pues, que es la primera acepción del término la que predomina cuando hablamos de los curadores, es decir, de los que curan, como aquellos expertos que “atienden a”, “ponen atención a”, y “seleccionan” con devoción, es decir, críticamente, los objetos de su cuidado.

No hace falta tener cuenta en Twitter para darle la razón a Marjorie Perloff (autora de Unoriginal Genuis. Poetry by Other Means in the New Century) cuando argumenta que las tecnologías digitales han transformado radicalmente el quehacer del escritor de nuestros días. Nunca más el Inspirado del siglo XIX que recibía, eso decían, el soplo divino por métodos más bien peculiares, sino el reciclador que lee su realidad con cuidado y, con cuidado, copia, recicla y se apropia del discurso público para participar de este modo en diálogos textuales e intertextuales más amplios tanto a nivel estético como político. No se trata, pues, del creador único y original, sino del re-creador que, a través de distintos métodos que pueden ir desde las restricciones oulipianas hasta las re-escrituras ecfrásticas, cura las frases que habrá de injertar, extirpar, citar, transcribir.

Como pocas veces en la historia de la escritura, todo parece indicar que las tecnologías contemporáneas por fin nos han hecho admitir en público lo que hemos sabido desde siempre: no hay acto de escritura que no sea re-escritura. Si hemos leído alguna vez, estamos, sin duda alguna, re-escribiendo. La memoria, que es una práctica no una metafísica, nos condena. Escribimos, ya lo decía famosamente Karl Krauss, no para que se nos entienda sino porque se nos entiende. Toda palabra que existe, existe porque ha existido antes, es decir, porque ha sido re-escrita. Así las cosas, habrá que admitir en público que lo que hemos hecho en nombre de la creación y la genialidad, no es otra cosa que lidiar de maneras más bien dinámicas y críticas con ese readymade poderoso y multivalente que es la palabra: objeto e imagen a la vez. Cosa de carne. Materia de mis manos cuando se extravían.

En Vanishing Point (Punto de Fuga), una novela que desgraciadamente no está traducida al español, David Markson incluye una larga colección de lo que parecen ser tarjetas de trabajo. Los apuntes que por lo regular van escritos en esas tarjetas blancas, rectangulares por toda seña, para dejar huella de una investigación larga. La investigación, en este caso, es acerca de los momentos más ridículos o controvertidos de algunos personajes fundamentales del arte occidental. La investigación es, vamos a decirlo claramente, sobre la muerte. En cada una de esas tarjetas, que el autor lista en una urdimbre que merece el nombre de novela, van apareciendo los rasgos más punzantes y, a veces, los más cómicos, de la decadencia del cuerpo, de los desajustes de la mente. Es una historia documental del arte occidental al revés. No hay grandeza aquí. Todo es un cuerpo que, lentamente y sin gloria, cae. El libro, las páginas de este libro que leemos azorados, es el lugar de la caída. Un pequeño cementerio sin flores. El sitio desde que el autor, que en el libro lleva el nombre de El Autor, no sólo descubre su mengua física, sino también, acaso sobre todo, el desgaste del lenguaje. Su roce inútil. Acaso por eso la última palabra, que en este caso es toda una frase, de hecho, un párrafo completo, sea el selah. Esa pausa.

Otro libro de oraciones sueltas es, sin duda, Amberes, el texto que Roberto Bolaño curó, según dice la introducción, para sí mismo. Se trata de un texto que, de manera por demás interesante, ha sido publicado tanto bajo el apelativo de novela como en forma de libro de poesía. Las frases aparecían, dice el narrador o los narradores, “literalmente, como anuncios de neón en medio de una sala de espera vacía”. Y el que cura, no tanto un médico que sana sino el curandero que pone atención y atiende, pareciera establecer las reglas de ese campo magnético al que hemos llamado libro más para darles alcance que para atraparlas, a ellas, a esas frases que han sido re-escritas en el mundo físico del entorno (¿y qué no es el entorno?) para escribirlas, es decir, registrarlas, en el mundo plano de la hoja de papel.

¿Y qué es Comala sino la curaduría de las frases re-escritas en el limbo que ha sido la historia de México? Leer párrafos re-escritos es una forma de des-leer. No es pregunta. Más que escribir fases, curarlas. Que es otro modo de padecerlas. Lo extraño es que “curar frases” no nos aleja, ni a las frases ni a mí, de esa enfermedad que es todo lenguaje. El tiempo. Quien re-escribe, actualiza. El motor del re-escritor no es la nostalgia por el pasado, sino la emergencia del presente. Esta cosa sin salida.

Silencio maternal por la Patria (Sexenio-Puebla 10/05/11)

Esta columna se une al silencio poético en pro de la paz, en pro de vivir en un país donde realmente se respete la libertad de expresión; en pro de ser un México donde ningún otro ismo que no sea el de humanismo permeé. No más feminismo, ni machismo y nada parecido. No más violencia en escuelas, en estadios, en trabajos. No más burocracia para impartir una auténtica justicia, ni para aspectos tan humanos como lo son la Educación y la Cultura, porque eso también violenta los procesos humanos.

Y en pleno 10 de mayo es propicio decir: ¡estoy hasta la madre de que a mi Madre Patria la estén madreando sin piedad alguna!

Doy turno a Juan Eduardo Cirlot, para compartirles un poema que le dedicó a su madre.

A mi madre

La luz que me envolvía, la mañana

que me acunaba, la dorada paz

y el cercado celeste de cuidados

venían de tu voz y tus manos.

Todavía ignoraba que, en el mundo,

vivía –sin hablar, sin preguntar-,

pero ya con respuestas habituales

a mis elementales gestos nuevos.

Tarde te lo agradezco, madre mía.

Cuando ya mis cadenas tienen óxidos

y empieza a vivir sombra en derredor

de mi figura demasiado escrita.

Huerto de soledad que un oro negro

aconseja con tétricos latidos.

Pero mis ojos verdes son aún

aquellos que miraban y mirabas

en un suave horizonte de silencio.

Una invitación, una.

El próximo viernes 13 de mayo del año en curso a las 19:00 horas, en la Sala Luis Cabrera de la Casa de Cultura (5 Ote. #5 Centro), el novelista colombiano Jaime Panqueva estará en Puebla para presentar su opera prima: La Rosa de la China, acreedora del Premio Juan Rulfo para Primera Novela Conaculta / INBA 2009, otorgado por las dependencias culturales de los gobiernos de Tlaxcala y Puebla. A decir de los integrantes del jurado -compuesto por los escritores Pedro Ángel Palou, Guillermo Vega Zaragoza y Eve Gil-, La rosa de la China es una novela arriesgada; también declararon que la novela es dueña de una gran investigación histórica, cuyo argumento mezcla diversas tradiciones narrativas y un excepcional manejo de los diálogos sobre el relato de la Colonia y algunos de sus personajes más ilustres.

Al autor lo acompañaran los escritores Enrique Sabugal y Jaime Mesa, así como el poeta Enrique de Jesús Pimentel.

En dicho evento, habrá venta de libros de parte de la editorial Planeta.

La invitación está hecha, esperamos verlos por ahí.

¿Quién dijo abajo Fidel? (Diario Milenio/Opinión 16/05/11)

A esta, que podría ser la crónica de un atropello, le asombra más la enjundia del agredido que el poder aplastante del agresor.


1.- Cambio y fuera

Alfredo San Juan.

En la primera escena, se aparece un agente de seguridad previniendo a los habitantes de la casa para que se estén quietos en los días que vienen. Con todo respeto, claro. Adentro, una mujer lo encara con la clase de entereza que con seguridad aterra a los vecinos, pues ni uno solo asoma la nariz a la calle. No pretende interrumpir los asuntos del gobierno, cuantimenos boicotear su congreso y su desfile (“los espacios del pueblo”, ha dicho el agente), pero tampoco acepta que el gobierno se meta a interrumpir sus actividades, como lo ha hecho durante los últimos cincuenta y dos años. Algo más tarde, deambulan justo afuera de la casa cuatro sabuesos más, decididos a intimidar a la familia, pero ellos no se dejan y responden a gritos que nada va a cambiar hasta que se caiga “la dictadura asquerosa ésta”. La mujer, mientras tanto, se queja por teléfono de los hostigamientos que padecen por opinar distinto y no callarse. Entre la reja y la fachada de la casa están aún regados los restos de pasadas agresiones: piedras, trozos de muebles, palos, astillas, pero los inquilinos han repuesto las cartulinas sobre la pared con arengas contra los hermanos Castro y en mayúsculas negras la palabra cambio.

La turba llega un rato más tarde, sintomáticamente organizados y recitando cantaletas unánimes a las órdenes de un megáfono puntual. Vivan Fidel y Raúl. Libertad para los cinco. Patria o muerte. Una vez que los más adelantados llegan hasta la reja de la casa, el del megáfono gira la orden: ¡Adelante, compatriotas!, de modo que no dudan en brincarse la reja y emprenderla contra la casa y sus ocupantes. A estas alturas, el de la cámara se ha refugiado adentro con la familia entera, mientras los agresores destrozan cuanto pueden y golpean las persianas de metal a palazos. De vez en vez, los agredidos abren una de ellas para poder insultarlos de frente, pero los otros se las cierran a golpes. Más allá de la reja, junto a una camioneta tripulada por más agentes de seguridad del Estado, la turba se da gusto con una cantaleta tropical: ¡Pin-pon-fuera, abajo la gusanera! Palazos y festejo simultáneos forman una coreografía escalofriante, vista desde el interior de la casa, pero los inquilinos son irreductibles y resisten a gritos hasta el final, cuando los invasores se retiran disciplinadamente.

2. Las antípodas del miedo

Hasta hace poco tiempo, los legendarios actos de repudio, organizados desde el poder mismo valiéndose de empleados, esbirros y con frecuencia niños uniformados que salen de la escuela formaditos con ese solo fin, se conocían meramente de oídas. Hoy los hay por decenas en YouTube. Cualquiera puede ver de cerca la bravura de Sara Marta Fonseca, protagonista junto a su familia de las escenas arriba descritas, y acaso entusiasmarse u horrorizarse, tal vez ahora más lo primero que lo segundo, si lo que allí se ve es a unos invasores arrinconados, toda vez que no pueden ir más lejos porque los invadidos están allí filmándolos y más pronto que tarde saltarán a la fama de los infames; sin quizás merecerlo, pues obedecen órdenes de quienes de un plumazo podrían decidir el destino de sus hijos o padres o amistades, allí donde nada de lo que se dice o hace pasa de noche para los vigilantes, que están en todas partes y quieren hacer méritos a como dé lugar.

Algo se resquebraja en una dictadura cuando sus adversarios la nombran en voz alta. Hoy por hoy, los vecinos se callan, pero sordos no son y ciegos tampoco. Tendrían que extrañarse, cuando menos. Según cuentan algunos de los agredidos, la solidaridad de los callados se expresa en gestos a menudo discretos, pero asimismo plenos de admiración. Se necesitan unas agallas grandes para plantarse así frente al poder omnímodo trasladado a la falsa furia de la menuda turba de infelices llevados y traídos a golpe de consigna con tal de no pagar consecuencias mayores. Se va agotando el miedo y de pronto los mismos blogueros disidentes, en cuyas diarias crónicas revolotea la sombra de una opresión sin pausa, conceden que en La Habana se escucha ya a los hijos de vecino hablar con poco o nulo empacho de ese tema de moda: la dictadura. De modo que si antes parecía bastante con encerrar a unas cuantas decenas de boquiflojos y marginar o estigmatizar al resto, ahora sería preciso callar a tanta gente que sus voces acabarían por multiplicarse. ¿Y no es eso, por cierto, lo que ya está pasando?

3. Viva Zapata 2.0

Los videos de uno y otro acto de repudio a la familia León Fonseca —son clientes, tal parece— muestran a unos agresores acobardados ante la valentía sobrenatural de los agredidos. Entre paleros y paramilitares no consiguen quebrarles la moral, y eso seguro que no estaba en el guión. Medio siglo de cantaletas victimistas se desinfla delante de esas imágenes donde una simple madre de familia se atreve a arrinconar a más de un centenar de esbirros exaltados y llamarlos así, además de asesinos. Con no más que palabras llenas de pundonor y lucidez, Sara Marta Fonseca Quevedo se hace con la razón y exhibe las fracturas de la fuerza.

¡Viva Zapata!, gritan los León Fonseca, y la frase de pronto cobra filo y vigencia por la sola herejía de su naturaleza. Será, a un mes de distancia, el grito de Guillermo Fariñas —otro héroe vigentísimo en este libertario santoral donde el nombre de Orlando suplanta al de Emiliano— no bien el régimen intente desmentir a través de su prensa la muerte por golpiza policiaca del disidente Juan Wilfredo Soto García. Una prensa donde estos nombres sólo aparecen para ser denostados y tergiversados, y donde por supuesto sus argumentos no tienen cabida. ¿Qué va a ser del futuro Granma, una vez que en las calles se le desmienta a grito pelado y sin el menor empacho? ¿Quién, que haya crecido soportando como un Te Deum infinito los peroratas del bufón de verde va a querer, para entonces, seguir callado? Como diría mi abuela, duren mis penas lo que esa dictadura.