miércoles, mayo 11, 2011

El perro, el pájaro, el delirio (Diario Milenio/Opinión 10/05/11)

Tenía tiempo de no leer a Deleuze. Recuerdo haberlo hecho por primera vez hace bastantes años cuando, convencida por los mismos Deleuze y Guattari, quienes argumentaban que el anti-Edipo era una lectura especialmente dirigida a lectores de entre 15 y 20 años, me aventuré en sus páginas como quien se prepara para un largo viaje. Un viaje sin regreso.


La casualidad o la coincidencia (que se trata de cosas distintas) lo trajeron de regreso a ese sin regreso que es todo viaje verdadero. Era un viaje en tren a una orilla de la costa y, de repente, entre las páginas de una revista, la aparición de su historia. Eso aconteció. La historia de ambos. La historia de ese maravilloso monstruo bicéfalo que, al decir de Terry Eagleton cuando comenta el libro de Francois Dosse, Gilles Deleuze & Félix Guattari: Intersecting Lives, es responsable por la invención de todo un lenguaje para la izquierda de finales del siglo XX. Máquinas deseantes. Cuerpos sin órganos. Lo nomádico y lo molecular. Los flujos. Era, pues, un viaje en tren, pero en ese extraño intercambio que va de la ventanilla a la página en realidad era otro el viaje.


No sé qué me llevó a elegir, de entre todos, el libro de las Conversaciones de Gilles Deleuze cuando finalmente llegué a casa, pero sí sé qué me detuvo ahí, entre estupefacta y alegre, con la extrañeza de un lejano reconocimiento como otra-otro, dentro de los vericuetos argumentativos de su “Carta a un crítico severo”. Poco importan en realidad las acusaciones de estancamiento y atraso que blande contra él el crítico que, después de escribir un libro sobre Delueze, planea su propio desmoronamiento. Poco importan, digo, porque el desmoronamiento, el flujo constante, la incertidumbre y la improbabilidad son todos términos caros al pensamiento deleuziano. Importan, en cambio, las súbitas síntesis que aparecen ahí sobre el trabajo en equipo, la lectura, la escritura, la crítica. Importa la máquina deseante que abre la boca. Importa la revitalización del deseo y del deseo, sobre todo, político.


Todo parte, dice Deleuze, del “placer que cada uno puede experimentar diciendo cosas simples en su propio nombre” —un propio nombre que no hay que confundir con el yo maniqueo y solipsista del relato confesional sino con la más radical despersonalización que sólo se consigue cuando el individuo se “abre a las multiplicidades que le atraviesan enteramente, a las intensidades que le recorren”.


Luego, al menos en su propia narrativa, está el encuentro. Del nombre-propio y el decir de las cosas simples al nombre-otro y el pensar, provocando, la realidad impensable del otro. Dice: “Después tuvo lugar mi encuentro con Félix Guattari, y el modo en que nos entendimos, nos completamos, nos despersonalizamos el uno al otro y nos singularizamos el uno mediante el otro, en suma, el modo en que nos quisimos”.


Y lo repito: “En suma, el modo en que nos quisimos”.


Y tal vez ahí, en esa escueta descripción de la dinámica de su trabajo en conjunto, de sus orígenes y sus fines, de su entrecruzamiento, se encuentre resumido ya el punto de partida de su idea de la lectura amorosa: “Esta manera de leer en intensidad, en relación con el Afuera, flujo contra flujo, máquina con máquina, experimentación, acontecimientos para cada cual que nada tienen que ver con un libro, que lo hacen pedazos, que lo hacen funcionar con otras cosas, con cualquier cosa”. Porque, a fin de cuentas, también esto lo sostendrá Deleuze en su carta al crítico severo, “escribir es un flujo entre otros, sin ningún privilegio frente a esos otros, y que mantiene relaciones de corriente y contracorriente o de remolino con otros flujos de mierda, de esperma, de habla, de acción, de erotismo, de moneda, de política, etc”.


En contra de los pensamientos que aspiran a convertirse en jueces de lo pensado, elitistas por vocación y jerarquizadores por mero instinto de réplica, autor-izadores por gracia del poder que buscan ejercer, si es posible con violencia, Deleuze pasa a apoyar el pensamiento que se hace en términos de incertidumbre e improbabilidad. Se trata de un pensar no especializado ni especializador; un pensar que busca el punto de fuga que es, con frecuencia, el punto del placer; un pensar que es un pensar-con-otro, en su contra, y de vuelta. Es, también, un pensar que no avanza en dirección a la identidad (yo soy esto) sino en contrachoque a la identificación (yo deseo ser lo otro). Así es como, en contra de los que piensan en términos del soy-esto, están las preguntas: ¿Por qué no tendría yo derecho a hablar de medicina sin ser médico si hablo de ella como un perro? ¿Por qué no podría hablar de la droga sin ser drogadicto si hablo de ella como un pájaro? ¿Por qué no podría inventar un discurso sobre cualquier cosa, incluso aunque se trate de un discurso completamente irreal o artificial, sin que se me tengan que reclamar los títulos que para ello me autorizan?”.


Eso me pregunto yo hoy. El perro. El pájaro. El delirio.

martes, mayo 10, 2011

La culpa es del narrador (Diario Milenio/Opinión 09/05/11)

Las lecciones de la pólvora


El primer chiste era sobre una invitación. Un tipo llama a cierto amigo para anunciarle que está organizando una tremenda orgía para esa misma noche. “Trae a tu esposa, se la va a pasar bomba”, le anima incluso. “¿Y cómo cuántos seríamos?, se interesa el otro. “Contándolos a ustedes...”, calcula el anfitrión, “... pues tres”. Nada más escucharlo, supliqué al narrador que aguardara un momento antes del nuevo chiste para dejarme hacer un par de apuntes raudos. “ORGIA- LOS 3”, anoté en el teléfono y paré las orejas de regreso. Era una noche helada en Madrid, y lo sé porque había llegado hasta la Casa Lucio abordo de una scooter, siguiendo al taxi donde viajaba Élmer Mendoza, para sorpresa y sorna del anfitrión que más tarde nos contaría los chistes. Quiero decir, el anfitrión de siempre, pues al cabo de once años de amistad no consigo encontrar el modo de pagar una de nuestras cuentas sin desatar su ira caballeresca. “¡Ve a tomar por el culo!”, dijo la última vez, y por eso me consta que a ese Pérez-Reverte es más sencillo dispararle un plomazo que una cena.

“¿Cuántas páginas llevas?”, te acomete de pronto, con un párpado abierto y el otro entrecerrado, de modo que te enteres que no podrías mentirle sin que ya lo advirtiera. “Ochenta o cien...”, le respondí una vez, a medio Tenampa, esperando que el ralajo imperante ayudara a cambiar pronto de tema porque ése de las páginas como que me tensaba la mala conciencia. “¿Ochenta o cien?”, me arrinconó, con la severidad un tanto airada de quien se niega a ser tomado por ingenuo. “Ochenta”, me rendí, con los dedos pescados en la puerta, y por toda respuesta soltó una risotada, pues pocas cosas le divierten tanto como encontrar sus síntomas de escribidor en el modus operandi de sus amigos. No es de los que te compra fácil un argumento, tanto que hasta los miembros de su clan reniegan de ir al cine en su compañía. Sólo de discutirlas, me ha echado abajo un par de películas queridas, a fuerza de encontrarles fallas estructurales innegables. Cuatro lustros de guerra crean hábitos duros de abandonar; puede que sea por eso que Arturo el navegante tiene una pluma alerta como fusil.

Libre y escurridizo


“¿Hace cuánto que no lees a Dostoievski?”, me disparó una tarde. “Año y medio, dos años”, calculé no sin culpa, como si Arturo hubiérame preguntado cuántos años llevaba sin visitar a mi abuelita en el asilo a un lado de mi casa. “Nunca olvides, chaval”, sonrió reconfortado, “las novelas de los contemporáneos ayudan a situarnos, pero sólo los clásicos nos alimentan”. Nunca le he preguntado cuántas horas del día dedica a leer cuando desaparece por semanas abordo de un soberbio barco de vela donde se enorgullece de leer el camino en las estrellas e ignorar la opinión del GPS, pero sé que está al tanto de cuanto se publica. Entusiasta twittero, desconfía no obstante de la modernidad, por cuanto ésta le empuja hacia la dependencia. Ni siquiera los adelantos de regalías le entusiasman; no he conocido a otro que rechace de forma tan tajante la idea de quedar a deber cualquier cosa. Ya lo dice uno de sus títulos recientes: No me cogeréis vivo.

Poco me preocupó, nada más enterarme, la noticia de que la Audiencia Provincial de Madrid revivió un caso muerto de “plagio” contra Pérez Reverte y auxiliada por un tahúr profesional le condenó a pagar ochenta mil euros a un tal Antonio González-Vigil —un oscuro cineasta resuelto a revertir su suerte en la taquilla por la cómoda vía judicial—, a reserva de nuevas instancias pendientes. El caso es tan ridículo que invita a carcajearse, pues entre las supuestas evidencias se cuentan verdaderas gemas del cretinismo, como esa donde se habla de que tanto en un guión de Pérez-Reverte —Gitano, se titula— como en el del cineasta de marras —Corazones púrpura— aparecen dos policías corruptos y cocainómanos que persiguen al protagonista recién salido de la cárcel. ¿Será que a los señores de la Audiencia Pueblerina les parece una situación inusual que existan detectives viciosos y vendidos interesados en extorsionar? ¿Explica eso que les sonara sospechoso que en ambos guiones un expresidiario se relacione con una prostituta, o según su experiencia quienes dejan la cárcel corren siempre a los brazos de una baronesa? Pero he aquí que esta vez se ha contratado, para instruir el sumario contra el novelista, a un experto en juegos de azar que somete su juicio al cálculo probabilístico de las “similitudes” entre una historia y otra. Desde el punto de vista del narrador, el gran defecto de la imbecilidad es su falta de verosimilitud: no hay lector que se trague sus argumentos.

Clásicos involuntarios


“Lo bueno de los domingos es que no suena el teléfono y puedo trabajar tranquilo hasta entrada la tarde”,twitteó el autor apenas ayer. “Bien. Un par de horas libres y el trabajo de hoy, hecho. Llegué hasta la página 13 del tercer capítulo”, consignó algo más tarde, justo antes de ponerse a la orden del público cibernauta: “Hoy ya he plagiado bastante, supongo. Así que charlemos un rato con los amigos.” ¿Cómo mejor que en broma puede uno tomarse las osadías silvestres de la imbecilidad? Pero lo cierto es que este precedente apesta. Da grima imaginar a un funcionario torpe e ignorante buceando en las novelas de su tiempo para determinar si sus líneas son fruto del plagio, la costumbre o el cliché, poseído por esa comezón revanchista a la que Dostoievski bautizara como entusiasmo administrativo. ¿Sabrán esos burócratas de ranchería que sus personas mismas son un plagio de los clásicos, o habría que prestarles La metamorfosis?

Sería ingenuidad esperar que los funcionarios asignados al Misterioso Caso del Plagio en el Casino tuvieran una idea de dónde han ido a meter las narices, si de lejos se ven sus limitaciones. Y es por eso que en vez de seguir dando vueltas a lo más evidente, elijo rematar con un último chiste, toda vez que ninguno genera regalías y es un hecho que a gritos exige ser plagiado. “¿Tú sabes qué le dijo el jabalí al cerdo?”, me preguntó otra noche Arturo, de la nada, con el gesto de un pícaro abochornado, “¡Qué mal estás llevando la quimioterapia!”.

El regreso de la inquisición, disfrazada de buenas costumbres(Sexenio-Puebla 03/05/11)

La censura en México es algo que aún no se ha podido superar. La inquisición es algo que llego para quedarse, se ha ido transformando con el paso de los siglos y diversas instituciones ya gubernamentales, ya privadas han ido adoptándola según los intereses y conveniencias.

En menos de una semana, me tocó ser testigo de dos actos de censura graves y tristes. El primero se dio en una radiodifusora poblana. Aquí la escena: los conductores invitan a escritores poblanos para hablar de libros, en medio de una charla el cuentista Eduardo Sabugal pronuncia la palabra: puta. Los conductores se ponen rojos, fuera del aire hacen la petición de no volver a decir “malas palabras”, sin embargo dichos conductores cometen la estupidez de volver a sugerir el no usar “malas palabras” -al aire-, por respeto al público. Acto seguido se abre un debate sobre el uso de “malas palabras”, Sabugal citó diversos escritores que han ocupado ese tipo de palabras y como respuesta, ante candente debate, obtenemos la orden indirecta de que eviten que Sabugal vuelva a tomar la palabra. Se nos dijo al aire que eso no es censura –palabras más, palabras menos-, que sólo se trataba de respeto al público; que los escritores deben aprender a moderar su uso del lenguaje. ¡Vaya aberración, un escritor debe cuidar, moderar su lenguaje! ¿Acaso no el escritor se encarga de cuidarlo, transformarlo, violentarlo, transparentarlo, porque estas y otras más son virtudes que el propio lenguaje da y otorga?

¡Imagínese, querido lector, que esos conductores y empresarios de radio, llegarán a una editorial! Seguramente reeditarían El llano en llamas de Rulfo porque ocupa la palabra: puta; o le cambiarían el título al libro de García Márquez: Memorias de mis putas tristes; tal vez reeditarían cualquier libro literario que use palabras como: pendejo, vagina, pene, coger, verga, mierda; etc. Lo preocupante es que por respeto al público se pida no usar “malas palabras”, pero esa misma gente que brincó por la palabra puta, seguramente se han de reír cuando en el fútbol le dicen al portero del equipo contrario: puto, cuando despeja el balón. Habían argumentado que era un horario familiar ¿y el fútbol no es un evento familiar en México, al menos? Esas mismas personas ¿brincaran de susto cuando ven los videos de reggaetón que escuchan sus hijitos y lo que implica bailarlo? Sin duda, la censura es un acto de doble moral e ignorancia. Bien lo dijo Monsiváis –referenciado por Sabugal en ése programa- no hay malas palabras, ni palabrotas; hay palabras, lenguaje. También, digo, hay denotación y connotación, significado, sentido y significante. Si existen “malas palabras” es cuando se emplean fuera del contexto (ojo, no tiene que ver con horarios o tipos de programas), o sea, cuando su significado (denotación) se desvirtúa y damos paso al otro significado impuesto por nuestro pensamiento (connotación); las dobles intenciones, el albur; empero, esto no quiere decir que el albur sea malo, para usarlo hay que tener un pleno dominio del lenguaje y cada uno de los significados que pueda poseer una palabra. En fin.

El otro acto de censura –quizá, sólo macabras e infortunadas coincidencias- se dio el pasado sábado, cuando Andrés Manuel López Obrador se dirigía a sus fieles seguidores en el zócalo angelopolitano. Durante todo el acto se encontraban rondando un número considerado de boyscouts, que justamente cuando alguien hablaba a público ahí presente, se les ocurría hacer sus típicos gritos de manada. Curiosamente, en sábado y alrededor de la 1 de la tarde, a la Catedral se le ocurrió llamar a misa, usando casi todas sus campanas; todo esto justo cuando AMLO estaba empezando prácticamente su discurso. ¿Acaso, tanto boyscouts como iglesia poblana, habrán confabulado para opacar el discurso de AMLO? No creo, se supone ambas son instituciones apolíticas. Aunque quién sabe.

Dato curioso, todos los restaurantes ubicados en los tres portales estaban a reventar, al parecer no sólo los simpatizantes con el PT o Convergencia o afiliados a MORENA les interesa lo que diga AMLO; al parecer también a más de un poblano “acomodado” le importa lo que comente dicho personaje ya por morbo, ya por coincidencia ideológica. El pueblo lo escuchó y los curiosos se detuvieron a ver que decía, otros –mujeres en su mayoría- lo observaban con la admiración que se le puede tener a un rockstar y algunos más, atendían cada una de sus propuestas con devoción religiosa.