miércoles, abril 27, 2011

El libro de sal (Diario Milenio/Opinión 26/04/11)

Ahora me doy cuenta que incluso la primera vez que lo mencioné por escrito se trataba ya de un libro olvidado. Lo había comprado y, casi al mismo tiempo, lo había arrumbado en alguna pila de libros. No llegué a él sino mucho después, gracias a la casualidad. ¿Y qué caso tendría recordarlo ahora después del después? Ninguno en realidad. No está en la mesa de novedades. No está traducido al español. No es materia de controversia o de animadversión. Sin embargo. Sí, sin embargo, cuando me dieron ganas de reseñar un libro “fuera de circulación” o, para ser más exactos, un libro con una circulación propia, más cercana al cariño que a la mercadotecnia, más pendiente de la memoria que del deber, pensé de inmediato en este pequeño libro de sal. En esta primera novela.


Algo extraño sucede cuando leo un libro meses o años después de haberlo comprado. Usualmente ese tipo de adquisiciones se deben a recomendaciones de lectores en los que no confío demasiado, a reseñas de periódicos o suplementos que no respeto del todo, o a súbitas curiosidades que sé o malsanas o efímeras. Cualesquiera que sea la razón, el libro comprado de esa manera se queda, con aterradora frecuencia, en el nochero, bajo la pila de libros que sí estoy leyendo, u ocupa un lugar más bien discreto en la parte del librero que sí está organizado en orden alfabético y es, por lo tanto, inamovible. La mayoría del tiempo compruebo, con alivio, que mi indiferencia tenía razón, y coloco el libro de regreso en su discreto lugar. Pero a veces, pocas veces a decir verdad, no. A veces sucede lo inesperado.


Pensé que algo así pasaría con The Book of Salt, la novela que Monique Truong publicó (y yo compré) en 2003. Me bastó leer en la portada, en bellísima inscripción en itálicas y con las mayúsculas del caso, que esta primera novela había sido a New York Times Notable Book para saber por qué lo había comprado y, sobre todo, por qué no lo había leído. Luego me bastó leer la primera página para convertirla en mi lectura de cabecera de los dos días finales del 2005. Luego me bastó despertarme a las cuatro de la mañana del 31 de diciembre pronunciando, incorrectamente por supuesto, el nombre de Binh —el cocinero vietnamita que, según este maravilloso libro, trabajó durante 5 años para Gertrude Stein y Alice B. Toklas en París— para saber que la novela, en efecto, me había afectado. Luego me bastó recordarlo, muchos años después, cuando el antojo de reseñar algo que va por la otra lenta íntima vía de las cosas inolvidables.


Entre los muchos atributos de esta novela, el menor no es que, siendo como es un libro que toca la vida de, como diría Binh, my mesdames, el libro no termine siendo acerca de my mesdames. Y conseguir que GertrudeStein (todo junto, al decir de Binh) no se convierta en el centro de todo lo que la rodea, en el centro de todo lo que no es GertrudeStein, constituye, en sí mismo, un logro textual y un logro emocional que no hay que minimizar. El segundo atributo, tampoco deleznable, es que siendo como es un libro que toca la vida de un cocinero, el libro logre eludir del todo, y de hecho triunfar sobre, el cliché narrativo y sentimental, tan popular en nuestros días, de la novela que presenta receta-seguida-de-sensual-descripción-de-íntima-escena-doméstica. Un atributo añadido es que siendo como es un libro que toca la vida de un cocinero, no termine siendo un libro sobre los patrones y sus gustos, usualmente burgueses y occidentales y por demás conocidos, sino que discurra sobre —sería mejor decir: desde— el cocinero mismo, un migrante, exiliado, homosexual, cacofónico, traducido, caminante urbano. Y el tercer atributo, que personalmente le agradezco a Ms. Truong, es que siendo como es un libro que toca los elementos caros a la tradición migratoria este-oeste (que podrían ser, aunque no son, los elementos caros a la tradición migratoria sur-norte), este libro de sal evada la exotización estereotípica, la alteridad ramplona, el sentimentalismo con que se lavan las manos aquellos que, aun viajando, nunca salen verdaderamente de sus casas.


Monique Truong nació en Saigon, en 1968, y le dedica este libro a su padre, “un viajero que ha regresado finalmente a casa”. Monique Truong, que llegó a los Estados Unidos a la edad de seis años y estudió en Yale, empieza esta novela con un epígrafe de Alice B. Toklas: “Ciertamente tuvimos mucha suerte encontrando buenos cocineros, aunque todos tenían sus ciertas debilidades. A Gertrude Stein le gustaba recordarme que, de no haber tenido sus propias faltas, no habrían trabajado para nosotras”.


Hay que decir, antes que cualquier otra cosa, que este es un libro-en-traducción. Se trata de un libro escrito en inglés que enuncia un yo vietnamita que se expresa con turbada fascinación en un francés acentuado e incorrecto. Creo no exagerar si digo que al menos una de las my mesdames de Binh habría sonreído con satisfacción ante tan precario ejercicio en la precariedad de la voz. La convención de la voz original. Así, en-traducción, habrá que seguir a Binh de hijo repudiado por un padre en papel de falso y cruel profeta de la fe imperial a ayudante, y amante, del chef colonial en la casa del gobernador; de impromptu tripulante de navío especular a lector casi apto de anuncios de trabajo: Live-in Cook: Two American Ladies wish to retain a cook 27 rue de Fleurus. See the concierge; de hombre enamorado de un tal Sweet Sunday Man que merodea los territorios de GertrudeStein, y no por razones estrictamente textuales, a discreto conversador con ese Hombre del Puente que puede ser o no ser Ho Chi Minh. Binh, en todo caso, siempre pierde. Y seguirlo de un estado a otro, de un territorio a otro, de un encuentro a otro, es seguir el rastro de su pérdida. El rastro de su pérdida está hecho de las palabras dentro de este libro de sal que, ya dentro de la boca, se disuelven junto con la saliva.


Pero no todo en Binh es fatalidad. Justo como Grace, aquella otra memorable integrante del servicio doméstico de casa burguesa en Alias Grace, la novela de la canadiense Margaret Atwood, Binh sabe, y ejercita, la mirada crítica, puntillosa, socarrona, del que conoce no sólo la necesidad el amo sino también la manera de satisfacerla o coartarla o sustraerla. La mirada desde Binh explora así con ironía, pero sin estorbosos estigmas principistas, las negociaciones dinámicas, relacionales, desequilibradas que se suscitan en el íntimo foro de la cocina —ese corazón del universo doméstico de la modernidad— sea ésta la de la casa del poder colonial o la de la casa de esa madame-et-madame cuyo secreto de estabilidad es que ambas aman con igual devoción y admiran con la misma intensidad a GertrudeStein.


“¿Qué es lo que te mantiene aquí?” Oigo que me pregunta una voz. Esto lo escucha Binh, después. Es una pregunta acerca de por qué quedarse donde está, que es estar lejos. Esto me pregunto yo, después. Tu pregunta, tu deseo de saber mi respuesta me mantiene aquí, ésa es mi respuesta. Es la respuesta de Binh, el migrante, el exiliado, el traducido. Mi respuesta. En la oscuridad, alcanzo a ver tu sonrisa. Una sonrisa de sal. La sonrisa del otro. La sonrisa que invita. Miro hacia allá instintivamente, como si alguien hubiera dicho mi nombre. Siempre pronunciado de otra manera. Siempre, acaso por lo mismo, incitante. Y Binh, que permanece aquí, atiende el llamado. Binh va.

martes, abril 26, 2011

La poesía de Pedro Ángel Palou (Sexenio-Puebla 19/04/11)

Común se ha vuelto que muchos novelistas en México, indaguen alternativamente en el cuento y el ensayo. Pocos son los que se han arriesgado a experimentar en el campo de la poesía, como son los casos conocidos de: Daniel Sada, Guillermo Samperio, Cristina Rivera Garza, Vicente Riva Palacio; entre otros, algunos con mayor éxito, otros no tanto.

Recientemente, el Instituto Zacatecano de Cultura: “Ramón López Velarde”, acaba de publicar el poemario Catálogo de las aves del novelista, cuentista y ensayista poblano: Pedro Ángel Palou. Para los que gozamos de la amistad del novelista, la poesía es un proceso creativo –y de vida- conocido, pues tradición anual del cuentista es compartir con sus allegados un poema con motivo de su cumpleaños.

A este poemario, le antecede la mejor etapa novelística de Pedro Ángel Palou, primero está una serie de novelas de tinte histórico: Zapata; Morelos, morir es nada; Cuauhtémoc, la defensa del quinto sol y Pobre Patria Mía; así como un thriller policiaco: El dinero del diablo; y por último La profundidad de la piel, una novela que remite a una otra igual de ambiciosa que las anteriores: Qliphoth; sólo que éstas últimas son de corte erótico.

¿Para qué toda esta letanía novelística?, dirá usted, querido lector. Simple: en cualquiera de estas novelas, el lector se enfrentará a una prosa poética increíble, ya lo vengo advirtiendo cada vez que me da hablar de la escritura generada por Palou, la consistencia de su obra recae en una voz que es capaz de contar cualquier historia, de ser cualquier personaje. Y por más que uno quisiera comparar cada obra, imposible resulta intentarlo, pues cada obra goza de una amplia independencia narrativa; es esa misma voz la que puede leerse en Catálogo de las aves, cada vez más madura, más consistente.

Catálogo de las aves puede leerse como un diario o cómo las reflexiones que pueblan e inundan el sentir y pensar de Pedro Ángel Palou. Un poemario donde cada verso quema y duele en la profundidad, rompiendo toda cima posible. Un poemario que versa la condición del ser ante la soledad, la muerte, el amor y su contraparte. Quizá, Catálogo de las aves es la gran metáfora del inventario de las imposibilidades o fragilidades que componen al ser.

No salir destrozado al leer este poemario, resulta imposible. Pues al terminar de leer este poemario, como el ave, el lector –parafraseando a Palou- se sabrá otro, pero siempre solo y ajeno; pues quizá, al fin y al cabo como dice Palou: nunca se está junto a otro,/ sólo se va junto a otro. Y tal vez, esa es nuestra realidad para la cual no estamos preparados.

Un poemario que, sin lugar a duda, demuestra la versatilidad de Palou en el mundo de las letras. Alta recomendación para embellecer estas vacaciones.

* Pedro Ángel Palou. Catálogo de las aves. México: Instituto Zacatecano de Cultura: “Ramón López Velarde”, 2010.

lunes, abril 25, 2011

Para correr al patrón (Diario Milenio/Opinión 26/04/11)

1. Y Donald se hizo MacPato


Vive a la defensiva, tanto que le incomoda la palabra concordia. Se ufana de decir lo peor de lo que piensa sin el menor tapujo o consideración, especialmente si le sirve para atacar al contrario. Su fama —él la llama prestigio, por más que sea hecha en casa— se alimenta de conflicto y crueldad: necesita adversarios para aplastar, y si es posible el mundo entero de testigo. Es capaz de organizar una pelea por el campeonato mundial de peso completo sin bajar de penthouses y helicópteros, y de paso mandar colocar mantas con leyendas donde “la ciudad” le agradece su magnífico trabajo. De joven le halagaba que hablaran de él como el prototipo universal del yuppie; muy rara vez perdía oportunidad para comparar sus fiestas con las de su amigo, el billonario y traficante de armas Adnan Khashoggi (“¡Ya merito lo alcanzo!”, se jactaba). Es un gurú mayor para los nuevos ricos y un payaso irritante según los de abolengo, pero es desde las otras clases sociales que se le reverencia por el milagro de transformar los sueños en apetitos. Es el sobrino que habría querido Rico MacPato, y a estas alturas es casi tan irreal como el pato impostor que lleva su nombre. Vamos, apostaría a que desde pequeño Donald Trump sintió celos de ese bípedo perdedor e improductivo.


Releo la línea inmediata anterior y temo que he caído redondo en su juego. Nada quisiera más un personaje como Donald Trump que verse disputando popularidad al club de Mickey Mouse, de ahí que casi todo lo que sabemos de él resulte justamente hechura suya. Se le ve como él quiere que se le vea, y ello en su posición ha sido tan sencillo, y aún así laborioso, como dar rienda a suelta a su mal gusto y comprarse una imagen a partir de él. Nada muy novedoso, más allá de un cinismo descarnado con ciertas ínfulas de savoir faire. La realidad supuesta de Donald Trump apenas se distingue de los sueños de riqueza de Violinista en el tejado. No por nada el primer mandamiento del nuevo rico es que nadie se quede sin saberlo.


2. Agredir sin arriesgar


Si como bien se ha dicho la riqueza no puede ocultarse, la megalomanía es tan notoria que detrás de ella caben infinitos secretos. Donald Trump, que por lo visto sueña con cualquier día despertar convertido en el Silvio Berlusconi americano, se ha ocupado de hablar lo bastante mal de sí mismo para evitar con éxito la competencia. Se sabe, sin embargo, que en los negocios es un hombre agresivo y conservador. Cualidades que a la distancia se antojan constructivas y juiciosas, pero que igual le sirven buitre que al halcón para hacer su trabajo. Es fácil dar por hecho que a Trump le agradaría mirarse como halcón, pero quienes se han visto avasallados por su famoso poder de negociación lo ubican más cercano a otra clase de aves. ¿Qué de raro tendría, finalmente, que el empresario de los grandes casinos no quisiera jugar más que con su baraja?


He ahí quizás la esencia del Trump Power: la imposición del hecho consumado. El triunfo por nocaut, sin más apelación. Así es porque así quise, y ni le muevas. Es lo que hay. Demándame. Hazle como quieras. Si la ciudad no está de acuerdo en agradecerme, yo lo hago en su lugar a través de terceros y paleros, aunque después se sepa la verdad. ¿Qué más da la verdad, con toda esa marmaja por delante? Si de verdad se trata, vale más ajustarse al hecho consumado, ¿o tú qué harías en mi lugar? La gracia del magnate populista, experto en reclutar y adiestrar lambiscones de toda calaña y procedencia, es saber ubicar al pobre en sus zapatos, por más que se interpongan los callos de rigor. ¿Quién, que admire o envidie con ganas a Don Trump, no querría ver sus propias debilidades reflejadas en él, y acaso entonces suponerse capaz de tener su fortuna y comportarse, cada vez que se ofrezca, como un rufián grosero, desdeñoso, prepotente y fanfarrón?


3. Un manual de Carreño para el señor


No debería extrañar que un hombre del perfil de Donald Trump se permita soñar con ir a dar a la Casa Blanca. Basta con asomarse a YouTube y leer los comentarios que pergeñan sus hinchas, al pie de los videos donde se esmera en ser desagradable para mejor atraer la risa fácil de un público que aplaude incondicionalmente cada una de sus inauditas patanerías. Si alguna comediante cuestiona sus maneras, Trump no tiene el menor empacho en declarar al aire que siempre la ha creído una degenerada. Contra Obama ha lanzado una campaña ruin, a partir de calumnias que cuestionan su nacionalidad. No necesita tener la razón, si todo lo que quiere es la victoria. Su orgullo es atacar, doblegar, prevalecer, a cualquier precio y por todos los medios. ¿Y no es el mismo sesentón galante del peinado de casco amarillento quien da su voz e imagen a la caricatura de verdugo corporativo que le ha hecho mundialmente famoso a través de un programa —El aprendiz— donde su mérito más reconocido es el de echar empleados a la calle sin el menor miramiento, espectacularmente? ¿Qué pobre miserable, a estas alturas, no ha soñado con privilegios así?


Nadie sabe mejor que SuperTrump de las incalculables ventajas competitivas que da el haber sido rico toda la vida y aún así comportarse como un pobre diablo. Para un místico de la desvergüenza, la ostentación de las zonas oscuras y los defectos menos presentables equivale a una exhibición de poder. Cada vez que el magnate abre las fauces para soltar alguna perla de crueldad innecesaria —cierto que es ingenioso, aunque nunca elegante— sus hinchas se apresuran a celebrarlo, como si fueran socios de sus empresas o compitieran ya por una plaza de capataz. Lo miro una vez más y de nuevo lo encuentro poco menos gracioso que repelente. Lo imagino sentado en la Oficina Oval, gritoneando delante del cuerpo diplomático y un batallón entero de misses y modelos. Y ya que no es posible citarlo o describirlo, menos aún sentarse a imaginarlo sin caer fatalmente en su juego, en lo que a mí respecta lleva toda la vida despedido.