miércoles, abril 20, 2011

Espiar el ahí (Diario Milenio/Opinión 19/04/11)

En estas líneas, la autora aborda la sensación “extraña y no del todo desagradable” de estar en un espacio real y en uno imaginario. “Mirar para espiar el ahí”


En las páginas iniciales de Oracle Night, Paul Auster describe el “not altogether unpleasant keeling” que le provoca al escritor Sidney Orr el entrar en el apartamento de un amigo —un espacio “real” que él había estado recreando apenas unas horas antes en su cuaderno azul. “Tuve la extraña y no del todo desagradable sensación”, reflexiona Orr, “de que estaba entrando en un espacio imaginario, caminando en una habitación que no estaba ahí”. Estar en ambos lugares, en el apartamento y en la historia que se desarrolla en el apartamento produce, al decir del narrador, la existencia inequívoca de un espacio ilusorio que existe y que, al mismo tiempo, existe Más Allá. Estar ahí y no estar ahí, estar en el corazón mismo del ahí, caer ahí, hacerse cómplice del ahí, mirar por sobre los hombros de la realidad para espiar el ahí, no tener la más mínima idea de lo que es el ahí— todo eso, naturalmente, produce una sensación no del todo desagradable. Algo así, algo parecido, fue lo que sentí cuando vi a Ulises, que no es Ulises Aldravandi, que nunca será Ulises Aldravandi, en el pórtico de mi casa, esperando.

Regresaba de viaje, un viaje relámpago (en más de un sentido de la palabra relámpago) que me llevó a las orillas de un Mar del Norte extrañamente enverdecido, cuando, sin anuncio de por medio, sin evocación o esperanza, sin haber pensado en ella (escribo esto y me doy cuenta que no-pensar-en-ella se me ha vuelto una costumbre casi entrañable), la vi. Reconocí el vestido de seda azul celeste, los zapatos de tacón, el cabello cobrizo. Reconocí la sobriedad de la mirada, la delgada consistencia de sus manos, las trazas que el color rojo había dejado sobre su mejilla derecha, bajo sus uñas, en el antebrazo.

—No deberías estar aquí —le dije, mientras introducía la llave en la cerradura y pensaba que esto de estar junto a la persona que había estado recreando apenas unos días antes en una pantalla era algo vertiginoso y absurdo, desestabilizador e hilarante. Triste, incluso. Veloz. Una sensación, y de ahí la resonancia de Auster, no del todo desagradable.

Ulises movió el cuello para seguir mis movimientos pero no el cuerpo. Por unos segundos tuve la sensación de que se había convertido en una estatua de cera o que había sufrido un accidente atroz que la había dejado parapléjica. Pensaba eso sin verla, sintiendo su mirada sobre mi nuca, sobre la parte posterior del hombro izquierdo, y me debatía, al mismo tiempo, sobre la posibilidad de invitarla a pasar a mi casa o de atenderla a la intemperie, donde estaba. Su inmovilidad, sin embargo, me distrajo. Su silencio. Pronto no tuve otra opción más que interrumpir lo que estaba haciendo y me volví a verla.

Su frente: amplia, despejada, dos gotas de sudor.

Sus ojos: abiertos, desmesurados, insistentes, repetitivos, irritados.

Su boca: semi-abierta, a punto de enunciar algo, seca.

Su comisura derecha: el hilillo oscuro, el exceso, la mancha.

Sus hombros: ¿Es cierto que está temblando?

Sus manos: un tronco sobre la superficie de un río, un cadáver, dos hojas secas.

Sus uñas: ¿no me dijo ella que no confiara en nadie con las uñas sucias de mugre, de sangre, de muerte?

Sus pantorrillas: desnudas, fuertes, blancas.

Y mientras la mirada se me llenaba de adjetivos, mientras la mirada la recorría y, al recorrerla, la confirmaba y la desvanecía, la persona que tenía frente a mí, inmóvil e inesperada, aturdida y sin palabras, se volvía, como el departamento al que llega el escritor Orr en Oracle Night, una entidad ilusoria. Algo de ficción. Fue por eso, por la sensación, no del todo desagradable efectivamente, pero sí incómoda, sí enloquecedora, que me aproximé. Cuando mi mano derecha finalmente aterrizó en su hombro me di cuenta que había tenido razón: Ulises estaba temblando.

Era obvio que la persona que estaba y no estaba frente a mí, la fictiva, acababa de hacer algo que le producía horror, asco, remordimiento. Era obvio que la mueca que había nacido con la aspiración de convertirse en sonrisa pero que se había detenido, acaso a su pesar, en ese rictus apesadumbrado e inentendible, le pertenecía a una persona fuera de sí o dislocada de sí o a punto de perderse a sí misma. En todo caso eso que acontecía frente a mí y que también se llevaba a cabo en la historia que escribía alrededor de ella me llenó de pesar. En realidad me llenó de lástima —no la compasión solidaria que provoca a veces la empatía, o no sólo eso, sino también esa otra ruin y no del todo desagradable sensación de que eso que no podía nombrar, eso que, de ser capaz de poner en palabras, bien podría constituir la médula misma de una historia sobre Ulises, eso que se quedaba en la mueca y en los ojos desmesuradamente abiertos, nos diferenciaba.

Eso pensaba cuando Ulises, sin anuncio de por medio, sin dejar de verme, se incorporó. Un siglo ahí, entre sus ojos y los míos. Un reto. Una especie de horror. Luego me dio la espalda y, antes de pudiera imaginar que correría, se echó a correr. El sonido de los tacones sobre el pavimento. El sonido de un cielo oscuro. El sonido de la mujer en fuga. Mientras oía eso y más con una minuciosidad que con frecuencia me preocupa y me distrae logré abrir finalmente la puerta de la casa, introducir mi equipaje, y caer derrumbada sobre el sofá sin poder creer, o dudándolo en todo caso de manera radical, que alguien hubiera estado y no estado ahí apenas unos minutos atrás.

martes, abril 19, 2011

¿Ventrílocuo yo? (Diario Milenio/ Opinión 18/04/11)

En el momento menos pensado, el muñeco se adueña de la escena.

Puesto de otra manera, la ficción prevalece


1. La risa del intruso

Era casi la medianoche de aquel miércoles raro cuando me pregunté qué estaba haciendo en ese aeropuerto. No que no lo supiera, sino que de repente dudaba entre reírme y regresarme, mientras la banda negra comenzaba a moverse, decidida a traer nuestras maletas de camino a la aduana. Padecía, además, la incertidumbre propia de quien reservó un coche para rentar y nunca ha puesto un pie sobre esas coordenadas, de manera que ya me preguntaba cómo haría dar con Fort Mitchell, Kentucky, a unos minutos del estado de Ohio, en las meras afueras de Cincinnati. Y más que eso, de nuevo, por qué había tenido que ir tan lejos para encontrar a un buen presentador de la novela que aún no terminaba. ¿No tenía que estar encerrado chambeando, en vez de ir a meterme donde nadie sino el instinto me llamaba? ¿Era en serio el instinto, y no un mero capricho quien apuntaba en esa dirección?

Vent Haven ConVENTion, se anunciaba en el sitio web, donde asimismo quedaba bien claro que todos los novatos eran bienvenidos. Una vez hospedado en el hotel, tras unas pocas horas de sueño, acudí a la primera conferencia presa de una extrañeza aún mayor, pues he aquí que una buena parte de los asistentes se hacía acompañar de algún muñeco. Dos minutos más tarde, me tapaba la cara tal como lo había hecho la noche anterior, para disimular la risa entre nerviosa y regocijante que me daba volver a preguntarme qué demonios hacía en una convención de ventrílocuos. Allá en el escenario, un tal Dan Horn disertaba sobre las técnicas ideales para usar el micrófono, acompañado de otros dos muñecos que pronto se encargaron de transformar mis dudas en risotadas nuevas y por fin legítimas. En el peor de los casos, me animé hacia el final de la conferencia, pasaría cuatro días divertidísimos.

2. ¿Cómo me ve, Doctor?

Fue hasta la noche de ese primer día cuando vi por primera vez a mi presentador, sólo que en ese instante estaba sin cabeza. Tras unas cuantas conferencias y presentaciones, volví al puesto de venta del artista puertorriqueño Albert Alfaro, donde algo así como una veintena de muñecos convocaba la admiración de otros tantos curiosos y clientes potenciales. Fascinado a mi vez, fui recorriendo nuevamente los rostros elocuentes de aquellos engendrillos cuya entraña malévola y chocarrera asomaba al notorio preciosismo de su factura. Fue cuando me detuve en el Doctor, presa de alguna suerte de hechizo instantáneo. Era él, con certeza. No podía ser otro. Cerré los ojos para imaginarlo debutando en la FIL de Guadalajara y otra vez me ganaron las carcajadas. Pregunté por el precio al vendedor y regresé a mi cuarto presa de una cosquilla preocupante. ¿Tan serio era el asunto que iba a gastarme todo ese dinero en cumplir el capricho del instinto? Regresé varias veces, hasta que en una de ellas vi a un hombre regateando el precio del Doctor. Y eso sí que no lo iba a permitir.

La mañana siguiente desperté de un salto. No está uno acostumbrado a abrir los párpados y toparse de golpe con una mirada fija y una sonrisa perturbadora. Pocas horas más tarde, ya asistíamos juntos a la primera clase del VIP (Ventriloquist Intensive Program: un cursillo relámpago ofrecido por el famoso Pete Michaels), y ya esa misma noche practicábamos frente al espejo del baño. “Jamás dejen morir al muñeco”, aconsejaba Michael; de ahí el desplazamiento hacia el nosotros. Si pretendía que otros creyeran en verdad vivo al Doctor, tenía que empezar por creérmelo yo en todo momento, y eso era acaso lo más divertido. Un trabajo, por cierto, apenitas distinto del que desvela a quien escribe ficción. Ser otro y uno mismo, desdoblarse, anularse; dejar que sea el engendro quien tome decisiones y se exprese más allá de la propia opinión. Una delicia, al fin, y una aventura íntima que a su vez implicaba —no lo sabía entonces— motivos novedosos de zozobra. Una cosa es pensarlo y reírse, advertí, y otra muy diferente comprometerse con lo que a todas luces parece un despropósito.

3. La voz de la zozobra

Luego de presenciar actos tan poderosos como el del superestrella Jeff Dunham y hacer migas con varios de los convencionistas —obviamente equipados con un regocijante sentido del humor—, subí al avión cargando en la maleta de mano la preciada cabeza del Doctor, cuyo cuerpo dormía en el equipaje, y al llegar a mi asiento advertí que aquél era mi día de suerte, pues viajaba a mi lado nada menos que Sammy King. Luego de medio siglo en el negocio, con veinticinco mil presentaciones, diez años en el Crazy Horse de París y sabría el diablo cuántos en Las Vegas, Sammy sobrevivió a un problema cardiaco que ya no lo dejó ir adelante con Francisco Jones, el famoso perico mexicano cuyo acento perfecto delataba la otra nacionalidad del único ventrílocuo que iba y venía con todo y muñecos pilotando su avión particular. De Cincinnati a Salt Lake City, que era donde tendríamos que separarnos, Sammy me habló de historias y personajes míticos. Tony Bennett, Dean Martin, los wise guys de Las Vegas y la vida dichosa de un top performer en aquel paraíso del vive-como-quieras. Atendiendo al consejo del instinto, resolví que era aquélla una señal. Iría hasta el final con el Doctor.

Hace ya nueve meses desde la convención. A la mitad de abril de 2011, miro al doctor en ciencias incultas Enedino Godínez sentado una vez más en un cuarto de hotel —como suele pasarme con otros personajes, no fue fácil ni rápido dar con su nombre—, unas horas después de hacer pegar un brinco a la camarera. Ayer mismo subimos a nuestro sexto escenario, en el Festival Eñe en Lima, Perú, donde una vez más he sacado provecho al consejo de Sammy. No sufras demasiado con el guión, me dijo, las mejores ideas se le van a ocurrir al personaje. Cada vez que subimos, no obstante, al escenario, en vez de mariposas siento una marabunta en el estómago, como cuando uno lucha por encontrar el fin de su novela. ¿Cuántas presentaciones le tomó a Sammy King deshacerse de semejante ansiedad? Nunca lo consiguió, tal vez porque sin esa zozobra elemental su perico jamás habría abierto el pico ante el micrófono. ¿Es decir que otra vez y como siempre no hay aliado más fiel que el propio miedo? Esa sola certeza me devuelve la calma: a diferencia de quien lo maneja, no hay duda que el Doctor sabe lo que hace.

lunes, abril 18, 2011

Una realidad novelada (Sexenio-Puebla 12/04/11)

El 17 de octubre de 2001 Fabián Flores Álvarez fue asesinado en las primeras horas de ese día. Cinco años después Juan Antonio Mendivil y Magda Gilbert - periodistas radicados en la zona fronteriza formada por Tijuana y el condado de San Diego-, desaparecen misteriosamente, sin dejar rastro alguno. Las autoridades han dejado de investigar y nunca ofrecieron alguna respuesta lógica o satisfactoria, prefirieron quedarse con la posible versión de que ambos periodistas viven juntos en alguna playa de las costas del Pacífico. Luis Humberto Crosthwaite pone atención en esta historia y se dedica a indagar en el misterio que cubre a estas personas. Teniendo como material un diario personal, así como algunas cartas, entrevistas con amigos, colegas de trabajo y familiares de los periodistas desaparecidos; Crosthwaite crea una novela arriesgada y franca. La ficción será la herramienta que utiliza Crosthwaite para rellenar los espacios necesarios que ayudaran a darle una coherencia a la historia.

Con el estilo característico que tiene la prosa de Crosthwaite: balazos narrativos que crean imágenes precisas; el autor de obras como: Aparta de mí este cáliz o Idos de la mente, cuenta la vida de Magda Gilbert, quien después de haber sufrido la pérdida de su novio Fabián Flores, se cruza con Antonio Mendivil. La primera escribe para diarios locales, mientras que el segundo lo hace para el diario The San Diego Tribune. Juntos viven una relación amorosa muy intensa hasta que se pierden del mapa de todos y cada uno de sus conocidos, sin dar previo aviso. Sólo se esfumaron y ya.

Muchas preguntas quedan en el aire y esta novela ejerce otras más: ¿Por qué desaparecieron dos periodistas y nadie ha vuelto a indagar en el caso? ¿Su desaparición fue un secuestro común o tiene algún vínculo con el narcotráfico? ¿Por qué al gobierno de Tijuana y al Federal no les interesa resolver el caso?

Tijuana: crimen y olvido es acaso una radiografía de miles de casos alrededor de nuestro país; también es la prueba de una realidad en la que nos encontramos inmersos, la cual las autoridades no han querido ver y han optado por seguir sosteniendo una lucha que más que soluciones ha dejado miles de muertes.

Tijuana: crimen y olvido, sobre todo, es la novela más madura de Luis Humberto Crosthwaite y cumple magistralmente con alguna de las tantas características que toda obra de arte debe tener: la capacidad para denunciar y retratar todo aquello que ha corrompido y apestado a una sociedad.

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*Luis Humberto Crosthwaite. Tijuana: Crimen y olvido. México: Tusquets, 2010.

Los invisibles (Diario Milenio-Opinión 12/04/11)

Sujetos a extorsión y a violaciones constantes, los inmigrantes han visto el rostro más feroz de México: autoridades coludidas con organizaciones criminales, hambre, desolación, muerte


Este martes 12 de abril a las 22:30 horas el Canal 11 de televisión transmitirá Los invisibles, un programa especial compuesto de una serie de cuatro cortos documentales dirigidos por Marc Silver y Gael García Bernal, y producidos por Martha Núñez. Elaborados originalmente para Amnistía Internacional en 2009 y con una duración de aproximadamente 10 minutos cada uno, estos cortos exploran la brutal realidad que enfrentan los inmigrantes centroamericanos al atravesar nuestro país en su camino hacia Estados Unidos. Ya en los trenes de la muerte o encontrando refugio efímero en una de las pocas Casas de Migrantes en su ruta hacia el norte, los hombres y mujeres que arriesgan su vida con tal de llegar a su versión del sueño americanoconstituyen en realidad ese ejército de invisibles de la globalización contemporánea. Los más vulnerables entre los vulnerables. Sujetos a extorsión económica, a mutilaciones varias y, en especial en el caso de las mujeres, a violaciones constantes, estos inmigrantes han visto, tal vez mucho antes que la gran mayoría, el rostro más feroz de México: autoridades policiacas coludidas con organizaciones criminales, hambre, desolación, muerte.

No por casualidad Los invisibles, el programa que trasmitirá el Canal 11, es también una conversación. Convocados por Gael García Bernal, algunos periodistas y escritores y comentaristas políticos nos dimos a la tarea de entablar un diálogo alrededor de estos cortos de factura notable. Nombrar es una manera de reconocer la existencia de una realidad. El que conversa vuelve visible lo oculto. La plática también corre el velo del silencio para que la palabra, las palabras, vayan cobijando poco a poco a los cuerpos mancillados. Dialogar al respecto no puede no involucrar el ánimo de construir una solución en conjunto. La invitación explícita de Los invisibles es a que todos participemos de esta conversación, ciertamente, pero también, y luego entonces, a que todos desde nuestras trincheras contribuyamos en algo. Se necesitará a más de uno para hacer brillar la luz al otro lado del túnel en que se ha convertido este México segado por una guerra inútil y absurda.

Por razones de procedencia y también de cariño, la conversación que compartí tanto con Gael García Bernal como con el periodista Diego Osorno se concentró en los estados norteños de Nuevo León y de Tamaulipas. Todavía estaban frescas, entonces, las noticias sobre los cadáveres de los 72 inmigrantes centroamericanos descubiertos en mi estado de origen. Hablamos de eso. Hablamos también de las rutas migratorias que llevaron, entre tantas otras familias, a los Rivera y a los Garza a ese rincón del país donde, hasta mediados del silgo XX al menos, todavía era posible vivir bien y en paz. Charlamos de lo que solía ser: las reuniones de la familia alrededor de las largas mesas de madera; los campos de sorgo y, antes, los campos de algodón; el pase fronterizo. El trabajo, el sudor, la risa. Hablamos mucho también, aunque creo que esto fuera de cámara, acerca de larguísimos trayectos en carreteras y brechas a través de los cuales la geografía se convirtió en piel y la piel en memoria compartida. Todos somos de un lugar. Todos regresamos a unos brazos.

Ahora mismo, mientras escribo este texto, me llegan las muy tristes, las muy escalofriantes noticias de otras fosas. Son las noticias en que se reportan 59, y luego 72 y, hasta hace rato, 88 cadáveres encontrados en el municipio de San Fernando, Tamaulipas. Se trata de hombres y mujeres ahora sin rostro y sin nombre que, sin duda, alguna vez respondieron a un apelativo cariñoso. Hijos de alguien. Primos de alguien más. Novios, esposas, padres. Son hombres y mujeres que, de ya, le duelen a sus seres queridos y, por lo tanto, nos duelen a todos. Son los daños colaterales de, repito, la guerra inútil y absurda que, como calificara el poeta Javier Sicilia hace apenas unos días, es el pudrimiento del país. Quiero pensar que las conversaciones que conforman el programa de Los invisibles también los incluyen a ellos, a estos nuevos 88 caídos. Y a los que, de continuar esta guerra, seguirán pereciendo.

Hace apenas unos días, Sergio Fajardo, uno de los artífices del Plan Medellín —la única estrategia integral que ha comprobado ser efectiva en reducir niveles de violencia asociados al narcotráfico— visitó Ciudad Victoria, Tamaulipas. Ahí, en un discurso apasionado y lleno de detalles significativos, el político colombiano fue desglosando los métodos de su cruzada. Lo más bello para los más humildes, dijo, antes de describir la construcción de parques, bibliotecas, centros culturales en las áreas menos favorecidas de la ciudad como parte de un proyecto urbano integral. Dejar de lado a los que tienen precio, dijo, porque con ellos empieza y echa raíces la corrupción de la que se alimenta, sin duda, la violencia. Transparencia. Honestidad. Confianza ciudadana. Proyectos de autogestión comunitaria. Nada, en fin, que no sepamos. Nada en lo que no podamos, como colectividad, apostar antes de que el país se nos convierta en un puro, incesante, triste, funeral.

Ojalá puedan echarle un vistazo al programa del 11 hoy en la noche. Ojalá podamos extender esta conversación al país entero. Ojalá que esta conversación urgente, necesaria, nuestra, pronto nos ayude a establecer caminos alternativos a la guerra.