martes, abril 12, 2011

La injuria indispensable (Diario Milenio/Opinión 11/04/11)

No todo el mundo sabe insultar bien, así que todavía menos son los que saben cómo encajar un buen insulto


1. Estúpidos, absténganse

La canción se llamaba “Algo tonto”, pero había locutores que preferían traducirla como “Algo estúpido”. Y esto último no era una tontería, sino una estupidez. Frank y Nancy Sinatra interpretaban una canción de amor en tal modo ligera, y si se quiere ñoña, que le sobraban las altisonancias. Pues las palabras stupid y estúpido son losfalsos amigos por excelencia: si aquélla es ligerita e incluso cariñosa, ésta resulta lo bastante áspera para levantar a su paso un ventarrón y convocar de golpe a la estupefacción de los presentes. Cuando una mujer sonriente y arrebolada llama a su novio stupid, la traducción no tendría por qué ir más allá de tontito. “¡No seas tonta, mi amor!”, increpa tiernamente el enamorado a la novia celosa, para que de una vez termine de entender que no debe volver a dudar de su afecto, por más que esas duditas le enternezcan. ¿Pero qué pasaría si al meloso de marras se le ocurriere suplicar a su amada que por favor no fuera estúpida? ¿Le serviría siquiera elpor favor?

Por alguna segura sinrazón, la tontería se asume como un aturdimiento leve y pasajero, mientras la estupidez parecería una suerte de mal vecino de la idiocia y para colmo imputable al usuario. Es difícil, por tanto, emplear el término sin alguna exageración metafórica, con frecuencia patente en el peso de la segunda vocal, donde uno se detiene a recrearse en el poder de la esdrújula. ¡Est-Ú-pido!, acentuamos, para expresar el pasmo o la repulsa que nos produce tal o cual comentario, y ya entrados en rabia no sería de extrañarse que nos siguiéramos de frente con el indignado “¡idiota!”, el humillante “¡imbécil!” o el grosero “¡pendejo!” —que, a todo esto, entre amigos resulta fraternal—, no porque la persona nos parezca todo eso (en cuyo caso lo diríamos tal vez a sus espaldas), sino por la extrañeza que nos causa escucharle decir presuntas sandeces. No llama uno al amigo, el colega o el ser querido para propinarle un insulto, sino una reprimenda que se expresa mejor a través de la súplica tantito menos dura: “¡No seas estúpido!”

2. Los insultos estólidos

A nadie se lo he dicho tantas veces ni con tanto coraje como a mí mismo. Vamos, no sé qué haría sin la palabra estúpido en el repertorio. La uso no solamente para arrepentirme, sino con la intención de dejar una marca, de modo que al volver a enfrentarme a un obstáculo como aquel donde acabo de tropezar no cometa de nuevo la misma tarugada. Sólo que en este caso no me pido evitar la estupidez, sino que hasta me admiro del nivel desplegado: “¡Ah, cómo soy estúpido!”. Por no hablar de esas desoladas ocasiones en las que uno se ve obligado a concluir que ni echándole ganas habría conseguido ser más estúpido. Con lo cual no hago sino confirmar que la injuria verbal tiende a decir más del que insulta que del insultado. Y sin embargo, hay que ver quién es tan inteligente, y al mismo tiempo tan equilibrado, para responder con absolutas calma y sensatez a argumentos que ya se anuncian como meros insultos a la inteligencia y a gritos piden la retaliación. ¿Qué provocador huérfano de argumentos no conoce, administra y explota el poder desquiciante de la estupidez ancha y sentenciosa?

El gran problema de un insulto indispensable es que muy rara vez se le hace justicia, pues como es natural se profiere en momentos de ofuscación, irreflexivamente, hasta que se convierte en arma arrojadiza al servicio de cualquier necedad. Un servicio bien flaco, cuando el insulto es ciego, sordo y gratuito porque en vez de diagnóstico se anuncia como síntoma y acaba provocando conmiseración. Si las palabras fuertes son fuegos de artificio, dosificarlas mal —peor aún, derrocharlas— es gastarse la pólvora en infiernitos. Nunca será lo mismo el ejercicio de la autocensura que la administración de la altisonancia.

3. Santas altisonancias

Un insulto gratuito se parece a una luz de bengala prendida a mediodía, por eso causa lástima que en los foros de los periódicos online prevalezca el insulto sobre el razonamiento. Queda una sensación de desperdicio, aunque no pocas veces se topa uno con materia nutritiva y por eso es que sigue entrebuscando. Y ha sido así como este fin de semana relumbró una breve polémica entre Fernando Escalante Gonzalbo y Luis González de Alba, en el sitio web del periódico La Razón. “Estúpido”, lo llama éste, y añade que lo dicho sí es insulto, “pero te lo mereces”, pues evidentemente lo considera exactamente lo contrario. Más abajo, Escalante Gonzalbo no tarda en aclarar el sentido de lo escrito, que en la primera instancia, sin más contexto, invitaba a la extrañeza y quizás el escándalo. Pero he aquí que la palabra “estúpido” (incluida en el e-mail distribuido por González de Alba) fue suplantada en el foro por varias equis, ya que en el mecanismo digital están vetadas las altisonancias. No tardó así un nuevo comentarista en dar por hecho que donde había las equis debía decir “pendejo”.

Cierto es que muy pocos despliegan la elegancia de estos protagonistas que jamás se despeinan al pelear por un tema y ni con un insulto se faltan al respeto. Es decir que cuando uno se inconforma contra quienes insultan sin ton ni son ni por supuesto la menor reflexión, lo que reprocha no es que sean groseros, ni irrespetuosos, sino estúpidos. El verdadero insulto, finalmente, es aquel que se apoya en argumentos claros e irrebatibles. Por eso indignan tanto esas turbas estúpidas, valga la redundancia, que repiten insultos como letanías a partir de razones jamás establecidas, cuando no falsedades y calumnias evidentes. Si es verdad que la estupidez resulta a largo plazo peor que la maldad, se entenderá por qué, como el demonio, soporta cualquier cosa menos que se la llame por su nombre. No mentarla, por tanto, es como alimentarla, y ya bastante de ella hay en el mundo.

domingo, abril 10, 2011

Duelo (Milenio diario/Opinión 05/04/11)

Escribí el texto que aparece a continuación ya hace un par de años. Lo cito en extenso ahora porque es lo que llevaré bajo mi brazo mañana, miércoles 6 de abril, cuando, esté donde esté, en realidad camine junto con otros en esa marcha de Emergencia Nacional que emprenderemos desde el Palacio de Bellas Artes hasta el Zócalo de la Ciudad de México por nuestros 40, 000 muertos. Lo cito en extenso porque no sé de qué otra manera darle mi pésame ni al poeta Javier Sicilia por la muerte de su hijo, Juan Francisco, ni a los otros padres y madres que también se han visto amputados, como bien lo describiera el poeta, de un hijo. Lo cito porque sí, es cierto, tal como lo escribió Sicilia en la carta abierta que publicó la revista Proceso el domingo pasado, estamos hasta la madre. Y lo cito también porque, sin embargo, seguimos. Y aquí seguimos.

En “Violence, Mourning, Politics”, uno de los ensayos que componen Precarious Life. The Powers of Mourning and Violence, un libro reciente de Judith Butler, la autora explora, con la inteligencia que le conocemos, con la preocupación política y rigor filosófico que le son propios, las funciones del duelo en un mundo atravesado por manifestaciones punzantes y masivas de creciente violencia. El evento que desata la preocupación de Butler no es sólo el “9/11”, como son conocidos los ataques a las Torres Gemelas en Estados Unidos, sino la manipulación política, especialmente la de corte bushiano, que se ha propuesto transformar la rabia y el dolor, es decir, el duelo público e internacional, en una guerra infinita contra un Otro permanentemente deshumanizado. De ahí que Butler inicie este ensayo, y lo termine también, con una reflexión acerca de lo humano que, en estas páginas pero también fuera de ellas, se transforma en una pregunta que por concreta no deja de ser enigmática: ¿qué es lo que hace que ciertas vidas puedan ser lloradas y otras no? La respuesta, desde luego, no es sencilla. Aún más: la respuesta invita, de hecho obliga, a entrecruzar y contraponer, lo que ocurra primero, los elementos más íntimos y, por ende, los más políticos de nuestras vidas.

Para entender la dinámica del duelo, Butler propone primero considerar la central dependencia que vincula el Yo y al Tú. Más que relacionales, un término que, aunque adecuado y usual, parece bastante aséptico en este caso, Butler describe esos vínculos de dependencia, esas relaciones humanas, como relaciones de desposesión, es decir, relaciones que están basadas en un acuerdo más que tácito con el pensador Emmanuel Levinas, “en un ser para otro, en un ser en tanto otro”. De ahí que la vulnerabilidad constituya la más básica y acaso la más radical de las condiciones verdaderamente humanas, y que sea imperioso no sólo reconocer esa vulnerabilidad a cada paso sino también protegerla y, aún más, mantenerla. Perpetuarla. Sólo en la vulnerabilidad, en el reconocimiento de las distintas maneras en que el otro me desposee de mí, invitándome a desconocerme, se puede entender que el Yo nunca fue un principio y ni siquiera una posibilidad. En el inicio estaba el Nosotros, parecería decir Butler, ese nosotros que es la forma más íntima y también la más política de acceder a mi subjetividad.

El duelo, el proceso psicológico y social a través del cual se reconoce pública y privadamente la pérdida del otro, es acaso la instancia más obvia de nuestra vulnerabilidad y, por ende, de nuestra condición humana. Cuando nos dolemos por la muerte del otro aceptamos por principio de cuentas, ya sea consciente o inconscientemente, que la pérdida nos cambiará, acaso para siempre y de formas definitivas. “Tal vez el duelo tenga que ver con aceptar esta transformación”, dice Judith Butler, “(quizá uno debiera decir someterse a esa transformación) cuyos resultados completos son imposibles de conocer con anticipación”. Porque si el Yo y el Tú están vinculados por esas relaciones de desposesión, la pérdida del otro nos “enfrenta a un enigma: algo se esconde en la pérdida, algo se pierde en los descansos mismos de la pérdida”. La pérdida, acaso tanto como el deseo, “contiene la posibilidad de aprehender un modo de desposesión que es fundamental a lo que soy [porque es ahí] que se revela mi desconocimiento de mí, la marca inconsciente de mi socialidad primaria”. Al perder al otro, luego entonces “no sólo sufro por la pérdida, sino que también me torno inescrutable ante mí mismo”. La virtud del duelo consiste, entonces, en posicionar al Yo no como una afirmación y ni siquiera como una posibilidad, sino como una manera de desconocimiento. Un devenir.

Butler mantiene, o quiere creer, que reconocer estas formas básicas de vulnerabilidad y desconocimiento constituye una base, fundamentalmente ética, para repensar una teoría del poder y de la responsabilidad colectiva. Cuando no sólo unas cuantas vidas sean dignas de ser lloradas públicamente, cuando el obituario alcance a los sin nombre y los sin rostro, cuando, como Antígona, seamos capaces de enterrar al Otro, o lo que es lo mismo, de reconocer la vida vivida de ese Otro, aun a pesar y en contra del edicto de Creonte o de cualquier otra autoridad en turno, entonces el duelo público, volviéndonos más vulnerables, nos volverá más humanos. Este tipo de marco teórico, dice ella, podría ayudarnos a no responder de manera violenta al daño que otros nos infligen, limitando, a su vez, las posibilidad, siempre latente, del daño que ocasionamos nosotros.

Mejor conocida por su reveladores argumentos sobre identidades genéricas como condiciones inestables y performativas, Judith Butler explora en este libro la posibilidad de una ética de la no violencia que no es ni new-age ni principista ni rígida. Personal, íntima, apasionada y, al mismo tiempo, rigurosa y austera en sus argumentaciones, Judith Butler ha escrito uno de los libros más compasivos e inteligentes sobre el dolor y la justicia en el mundo contemporáneo.

Y termino ahora como termina Butler uno de sus ensayos, diciendo: “Eres lo que yo gano a través de esta desorientación y esta pérdida. Así es como se hace lo humano, una y otra vez, en tanto aquello que todavía no conocemos”.