sábado, febrero 19, 2011

Las pulgas freeway-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 18/02/11)

Entre lo poco afortunado que me aconteció la semana pasada se cuenta el hecho de no haber tenido que entregar este texto. No hubiera podido. Ironía de la vida y de la muerte, de la escritura y de la amistad, de la psicología y de la literatura: coloreaste (de negro) casi todos mis pensamientos durante jornadas pero, enfrentado a la idea de escribir sobre ti –sobre lo que significaste en mi vida durante años, sobre lo que significas hoy, sobre lo que significarás siempre–, me sentía de plano incapaz.

Se trata, por lo visto (que qué bueno que no vi, que tanto me duele que hayan visto quienes vieron, y que tanto más les duele a ellos), de una sensación compartida por todos los que te quisimos. No la incapacidad para escribir: peor, la incapacidad a secas. No supimos (o no pudimos; creo, eso sí, que todos quisimos) ayudarte. No te dimos motivo suficiente para seguir tocando, o cuando menos para tratar de tocar, que quizás sea lo más a que pueda aspirar uno (y eso los que tienen la música en el alma y en las manos, como tú).

Moriste mal (y sigo enojado contigo por ello) pero he de reconocer que fuiste, en efecto, un bien nacido. Siempre me maravilló que alguien tan responsable –porque lo fuiste desde niño y hasta el penúltimo día– pudiera prodigar tanto placer a tantos y, en el camino, a sí mismo. Y aquí se apilan los recuerdos de las muchas veces que te vi brillar. Hermano siempre mayor de tus hermanos, ya jóvenes (en un festival de música arcano) o, maduros ya –y mejores que nunca–, en una Sala Neza apoteósica, que los canonizaba con su aplauso paroxístico como esos todos los santos del jazz mexicano que fueron (restent encore deux saints, mais désormais ils ne seront plus jamais tous). Encarnado en pez dorado que navega ligero y refulgente por las teclas del piano, solo. Y acompañado cuando la noche era suave y parecíamos dos mosqueteros pero éramos tres (D’Artagnan, desde cabina, era nuestro líder a la sombra) y todos –de Alberto Cruzprieto a Bronco, de Angélica María a Plastilina Mosh– peregrinaban hasta nuestro foro para hacer música –de toda, porque la música fue toda tuya y tuya toda– contigo.

Ahora ya no hay música. Tu Concierto para piano improvisado y orquesta –una genialidad: jamás igual a sí mismo pero siempre idéntico a ti mismo– podrá reproducir su premisa pero ya no más tu espíritu. No más estudios bop ni miniaturas de Paul Klee. Y, lo peor, no más mi amigo a no ser en su legado.

No es poco lo que me dejas. Y no hablo sólo de los 136 tracks en mi iPod o de la pieza que me dedicaste –entrañable ironía: la nombraste “Celebración”– sino a lo que de veras importa: recuerdos preciados; una admonición a valorar lo que tengo; el lance a acercarme más a otros –mi mujer, la tuya, nuestro amigo– para tratar en vano de llenar el vacío que dejas; el ejercicio de una paternidad generosa y cariciosa pero trunca que ahora quisiera yo –en la medida de lo posible, que es poco pero, te lo juro, comprometido– tratar de ejercer por ti.

Los cursis dicen que echaste a andar por el camino blanco. Pero no hay aquí sacbé sino apenas Las Pulgas Freeway. Áureo pez que fuiste, te percataste de que esto no es el mar y te arrojaste de la autopista para caer al agua. Y nos dejaste a los demás, pobres y grises pulgas, avanzando rapidísimo hacia ninguna parte, corriendo hasta toparnos con el despeñadero que hay al fin del camino, hasta unirnos –no sé si decir “otra vez” o “ahora sí”– a ti.

jueves, febrero 17, 2011

"Un poema, uno"-(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 16/02/11)

En ciertos momentos de la vida, las palabras parecen acabarse y la cabeza no da para mucho.

Estos días tan aciagos son unos de esos.


Los entornos han cambiado, signo de evolución o involución, sólo el tiempo lo dirá.


Como bien dijo Mercedes Sosa en algunas de sus canciones: “Cambia, todo cambia. Que yo cambie no es extraño”.


Alguna vez, Juan Gerardo Sampedro me dijo que un columnista no debe abandonar a sus lectores, al no ser que las circunstancias sean graves y no lo permitan. No es el caso.


Pero ante la falta de ideas y tiempo para concluir lecturas; comparto con ustedes un poema esplendoroso de Juan Eduardo Cirlot, pertenece a su poemario “44 sonetos de amor”, publicado en 1971 y recientemente reunido en la última antología poética “Del no mundo” del mismo autor, bajo el sello de Siruela:


Ya sólo puedo ser lo que tú quieras:

piedra, fragmento inútil, desconsuelo,

obstinación azul de lo lejano,

aletazo del ave que se aleja.


Ya sólo puedo ser lo que tú me dejes

ser ante tus estatuas invisibles:

roca llena de signos, sufrimiento,

fíbula de cristal, reflejo, brasa.


Cuando murió la luz de las esvásticas

el hierro de mi día se quebró

y mis guantes de fuego se murieron.


Si sigo ante la puerta de tu ser,

princesa, rosa, diosa, lo que fueres

es que espero de ti que me condenes.

***

Espero que les guste esta pequeña ofrenda, como símbolo de amistad. Nos leemos la próxima semana.

miércoles, febrero 16, 2011

El misterio de una dedicatoria-Javier Aranda Luna (La Jornada/Opinión 16/02/11)

Gracias al escritor Gabriel García Márquez sabemos que los hombres tenemos en realidad tres vidas: la vida pública, la vida privada y la vida secreta.

El 21 de marzo de 1956 García Márquez esperaba en el café Mabillon, de París, a un viejo periodista portugués corresponsal de O Globo que era amigo suyo: Joaquín Novais.

Visto a más de medio siglo ese fue un año de creciente efervescencia: Erich Fromm publicó entonces un librito que se convertiría en un clásico de la sicología,El arte de amar, y un grupo de jóvenes encabezados por Fidel Castro y ErnestoChe Guevara zarpaban de Tuxpan, Veracruz, rumbo a Santiago de Cuba junto con 82 hombres a bordo de la embarcación Granma. Gabo era entonces corresponsal de El Espectadoren París y no había llegado a los 30 años. Había publicado su primera novela, La hojarasca, y no se imaginaba vivir de la literatura.

Ese día de inicio de la primavera conoció a Tachia Quintana en el café Mabillon, una actriz vasca que había dejado el teatro y su país para declamar versos en la capital francesa, la tierra prometida de no pocos escritores latinoamericanos de la mitad del siglo XX.

Con el paso de los días, Tachia se convirtió en la novia vasca del delgadísimo Gabriel García Márquez. Él vivía entonces en el hotel Flandres (hoy Hotel des Trois Colleges) en una habitación minúscula con techo de vigas de madera donde apenas cabía una cama y una pequeña mesa.

En esa habitación y en medio de la pobreza más extrema García Márquez revisó su novela La mala hora y escribióEl coronel no tiene quien le escriba, libro que terminó en enero de 1957 y en el que cuenta la historia triste de un general sumido en la miseria al que sólo lo sostiene la esperanza.

Desde la ventana de ese cuarto del antiguo Flandres un día se enteró por los gritos del poeta Nicolás Guillén, quien vivía enfrente, que el dictador Fulgencio Batista había caído.

Según la periodista Patricia Lara Salive, en esa buhardilla hoy existe un pequeño busto del escritor colombiano y una placa en la que se informa que allí escribió El coronel...

Si nos atenemos a sus memorias, podemos suponer que la vida secreta de García Márquez se entreteje con las líneas de sus libros. El tema de ese coronel y el del escritor de esos años es muy parecida: la espera que se prolonga para recibir, uno su pensión y el otro el pago de sus servicios como corresponsal que se habían suspendido.

Gracias a sus memorias y a los textos periodísticos de Gabo, no es difícil encontrar en sus cuentos y novelas el pulso vital de sus días, su vida secreta, las líneas de su mano.

Si uno escribe hoy el nombre de Gabriel García Márquez en el buscador Google obtiene en apenas una décima de segundo 2 millones 310 mil referencias en Internet. Nada mal para un novelista que sólo escribe, según dice, para que sus amigos lo quieran y que logró convertirse con Cien años de soledad en el autor clásico del que tenemos el privilegio de ser contemporáneos.

No exagero, más de 30 milllones de libros vendidos de Cien años de soledadconfirman lo dicho y lo que vislumbró con tino Pablo Neruda, quien consideró a esa novela la mayor revelación en lengua española desde el Quijote de Cervantes. Si a un libro lo leen en promedio cuatro personas, ¿de cuántos millones de lectores de los libros de García Márquez podemos hablar?

Parece que la desmesura ha sido una constante en las tres vidas de García Márquez, la secreta, la privada y la pública. En los mundos que pueblan sus cuentos, reportajes y novelas o en los 8 mil ejemplares que vendió en una semana la novela Cien años de soledad en el remoto 1967 sin publicidad alguna y que se ha convertido en uno de los 35 libros más vendidos de todos los tiempos.

¿Qué hilos tocó con esa novela para hacerse casi de manera automática de un lector sueco de 15 años, de un anciana japonesa, de una mujer madura irlandesa, de un médico uruguayo, de un ingeniero mexicano o de un ama de casa rusa? ¿Tiene que ver eso con lo que llaman el genio de la lengua, el misterio de la escritura?

Si hacemos caso de su libro de memorias Vivir para contarla, buena parte de la vida secreta de este escritor se encuentra cifrada en Cien años de soledad. Los signos vitales de su escritura, sus rasgos de identidad que se formaron durante los primeros ocho años de vida del novelista están en esa crónica del pueblo de Macondo, donde la desmesura es el santo y seña de las cosas, donde la realidad y los sueños se entrecruzan, donde la única claridad es la del misterio que sostiene al mundo.

La vida privada de García Márquez es territorio de sus íntimos, los que han jugado tenis con él o lo han visto enfundado en su mono de obrero llevando puestos zapatos sin calcetines… Su vida secreta es la más pública. Si quiere confirmarlo lea la dedicatoria de la edición francesa de El amor en los tiempos del cólera. La novela en francés está dedicada a Tachia, su antigua novia vasca por sugerencia de Mercedes, su esposa a quien el propio Garcia Márquez, día con día no acaba de conocer. Es como una cebolla, escribió hace tiempo: cuando creía haberla conocido por completo siempre ha encontrado otra película, otra capa, que ni siquiera imaginaba.

Alcohol: 1 - Realidad: 1 (Diario Milenio/Opinión 15/02/11)

A continuación algunas escenas mínimas de cuatro partidos históricos entre los equipos más fuertes de la liguilla


I. REALIDAD: 0 / ALCOHOL: 1

Tal vez pocos últimos párrafos han ocasionado tanta inquietud entre historiadores como la frase con la que Charles Gibson decidió dar fin a su monumental estudio The Aztecs Under Spanish Rule. Decía ahí que “si hemos de creer a nuestras fuentes, pocas personas en la historia de la humanidad han sido más propensas a la borrachera que los indios de las colonias españolas”. Explorando esta premisa, William Tay-lor escribió años después uno de los estudios fundamentales en la historia social del México colonial, Drinking, Homicide, and Rebellion, en el cual no sólo describe con característico rigor los cambios y las continuidades en las costumbres etílicas de la Nueva España, sino que también relaciona la ingestión de alcohol con actos de resistencia contra la imposición colonial o con actos de estratégica apropiación del discurso legalista de la colonia. De acuerdo a las leyes de la época, por ejemplo, el alcohol era considerado un atenuante en juicios penales, de ahí que muchos nativos adujeran que al cometer tal o cual delito se encontraban bajo el efecto del alcohol, recibiendo, por lo tanto, condenas menos estrictas y ganándose, de paso, una fama bastante incómoda o rutilante, según el punto de vista. Que esta visión benigna del alcohol se conservara más o menos viva a lo largo del tumultuoso siglo XIX no deja de llamar la atención, como tampoco deja de hacerlo el hecho de que, con la instauración del régimen porfiriano, el alcohol y la masculinidad quedaran unidos en una especie de espejo empañado.

II. REALIDAD: 1/ ALCOHOL: 0

Así como la sexualidad se convirtió en el terreno propicio para vigilar, controlar y, de ser posible, castigar las actividades de las mujeres porfirianas —de ahí la fenomenal preponderancia, por ejemplo, de la figura de la prostituta que Federico Gamboa volviera leyenda en su novela Santa— el alcohol fue el foro que los expertos de la época utilizaron con mayor frecuencia para identificar, categorizar y, eventualmente, sancionar ciertas conductas masculinas que, para aquellos en el poder, constituían cruentas amenazas contra el orden y, por lo tanto, contra el progreso y, por lo tanto (y vaya que nuestras autoridades son y han sido exageradas a lo largo de su historia), contra el bienestar de la nación. Si bien es cierto, luego entonces, que la ingestión de alcohol fue, tanto simbólica como materialmente, cosa de hombres, conforme los magos del progreso propugnaron por una modernidad disciplinada y productiva, esos hombres fueron descritos con mayor frecuencia con adjetivos menos y menos halagüeños: desclasados, antimodernos, carentes de voluntad, inútiles o, francamente, malos. Para muestra basta un botón: un gran porcentaje de los asilados del Manicomio la Castañeda —institución de salud mental que Porfirio Díaz inaugurara el mismo día en que se dieron inicio las festividades por el centenario de la independencia de México— llegaban ahí, en primera instancia, debido a su manera de beber. Y ahí permanecían, la mayoría de las veces en calidad de libres e indigentes, en el pabellón designado exclusivamente para alcohólicos. La Castañeda, que abrió sus puertas en 1910, continuó prestando sus servicios a lo largo del período post-revolucionario. Durante ese tiempo, los psiquiatras, enfermeros y comisarios que ahí trabajaron continuaron anotando escuetas notas descriptivas alrededor de una de las figuras más comunes y más vitupereadas de sus pabellones: los alcohólicos. Esta inquietante continuidad en la visión punitiva del alcohol resulta doblemente llamativa porque se da en el contexto de discontinuidad marcada, según la más rancia historiografía mexicana, por el parteaguas revolucionario. Tal vez la novela que mejor capturó tanto el sospechoso paralelismo entre la visión porfiriana y la revolucionaria de la embriaguez, así como también la ausencia de radical discontinuidad entre el porfiriato y los albores revolucionarios haya sido La vida inútil de Pito Pérez, la novela que José Rubén Romero publicó, he aquí el meollo del asunto, en 1938.

III. REALIDAD: 0 / ALCOHOL: 0

Quizá no haya ebrias más conocidas en la historia de México que la pareja formada por La Guayaba y La Tostada, el legendario par de borrachitas sucias y de mediana edad que provocaba mucha hilaridad y cierta desconcertada ternura en Nosotros los Pobres (1947) y Ustedes los Ricos (1948). Piezas clave del vecindario, dueñas de una sabiduría poco halagüeña y representantes de quién sabe qué silenciada, y por demás sospechosa, versión de la amistad femenina, La Guayaba (Amelia Wilhelmy) y La Tostada (Delia Magaña) fueron tratadas con una suavidad que casi parecía tolerancia o aceptación tanto por sus vecinos barriobajeros como por Ismael Rodríguez, el director de ambas películas. Algo similar ocurre con aquella Borrachita del inolvidable Tata Nacho que se va “hasta la capital pa servirle al patrón que la mandó llamar anteayer” —una mujer que bebe, ciertamente, pero debido a la pena, razón por la que no recibe la desaprobación pública o no, al menos, abiertamente—. Y si algo ha recibido Chavela Vargas, otra de nuestras grandes ebrias, ha sido el aplauso y la admiración de un público para quien su voz rasposa y viril no es nada más asunto de cuerdas vocales. Estas imágenes benignas de las alcohólicas se complementan con un silencio más bien estratégico de la ebriedad femenina en el discurso médico de la primera modernidad mexicana. Si bien los médicos de la post-revolución, justo como los porfirianos, pusieron desmedida atención sobre el cuerpo de la mujer, especialmente sobre su sexualidad, poco o casi nada tuvieron que decir sobre su conducta etílica. En los expedientes de la Castañeda, los médicos a cargo de diagnosticar las diferentes conductas anormales de las mujeres no tenían por costumbre detenerse demasiado en información concerniente a la ingerencia de bebidas alcohólicas, incluyéndolas en los cuestionarios sólo si las pacientes mismas los traían al caso. Esta ceguera médica condujo a una ausencia de asociación entre la ebriedad y la enfermedad mental que, en el caso de las mujeres, también produjo su invisibilidad como alcohólicas —de ahí la tolerancia y, acaso, simpatía con que las borrachitas aparecen de cuando en cuando en películas populares o comedias de moda.

IV. REALIDAD: 0 / ALCOHOL: 856, 795

Cada que el ídolo de ídolos (dícese de Pedro Infante, por supuesto) tomaba la botella de tequila y entonaba la canción favorita del respetable el alcohol ganaba, y sigue ganando, el partido. Por goliza, claro está. Por goliza.

martes, febrero 15, 2011

La prueba del Valentine (Diario Milenio/Opinión 14/02/11)

¿Es el amor aquel sentimiento profundo y borrascoso que nunca llega vivo al 15 de febrero?

1. Tengo examen de amor y no sé nada

Habemos quienes nunca hemos logrado acomodarnos en un 14 de febrero. Ya fuera porque un día no teníamos con quién celebrarlo, y desde esa congoja nos parecía un día más ridículo aún, o porque había con quién, y entonces sí teníamos que celebrarlo. Un día de extorsión sentimental donde los otros son siempre los ridículos, ya sea porque quieren y no pueden o porque pueden y por tanto deben. Si años antes la fecha ameritaba rosas o chocolates y alguna cena o brindis informal, hoy compite en rigores y protocolos con Navidad y el Día de las Madres. Pues si en aquellas fechas se espera la presencia formal de los consanguíneos y un regalo que ayude a recordarlos con cariño, San Valentín exige la puesta en escena de un ritual escrupuloso, donde cena y regalos son apenas dos de los ingredientes involucrados.

¿Cena dónde, por cierto? Porque un San Valentín no se resuelve cenando en casa con la familia entera, sino en la intimidad de otra multitud, ocupada asimismo en cumplir el ritual de la única fiesta del calendario que somete a un examen a quienes la celebran. Si entre padres y hermanos el cariño suele darse por hecho, entre parejas vive en entredicho. Un día de San Valentín puede ser la ocasión ideal para darle al afecto sustento o dinamita, basta con que lo conmemore uno en grande... o por casualidad se le olvide. Ahora bien, esto último no hay forma verosímil de lograrlo, si hace varias semanas que el día de los novios consume millonadas en publicidad que va a alcanzarnos de cualquier manera. Y ya se sabe que en el reino del amor, el olvido se cuenta entre los agravantes inexcusables. Curiosamente respaldados por Freud, que tampoco disculpa la desmemoria, los despechados de San Valentín no se preguntan cómo nos olvidamos, sino cómo pudimosolvidarnos. Suponen que uno puja para olvidar las cosas, cuando lo cierto es que pasa al revés: se olvida para no seguir pujando.

2. Sin derecho a extraordinario

El de la puja es un tema vibrante, pues si ahora resulta que la gran mayoría de los novios sale cada 14 de febrero a festejar su idilio oficialmente, es lógico que todos quieran hacerlo de algún modo especial e irrepetible, y en tanto eso cada pareja pretenda a su manera ponerse a salvo de la ordinariez. El examen de amor incluye, por lo tanto, una lista de expectativas fijas entre las que se cuentan ciertas galanterías elementales, como ocuparse de reservar con anticipación en cierto restaurante y amarchantarse a tiempo en la florería o chocolatería. ¿O alguien por ahí quiere, en fecha tan crucial, colgarse el sambenito de improvisado? Lejos de esas angustias, aunque no lo bastante para no recordar un par de días de éstos como los de un horrendo juicio sumario donde se me exigía probar la existencia objetiva de un espíritu, me pregunto cómo es que una idea tan ordinaria como la de colgar un día oficial en las espaldas de los enamorados puede aspirar a volverse especial. Vamos, si a estas alturas la palabra especial ya compite con gratis en ordinariez.

El día de los novios se parece de pronto a esa sordomuda que se cuela en mitad de una pareja para darle una rosa a la mujer y estirar la manita ante su acompañante. Aun sin poder hablar, la vendedora ha puesto a su cliente potencial en un predicamento. Si no le compra, no ama. O tal vez sea tacaño, o mala persona, en todo caso un bicho poco recomendable al que la señorita no debería tomar en serio. Por otra parte, si uno cede al chantaje, hará bien en temer que su acompañante le juzgue un alfeñique sin carácter ni iniciativa romántica. No menos complicado tiene que ser pasar con altas calificaciones la gran prueba de amor de San Valentín, si ya desde los días precedentes hay gentíos recorriendo almacenes desesperadamente, pues desde la elección del regalito se asoma la intención del aplicante y ello debe valerle varios puntos de más o de menos, según la proporción entre sapo y pedrada.

3. Título de insuficiencia

Es posible que el detalle más chusco de San Valentín esté en su calidad involuntaria de santo patrón de la industria hotelera. ¿Cómo dar crédito a esos reportajes de temporada donde se habla de filas de aspirantes a amantes aguardando a las puertas del motel, con tal de no quedarse sin pasar lista entre los bien servidos de un día potencialmente ominoso? ¿Y cómo diablos nadie va a servirse bien, cuando es en ese día que el motelero aplica el coitímetro? Como todas las pruebas, la de San Valentín se hace reloj en mano, durante los minutos que abarque la tarifa. ¿Quién dijo que en el día de los enamorados se trata de facilitar el ritual del amor? No, señoras y señores, la idea es convertirlo en jornada tortuosa; donde un pequeño error de protocolo bien pueda equivaler a abofetear a una florista sordomuda sólo porque insistía en venderte una rosa. ¿No es, pues, el desamor un crimen comparable, a los ojos del malamado radical?

No dudo que esta suerte de incomodidad, de repente vecina del repelús, en un día tan pleno de cariño anunciado y esperado, refleje algún complejo que ojalá sea del todo insuperable, pues insisto en pensar que febrero 14 tiene que ser la fecha menos romántica del calendario entero. Por más que hagan méritos, y aún si han reservado por 24 horas una suite presidencial y agobian al room service con más y más Beluga y Dom Perignon, los aplicantes no han salido del examen oficial y hasta corren el riesgo de sacarse un 10 (qué asco, el amor con mención honorífica), sin haber hecho nada más especial que probar lo improbable, en un día imposible que sin embargo no es indiferente. Ignoro si al final de San Valentín son más quienes suspiran por amor que por alivio, pero una vez que estado en ambas situaciones prefiero dar por hecho que así como el amor acostumbra pasarse por el arco del triunfo el calendario, difícilmente puede escapar a los rituales de su propia burocracia, y eventualmente sobrevive a ellos. Por si las moscas, happy Valentine.