jueves, enero 13, 2011

Lo leído en el año 2010

Esta es la lista completa de los libros leídos a lo largo de 2010, entre los destinados para reseñas de mi columna y de la revista Uni-diversidad, así como los leídos por cuenta propia:

1. “Hidalgo. Entre la virtud y el vicio” de Eugenio Aguirre (Novela).

2. “La culpa de México. La invención de un país entre dos guerras” de Pedro Ángel Palou (Ensayo).

3. “El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas” de Haruki Murakami (Novela).

4. “A pie” de Luigi Amara (Poesía).

5. “Los anacrónicos y otros cuentos” de Ignacio Padilla (Cuento).

6. “En la llama. Poesía de 1943-1959” de Juan Eduardo Cirlot (Poesía).

7. “El Estado laico y sus malquerientes” de Carlos Monsiváis (Ensayo).

8. “Una autobiografía soterrada” de Sergio Pitol (Memorias/Ensayo).

9. “Luz de luciérnagas” de Edson Lechuga (Novela).

10. “Tongolele y el ombligo de la luna” de Guillermo Samperio (Novela).

11. “Una noche de perros” de Hugh Laurie (Novela).

12. “Historias desconocidas de la Independencia y la Revolución” de Trino (Historieta).

13. “Por cielo, mar y tierra” de Ximena Sánchez Echenique (Novela).

14. “La Castañeda” de Cristina Rivera Garza (Ensayo).

15. “Papeles falsos” de Valeria Luiselli (Ensayo).

16. “El arte de perdurar” de Hugo Hiriart (Ensayo).

17. “La Insurgenta” de Carlos Pascual (Novela).

18. “La vida es un balón redondo” de Vladimir Dimitrijević (Ensayo).

19. “Arte y olvido del terremoto” de Ignacio Padilla (Ensayo).

20. “La isla de las tribus perdidas” de Ignacio Padilla (Ensayo).

21. “Olvidar el futuro” de Agustín Ramos (Novela).

El año 2010 lo terminé e inicie el 2011 leyendo la más reciente novela de Xavier Velasco: “Puedo explicarlo todo”.

martes, enero 11, 2011

El estado sin entrañas/ y II (Diario Milenio/Opinión 11/01/11)

No cabe duda de que los herederos reales, o en todo caso más literales, del priisimo del siglo XX han sido los cárteles del narcotráfico. Usurpando el lenguaje popular de la protesta (desde la manta sesentera hasta su debatible identificación con las capas más desprotegidas de la sociedad) y estableciendo relaciones de clientelismo con ciertas comunidades muy bien elegidas (el intercambio de ciertas mejorías urbanas por apoyo social, por ejemplo), esos empresarios exitosos del mundo globalizado participan de una interpretación del capitalismo como capitalismo descarnado. Si al Estado qué, a ellos menos. Y aquí, justo en esto, el Estado neoliberal y el narco están más que de acuerdo. Si hay que elegir entre la ganancia y el cuerpo, la decisión final será siempre por la ganancia. Confirmando las tesis que Vivine Forrester esgrime en El horror económico, tanto al narco como al Estado neoliberal les queda claro que el trabajo, y el cuerpo humano que llevaba a cabo ese trabajo en el sentido más amplio del término, en el sentido del trabajo como proceso de transformación del mundo y subjetivación de la realidad, ya no es esencial ni para el funcionamiento del capitalismo ni para la sobrevivencia del planeta. Si a ti qué, que se sigan despedazando entre ellos. Los cuerpos.

Releo los oficios que la señorita firmante le envió desde distintos hospitales públicos al gobernador de una zona remota del Estado mexicano allá, hacia mediados de otro siglo. Releo la manera en que la mujer enumera sus dolencias, mostrando sin pudores ficticios y con mucho cuidado el nombre de los órganos de su cuerpo. Los pulmones. Los dientes. Los huesos. Releo la forma en que renuncia a convertirse en cenizas y vuelvo a detenerme, sorprendida. Sólo alguien que vive en un mundo donde el cuerpo ha sido finalmente desbancado por la ganancia podría suspirar de esta manera frente a los nombres internos de un cuerpo. Solamente alguien que ha visto ya demasiadas entrañas sobre las calles—cabezas, dedos, orejas, sangre—podría leer este oficio del dominio público como una carta de amor entre el Estado y la ciudadana. Sólo alguien que ha iniciado la segunda década del siglo XXI con la imagen casi consuetudinaria de un cuerpo colgando, cual péndulo, de un puente peatonal, podría pensar que estos documentos son, en realidad, constancia de una cosa entrañable.

No me conmina la nostalgia, aclaro. No escribo yo ahora alrededor de unos cuantos oficios que inmiscuyen a las entrañas y el contraste escandaloso con la realidad evidente de un estado sin entrañas para invocar un regreso a un mítico pasado donde las cosas se imaginan como mejores o menos crueles. ¡Antes por lo menos no veíamos las cabezas rodando por los suelos! ¡Antes los fotógrafos guardaban las imágenes de los ahorcados para la nota roja y a nadie se le ocurría ponerlas en sociales! Estoy al tanto, cual debe, de que las relaciones, que he optado por denominar como entrañables, que el Estado mexicano estableció justo a inicios de la etapa posrevolucionaria pronto dieron pie a formas de cooptación y subordinación social que en mucho sirvieron para pavimentar el terreno de donde surgiría el Estado neoliberal, ese que ya no tomó “de su parte” el cuidado del cuerpo y, por ende, de la comunidad. Estoy al tanto. Lo que sí quiero escribir hoy, muy a inicios del 2011, justo cuando “una adolescente de 14 años de edad fue encontrada en matorrales del municipio de Zitlala”, según reporta El Universal, o cuando @menosdias, el contador de muertes, reporta en un twit: “Coyuca de Catalán Guerrero 31 de dic 4 hombres murieron durante los últimos minutos de la noche mientras acudían a una fiesta en las canchas”, o cuando se habla en los diarios con desenfado de las más de 30 mil muertes que nos ha costado la así llamada guerra contra el narcotráfico, es que mucho me temo que ningún cambio de gobierno, ninguna reforma en el sistema de justicia, logrará transformar el espectáculo del cuerpo desentrañado hasta que el Estado, que somos una relación encarnada, es decir, una relación viva entre cuerpos, no esté dispuesto a aceptar la responsabilidad que le viene desde el contrato que se estableció a través de la Constitución de 1917. Ante el cínico y criminal “¿Y a mí qué?” de los gobiernos neoliberales, habrá que responderle con las voces de los dolientes de nuestros tiempos: a ti, sobre todo, sí, ciertamente, pero a todos por igual. Los cuerpos son cosa de nuestro cuidado. Las entrañas son materia de nuestra responsabilidad. Los muertos son míos y son tuyos. La responsabilidad del representante del poder ejecutivo es, en efecto, ejecutar, pero ejecutar viene del latín exsecutus, part. pas. de exsequi, que quiere decir consumar, cumplir. Ejecutar no quiere decir matar.

Yo no sé si, en efecto, el cuerpo de la señorita que le escribía oficios al g obernador del territorio norte de la República mexicana fue sepultado o, contra su voluntad, se redujo a cenizas. Lo que me sigue sorprendiendo, y esto en tanto ciudadana de un Estado sin entrañas, es esa correspondencia tan larga entre la paciente-ciudadana y las instancias gubernamentales que, queriéndolo o no, creyendo que era su deber o no, atendieron las peticiones y los reclamos. Esas respuestas que declaraban, a su modo, “a mí sí”. Todo por un cuerpo. Todo por la relación todavía existente, aunque admitidamente imperfecta, entre el cuerpo y el Estado. Todo por las entrañas. Es el olvido del cuerpo, tanto en términos políticos como personales, lo que le abre la puerta a la violencia. Son los ex-humanos los que la atravesarán.

lunes, enero 10, 2011

En memoria de Alicia (Diario Milenio/Opinión 10/01/11)

Ali querida,

Hace años que he querido escribirte esta carta, y es en el peor momento que lo consigo. Hay quien cree que se escribe mejor en la desdicha y ya sólo por eso me dan ganas de escribir esta carta con mala ortografía y peor sintaxis, pero no lo hago porque es para ti, y justo fuiste tú quien me enseñó a esquivar semejantes horrores. No he olvidado el verano que me pasé copiando noticias del periódico —dos planas del cuaderno cada día— y repitiendo luego veinte veces cada una de mis metidas de pata, mientras refunfuñaba porque eran vacaciones y qué tenía de malo que entrara a secundaria escribiendo cajón con g (te ganaba la risa al regañarme cuando lo decía: ¡No seas pelado, Xavier!). Pero ya me adelanto y esta historia comienza más temprano; déjame que reagrupe los recuerdos e intente comenzar por el principio.

Tenías los ojos de un azul profundo. Cuando algo reclamaba tu entusiasmo, era como si adentro centelleara una constelación de soles microscópicos y juntos proyectaran un mediodía chispeante y cristalino capaz de intimidar al más plantado, que es quien al cabo resultó mi padre. Pero voy más atrás, puede que hasta esa foto donde las luces altas entre tus pestañas imponían su ley sobre el sepia reinante y me dejaban verte conquistando ya al mundo desde aquel vestidito con que ibas al colegio de la mano de tu hermano Alfredo. Chícharita, te llamaban el Güero, mi abuela y tu primo Joachi, entre otros, según esto por el resplandor de tus ojos, aunque ahora me pregunto y ya no lo sabré quién de ellos fue el daltónico que conoció los chícharos azules. Era el Güero quien te sacaba con todo y primo del colegio para llevarte de pinta contra tu voluntad, según me asegurabas, y yo voy a morirme sin saber los mejores detalles de aquellas escapadas que tuvieron que ser divertidísimas. ¿O no es cierto, Ali, que a mi abuela le fue más que bastante con verlos bien tostados por el sol para inferir que habían pintado venado? ¿Recuerdas que más tarde, mientras mi abuela los curtía a nalgadas y cuerazos, el Güero le rogaba que le surtiera a él los mandarriazos que te tocaban?

Siempre fuiste inocente, aunque no ingenua. Necesité pulir por años mis mentiras para lograr que te creyeras una, si bien ahora sospecho que en buena parte de ellas te hiciste guaje con tal de no tener que meterte a la fuerza en tu papel de madre y estropear el grandioso momento de llevarme al parque, al cine, a dónde yo quisiera porque tu tiempo siempre lo tuve todo. Nunca existió un hermano que me lo disputara, ni tú mimaste más entretención que dedicarte a mí con fanatismo, y de pronto cumplirme caprichos que tardabas poco tiempo en hacer tuyos. ¿Quién, que no hubiera tenido esos ojazos y ese porte inapelable, habría convencido a mi papá —que como tú era un protector nato— de regalarme no una, sino dos motos? “Ya sabes cómo es”, le argumentaste, “mejor que se haga experto con la suya, a que vaya y se mate en una prestada”.

Perdona, Ali, otra vez me adelanto. Yo quería contar de tu largo noviazgo con mi papá, con esos pleitos épicos que a él lo traían pateando botes por las banquetas y a ti te hacían romper cristales con la mano. Porque eras dura y fuerte cuando había que serlo, y tenías el carácter lo bastante en su sitio para pelear a capa y espada por cuanto era tuyo. Esto es, mi padre y yo: el horizonte de tu corazón. No sé cuántos perritos de porcelana, cajas de chocolates y docenas de flores le habrá costado a él arrebatarte del hogar materno donde eras la princesa cuya madre le servía en la cama el desayuno cada fin de semana (somos, me temo ya, una estirpe de grandes consentidores), pero de sólo verlos bailar estelarmente en medio de sus amigos (les hacían una rueda, gritaban, aplaudían) podía uno asomarse a la pasión añeja que se agitaba atrás. Aunque no tan atrás porque tú nunca fuiste de las que se guardaban los sentimientos, y menos todavía de las que obedecían o agachaban la testa. Nada me reconforta más, cuando debo enfrentar un sujeto al que juzgo mandón e impertinente, que robarte a la letra las palabras a las que recurrías siempre que defendías tu independencia:¡No ha nacido quien me mande, fíjate! Pero al cabo sabías ser tan diplomática que nunca nadie supo, fuera de nuestra casa, cuán gordo te caía que te llamaran Licha.

No he llegado a nosotros todavía y ya el papel comienza a terminársenos. ¿Debería tratar de comenzar por aquellas doce horas tempestuosas, entre la medianoche y el mediodía, tras las cuales salí de ti a este mundo con tres y medio kilos de azoro y desconcierto vacíos de palabras y sin más experiencia que los gritos y lágrimas tuyos y míos? ¿Por aquel cuento del perro y las pulgas con el que cada noche conseguías sacarme las carcajadas, cada vez que una le decía a la otra “mira, ahí va nuestro camión”? ¿Por esas tardes en San Angel Inn, cuando íbamos a pie hasta el río seco sólo para decir hola al changuito que solía balancearse sobre su columpio, sobre la barda de una casa lejana? ¿Debería acaso sacar jugo al papel que nos queda para poner el énfasis en los años difíciles, cuando cargaste sola con el peso y las aflicciones de nosotros tres y con tus puras fuerzas nos sacaste del hoyo? ¿Y si nos acordáramos de ti, cuando joven campeona de más de un concurso de aficionados, cantándonos durante horas de viaje en carretera? ¿O cuando tú y yo fuimos a ver a Frank Sinatra y llegaste a la cama tan emocionada que no dormiste en toda la noche? ¿O de esos lunes en que me reclamabas porque habías leído mi columna y te topaste con varias peladeces? ¿Alguna vez te dije, a todo esto, lo bien que se sentía que al salir del colegio viniera por mí una señora así de guapa y bien plantada? ¿Sabías que tus ojos jamás envejecieron?

Ahora sí, Ali, se termina el papel. Como decías tú, me parte el alma, pero si he decidido escribirte esta carta justo aquí es porque cada lunes aquí nos encontrábamos, y ahora que ya no estás necesito acudir a nuestra cita. Perdonando el abuso, te abrazo con todo mi corazón. Hasta pronto, mi amor.

domingo, enero 09, 2011

La muerte les sienta muy bien-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 08/01/11)

He escrito y publicado crónicas, ensayos, perfiles, reportajes, y cuentos. He pergeñado una obra de teatro que ha visto ya la luz de las candilejas y espero vea un día la del mundo editorial. Y proyecto dedicar mi trabajo de escritura de los próximos años a completar una segunda obra de teatro, un libro de narrativa —ni novela ni cuento sino todo lo contrario (y todo al mismo tiempo)— y, en colaboración ya actuante, un primer guión de cine. Me gusta haber escrito todo lo que he escrito y me gusta la posibilidad de escribir todo lo que todavía quiero escribir. Y, aunque mi talento para ello es nulo —y bien está que tenga conciencia de ello—, me habría gustado escribir poesía. Me gustan, pues, los distintos géneros literarios y periodísticos. Y si bien tengo preferencia por algunos sobre otros, me siento afortunado de haber podido cultivar en los últimos veinte años muchos de ellos.

Supongamos ahora que fuera yo, infausto Fausto, objeto de un pacto siniestro o de un encantamiento malhadado que me obligara a renunciar en lo sucesivo a todos mis proyectos de escritura y me redujera a cultivar, por el resto de mis días productivos, un solo género. No más ensayos ni crónicas, no más guiones ni obras, no más reportajes ni cuentos. ¿Entonces? Entonces me quedaría con el que acaso sea el más vilipendiado de todos —el que rara vez quiere asumir alguien en las redacciones de los periódicos y por tanto suele ser encomendado (corrijo: endilgado) a los más jóvenes— pero que a mí me atrae particularmente, ya sólo porque me parece uno de los únicos dos (el otro, claro, es la novela) que permite hacerse la fantasía delirante de rozar, por una vez, la esencia de un ser humano. Ese género, vestido siempre de luto y rodeado por un halo necesariamente funesto, es la necrología.

Como a cualquiera habitado por una mínima decencia, no me gusta que se muera la gente. No aquella a la que quiero, tampoco aquella a la que admiro sin conocer más que su obra. He de reconocer también que el momento en que creo tener una idea más o menos precisa de quién fue un determinado ser humano no se produce sino hasta después de su muerte, ya sólo porque, por fuerza, no es sino hasta entonces que se completa el trazo del particularísimo y único arabesco que es toda vida. La de un vivo es una historia abierta, sin final, sin resolución: vivo, un héroe puede mutar en villano, un genio en imbécil, un ser de excepción en uno de tantos (y, claro, viceversa). Pero, muerta, una persona es ya lo que fue llamada a ser, y por tanto es posible trazar su retrato si no con todos sus rasgos (nadie, acaso ni siquiera ella misma, podría conocerlos jamás en su totalidad), sí con todos los que están disponibles en términos informativos (tal es la magra materia con que trabaja el redactor de obituarios). Me habría gustado escribir hoy sobre Héctor Mendoza, y agradecerle habernos salvado al teatro mexicano del realismo, la solemnidad y la afectación. O sobre Bobby Farrell, personaje fascinante, famoso en tanto líder aparente de un grupo musical para el que nunca compuso una canción, nunca tocó un instrumento y rara vez cantó. Pero este espacio no es sobre los muertos sino sobre los medios y, así, lo más que puedo es escribir sobre necrologías, y esperar que cada uno de ellos sea objeto de cuando menos una cuyo autor se proponga —empresa vana pero encomiable— comprender quién fue.

Listas de escritores-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión 08/01/11)

En el relato “Carcel de árboles”, el escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa cuenta la historia de un personaje que ha perdido la memoria y la capacidad de razonar porque le ha sido arrebatada el habla. Está prisionero sin razones claras, encadenado a un árbol, igual que otros cientos de colegas.

Un día, el prisionero encuentra un cuaderno y un lápiz. Aunque no puede hablar, descubre que conserva las facultades de escribir y leer lo que ha escrito. Cada mañana se despierta habiendo olvidado lo que anotó los días anteriores, pero todos los días lo recupera y avanza un paso más en la reconstrucción de un yo demolido.

Como suele suceder con los cuentos de Rey Rosa, en “Cárcel de árboles” el lector nunca tiene claro si lo que está leyendo es una historia moral o no. El relato podría ser leído como una dolorosa meditación sobre la destrucción del lenguaje bajo las dictaduras, pero también podría no tratarse de nada más que de lo que se trata. O ser una reflexión sobre la escritura. Hay una entrada del diario fascinante: “La bandada de pájaros rojos pasó volando sobre la copa de los árboles. El gran ruido que produce la bandada, no el ruido estridente que produce un solo pájaro, ¿quiere decir algo?” El impacto de la frase viene de que es enunciada por un hombre que tal vez sea el único de su grupo bendito por el lenguaje. ¿Algo cambiaría si todos los demás prisioneros, como él, estuvieran escribiendo diarios secretos e impronunciables?

En un artículo sobre los autores que la revista Granta en Español eligió como las promesas de la literatura hispánica para el siglo XXI, el crítico Ignacio Echeverría se metía con la cultura de las listas y la actitud servil de la prensa literaria, que las suele aceptar sin ningún espíritu crítico. Un grupo de sabios se junta, produce una lista y la prensa entrevista a los que la integran, cuelga sus fotos en Internet, les hace un cuestionario genérico. Nadie los lee. Hasta hace muy poco tiempo, el brillo de las generaciones se medía por los resultados que entregaban. Hoy se mide por su pura promesa. La aplicación de técnicas de márqueting a ese producto tan peculiar que es la literatura nos entregó una perla del mundo al revés: no consumimos lo bueno, sino lo que promete serlo.

Es posible que el mercado editorial se haya ampliado tanto que los lectores necesitemos orientes constantes, pero también puede ser, como señala Echeverría, que una institución esté interesada en fijar su marca entre los lectores y para ello convoque a sus sabios y sus escritores. El gobierno colombiano, que gasta muchísimo en posicionar a su país como una opción de desarrollo, fijó su estampa en la lista de “Bogotá39”. Ya nadie recuerda quienes estaban en la lista, porque en realidad nadie los leyó, pero todos saben qué ciudad fue la que dictó el canon. Lo que se posicionó fue la marca, no a los autores.

No creo que las listas sean tan perniciosas como le suelen parecer a los que no están incluidos en ellas: promueven la discusión, impulsan a los escritores jóvenes fuera de sus industrias editoriales nacionales. Es saludable, pero no basta para que el estruendo de la bandada signifique algo. Leer y escribir, como sugiere Rey Rosa, es un ejercicio que supone, en primer término, una disciplina sólo privada de ampliación de la libertad. Si el tiempo dice que hubo un autor o dos en una generación, bien, si dice que hubo una parvada, también. Lo demás, decían Shakespeare y tras él Faulkner, es el sonido y la furia.