martes, enero 04, 2011

El Estado sin entrañas/I (Diario Milenio/Opinión 04/01/11)

El 29 de noviembre de 1939, una joven paciente que escribía desde el “Pabellón 26 M.4 bis, Altos” dirigía un oficio a Rodolfo Faguarda, entonces gobernador del Territorio Norte de Baja California, cuyas oficinas se encontraban en el Palacio de Gobierno de Mexicali, BC. En letra muy bonita, respetando las líneas de los renglones invisibles, la señorita, puesto que así firmaba, le describía en detalle la situación de su salud, que era, al mismo tiempo, la situación de su cuerpo. La situación de sus entrañas.


“En virtud de haber esperado más de un año en reposo en este hospital esperando una curación radical y no pudiendo lograrlo, me ha sugerido el Dr. Jefe de este Pabellón le escriba a Ud, Señor Gobernador, anunciándole que es necesario que yo vuelva a la Baja California, que mi enfermedad no quiere ceder pero tampoco avanza, que los análisis de expectoración están siempre negativos, así como los análisis de sangre, metabolismo basal, también negativos. Por otra parte el clima de este lugar me tiene con gripa y una tos rebelde que tiende a ser asmática, y que a pesar de todo no hay peligro de contagio. En cuando al estómago es una constipación crónica. También las manchas blancas son crónicas… No pudiendo hacer algo de mi parte, le pido a Ud., encarecidamente, tome mi asunto de su parte.”


El Oficial Mayor firmó el acuse de recibo de esta carta el 30 de noviembre del mismo año, archivándola con número 14508 del expediente 852/641.1/856. A lápiz, en los márgenes de la carta original, una mano anónima escribió un día después: “Transcribirlo al C. Secretario de la Asistencia Pública, suplicando le tenga a bien ordenar se atienda a este Gob. informe acerca del estado actual de salud de la enferma así como sobre la necesidad que haya de que deje el Hospital en que se encuentra. Copia a la interesada”.


Un par de meses más tarde, el 17 de febrero de 1940, el Oficial Mayor transcribía un oficio dirigido al C. Secretario General de Gobierno del Territorio Norte, en el que se detallaba el estado de salud de la señorita paciente. De nueva cuenta, los detalles sobre la situación de su cuerpo abundaron: “tos espasmódica, disnea de esfuerzos, constipación crónica”.


La señorita, por otra parte, no cejó en sus empeños. Hacia finales de diciembre, por ejemplo, le informaba al Sr. Gobernador del estado de sus dientes, “que están todos picados, y cuatro muelas que hay que poner”. En otros oficios, algunos desde el sanatorio de Zoquiapan, también se extendía sobre un resfriado o la bronquitis que la había hecho “guardar cama algunas semanas”. Lo primero que llamó mi atención fue un oficio de julio 16, 1941, en el que la señorita firmante le informaba al Sr. Gobernador que pronto la operarían en el Hospital General. “Me van a hacer una operación de plastia, es decir, me van a sacar cuatro costillas, probablemente me la harán pronto. Como yo no podré avisarle luego del resultado, suplico a Usted Señor Gobernador encarecidamente; me haga favor de informarse en Asistencia Pública de esta capital sobre mi estado de salud. Dios quiera que quede con vida y salud. Yo no tengo deseos de que me operen. También no quisiera que hicieran autopsia de mi cuerpo después de muerta. Pido a Usted Señor Gobernador interceda por mí con su valiosa influencia, que me den sepultura en algún Pabellón, sin que mi cuerpo lo reduzcan a cenizas”.


La correspondencia entre la señorita firmante y las distintas instancias del Estado, tanto a nivel estatal como federal, es más larga y, con toda seguridad, requiere de un análisis más cuidadoso. Pero me detengo aquí, donde dio inicio el estupor y, luego entonces, el interés, porque es justo aquí que aparece una y otra vez, con justificado temor, y acaso injustificada confianza, el tema del destino de su cuerpo. El reposo final de sus entrañas. Al entender de una mujer de avanzada edad y sin familia a la cual recurrir, ese destino final no era ni una cuestión menor ni meramente personal en sentido estricto. Sus entrañas eran una cuestión de Estado.


Si hay que creerle a los historiadores sociales, mucho de lo escrito hacia y desde el Estado mexicano de finales del siglo XIX se hizo con el lenguaje de la medicina. Ya como urbanistas de hecho o como legisladores de oficio, los médicos no sólo auscultaron el cuerpo social, sino que también atrajeron los cuerpos de los ciudadanos hacia la camilla, tanto figurativa como real, del Estado. Nombrar el cuerpo, sobre todo ese interior del cuerpo al que denominamos entraña, fue uno de los pasos que primero se cuentan en las triunfantes historias de la profesionalización de la medicina y varias de sus ramas (la psiquiatría entre ellas, pero también la ginecología). El sistema de hospitales públicos que formó parte importante de la estructura de los gobiernos posrevolucionarios no hizo sino aumentar la relación entrañable del Estado con la ciudadanía. Que la relación entre el Estado y el ciudadano era entrañable para ambas partes es lo que se trasmina, y es tal vez lo que más impresiona, en los oficios de la señorita firmante: la certeza, ya fuera real o ficticia, ya de facto o buscada, de que el cuidado y el destino de su cuerpo era, en efecto, una cuestión de Estado.


Pienso en los numerosos oficios que la Señorita firmante le dirigió al Señor Gobernador y en los numerosos acuses de recibo y respuestas transcritas que fueron emitidas desde la oficina de ese Señor Gobernador mientras veo la fotografía del cuerpo de una mujer que pende, ahorcada, de un puente peatonal en Monterrey, Nuevo León. Es el último día de 2010 y hay algo, además del cuello de la mujer, definitivamente roto en esa imagen. Hace ya mucho que los gobiernos de la posrevolución dieron lugar a los del Estado benefactor y, éstos, a los del Estado neoliberal. ¿Hace cuánto fue que Fox dijo, famosa o infamemente según sea el color de la camiseta del que recuerde, “¿y a mí qué?”. En la atroz realidad que se resume en esa frase yace parte de la explicación de la creciente violencia que desde y contra el cuerpo se ejerce en el México de nuestros días. Cuando el Estado neoliberal dejó de lado su responsabilidad con respecto a los cuerpos de sus ciudadanos, cuando dejó de “tomar de su parte” el cuidado de su salud y el bienestar de sus comunidades, se fue deshaciendo poco a poco, pero de manera ineluctable, la relación que se había establecido con y desde la ciudadanía a partir de los inicios del siglo XX. La impunidad de un sistema de justicia a ineficiente y corrupto sólo ha ido confirmando el fundamental desapego y la brutal indiferencia de un Estado que sólo se concibe a sí mismo como un sistema administrativo y no como una relación de gobierno. Ésta es, pues, mi hipótesis: el Estado neoliberal, hasta ahora dominado por gobiernos panistas, pero de ninguna manera limitado a esa tendencia partidista, no ha establecido relaciones de mala entraña con la ciudadanía, sino algo todavía a la vez peor y más escalofriante: el Estado neoliberal estableció desde sus orígenes relaciones sin entraña con sus ciudadanos. La así llamada guerra contra el narcotráfico, que no es otra cosa sino una guerra contra la ciudadanía, ha catapultado ciertamente el espectáculo de los cuerpos desentrañados tanto en las ciudades como en el campo, pero de otra manera no ha hecho sino llevar a su lógica consecuencia la respuesta a la cínica pregunta foxiana: si a ti qué, a mí menos. Y ahí está como prueba, entre otros tantos casos, el del cuerpo de la mujer que cuelga del puente peatonal que va de la primera a la segunda década del siglo XXI.

lunes, enero 03, 2011

El tirano obediente (Diario Milenio/Opinión 03/01/11)

Hasta hace pocos días, el soflamero Mahmoud Ahmadineyad era el héroe de los antisemitas. Hoy es hazmerreír de medio mundo.


1. Perdónanos, Mahmoud


Pobre Ahmadineyad. Entre más lo imagino, peor me siento. Luego de tantos años de bravatas y desplantes que casi le ganaban el anhelado grado de dictador, viene el mundo a enterarse de que Alí Jafari, mandamás de la Guardia Revolucionaria iraní, lo abofeteó delante de sus secuaces por tener la osadía de proponer más libertades para los iraníes, incluida la de prensa. “La gente se siente asfixiada”, tal parece que dijo, muy a puerta cerrada, pero tampoco tanto para librarse del sopapo ejemplar. “¡Estás equivocado!”, le gritó Jafari, y ya se sabe el precio que entre ciertos mulás alcanzan los errores. De manera que si antes lo imaginamos repartiendo varazos entre los libertarios, no queda hoy más opción que perfilarlo como aquel hombrecillo cuyos hilos se mueven merced a voluntades siempre más grandes que la suya. Y helo ahí, día tras día, poniendo su carota de beatito silvestre por ideas y decisiones ajenas, perdiendo los comicios por esas causas, maquinando la estafa consecuente, reprimiendo las voces inconformes y aguantando la vara del público descrédito.


Más allá de la risas de sus malquerientes —ahora mismo, sus censores cibernáuticos se aplican a callar los accesos al chisme de la bofetada: la clásica estrategia contraproducente— debe de provocarle al sufrido Mahmoud una oscura vergüenza que sus grandes aliados afuera de Irán, tipos duros a los que nadie contradice, no puedan evitar mirarlo como el regañado de la pandilla. Mientras Chávez y los hermanos Castro hacen cuanto se les antoja sin mejor valedor que sus agallas, él debe obedecer a sus superiores al pie de la letra, y éstos en un descuido lo andan cacheteando. ¿Quién no tuvo, en sus años adolescentes, un amiguito siempre regañado que hasta para asomarse a la ventana tenía que pedir permiso a sus papás? Y lo triste del caso es que Mahmoud ya pasa de la cincuentena, edad en la que nadie soporta de buen grado que le zorrajen un soplamocos, y menos que se entere todo el mundo. ¿Sería extravagante, a estas alturas, preguntarse si lo eligieron precisamente a él porque jamás se cansa de hacer papelones?


2. La alcoba es el diván


Su nombre es Iris Bahr. Nacida en Nueva York y emigrada a Israel a los trece años, abandonó el ejército con grado de sargento y se embarcó en un largo viaje por el continente asiático, de cuyas incidencias entre desternillantes y espeluznantes da cuenta en su libro Puta bruta (Dork Whore), donde busca y encuentra diferentes variables de sexo atormentado, cada una bastante para hacer chistes duros a sus propias costillas. “No conozco el olor del esperma”, confiesa en el inicio de la jornada, “porque estoy demasiado ocupada tragándomelo”.


Graduada con honores en neuro-psicología, Iris Bahr pasó un tiempo llevando a cabo estudios avanzados sobre neurología y oncología, pero al fin decidióse por el teatro: una honda vocación que había sobrevivido a sus bandazos, y que incluía tanto la actuación como la dramaturgia. Fue así la misma Iris quien escribió y estelarizó DAI (Suficiente), una pieza donde interpreta los papeles de once mujeres distintas, poco antes de que un terrorista suicida se aparezca y haga volar el sitio en pedazos. Con esas credenciales, apenas ya parece sorprendente que Iris Bahr sea hoy actriz, guionista y directora de la serie Svetlana, de HDNet, donde encarna a una prostituta y proxeneta rusa radicada en Estados Unidos. Descarnada, sardónica e irreprochablemente profesional, Svetlana administra su Casa San Petersburgo de placeres discretos, donde recibe a clientes de los más variopintos credos, razas y estratos, habituados a una prostitución doméstica y ya mero familiar, de repente lindante con la terapia. En el primer capítulo, se la ve negociar en el teléfono con un cliente sin duda difícil, y luego discutir con su chofer porque le ha dado cita en su día libre. Poco más tarde, con los auxilios de un intérprete que está tieso y de pie junto a la cama, Svetlana conforta al señorón, que se queja de no poder ejercer sus poderes y trabajar al fin como un pelele. “¡Otra burka!”, se queja Svetlana no bien abre el regalo que el cliente le trajo, y hasta entonces sabemos, ya entre risotadas, que ese bulto en la cama corresponde a Mahmoud Ahmadineyad.


3. Lo que diga mi mulá


Tienen ese prestigio las profesionales del colchón: el de ser comprensivas como nadie. De ahí que meses antes de enterarnos de aquella bofetada memorable, muchos espectadores ya compadeciéramos al atribulado mandatario persa. Eso de que le llamen así, mandatario, cuando el infeliz no hace más que obedecer, suena un poco a sarcasmo y sin duda desgasta la autoestima de un hombre que cada vez que puede fustiga con dureza a sus adversarios y anuncia el exterminio de Israel. No ha realizado, pues, Iris Bahr un ejercicio meramente humorístico al retratar al líder compartiendo sus frustraciones en la alcoba, y hasta vale decir que le ha hecho un gran favor, por más que el inocente no se entere y acaso los archivos al respecto terminen olvidados en alguna gaveta del Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Supresión del Vicio.


¿Quién, que detente el más alto cargo político de su país y aun así reciba cachetadas, no precisa de alguna terapia de alcoba? Se entiende así que en episodios posteriores de Svetlana se presenten clientes tan conspicuos como el Dalai Lama, pues al fin dar la cara, vivir de dar la cara, es un trabajo duro que requiere de dosis altas de comprensión. Si el beatito Mahmoud, y en especial sus culiprietos superiores, insisten en el tema de la pureza, Iris Bahr los exhibe en su carencia más escandalosa, si antes que puritanos o autoritarios se trata de unos tristes malcogidos. “¡Eres tú quien ha creado este caso! ¿Y encima dices que le demos más libertad a la prensa?”, avasalló a Mahmoud aquella vez el duro Alí Jafari, y ahora que todo el mundo se enteró no le ha quedado más al pobre presidente que echar la culpa a “algún departamento del gobierno estadunidense” por la producción de esos documentos. Por eso digo, pobre Ahmadineyad.