lunes, diciembre 05, 2011

Devuélvanme mi acento (Diario Milenio/Opinión 05/12/11)

Camino sin señales

Hasta donde recuerdo, revisé tantas veces aquel primer artículo que me sentía tranquilo frente al ojo del jefe de redacción. Encontraría tal vez algún vicio sintáctico, pero nunca una falta de ortografía, me jacté mientras lo miraba recorrer cada línea sin levantar el lápiz, hasta que se detuvo en la palabra fue. Decía “fué”, que es como había yo aprendido a escribirla, pero mi corrector fue despiadado. “Esa ya sólo la acentúan los viejitos”, me hizo un guiño sonriente y tachó para siempre aquel acento, pues desde esa ocasión nunca más volví a usarlo. Es cierto que al principio me daba la impresión de que faltaba énfasis, cual si el “fue” sin acento pareciese menos definitivo, pero al cabo de algunos cuantos usos el acento perdido se reveló como era: superfluo y redundante. No caben dos sentidos en la palabra fue, ni el acento prosódico cae en lau. Y lo mismo sucede con fui: el acento en la i le va como un bombín encima de la cachucha.

No soy especialista, sino usuario frecuente. Como todos los niños, detesté los acentos mientras no supe cómo y dónde ponerlos. Parecía muy difícil, al principio, tanto que más de uno contrajo esa costumbre gañanesca de escribir solamente con mayúsculas, y que equivale a hablar a grito pelado, pero conforme el idioma fue requiriendo de usos más sofisticados descubrimos que aquellos tildes quisquillosos brindaban un servicio inigualable a la hora de emplear palabras nuevas o leer en voz alta, por ejemplo, pues fungían como señalamientos providenciales a la hora de pronunciar y enfatizar. Por más que uno conozca las palabras en sus varios sentidos y crea tener un cerebro veloz para desentrañar los entuertos verbales, un texto en español que no contiene acentos se parece a un camino rico en bifurcaciones pero vacío de señalamientos. Quien no conozca de antemano esas líneas y pretenda leerlas en voz alta sin un previo repaso, estará condenado a tropezar indefinidamente.

El tilde rescatista

Se equivoca quien piensa que el acento es algo así como una exquisitez francamente opcional, cuando su uso no es menos necesario que el de los barandales en las escaleras o los estribos en los autobuses. Cierto que es un recurso algo elegante, pero asimismo cumple una función social, pues garantiza a quien sabe leer que sabrá pronunciar, por el mismo boleto. Si al aprender inglés uno comete cientos de errores vergonzosos en la pronunciación (¿alguien se ha dado cuenta, por ejemplo, del favor que le haría un acento en la o a la palabra orchestra?), el español se vale de diéresis y acentos para evitarnos tales papelones. Gracias a ellos, la ignorancia se transparenta menos, y de pronto con ella la extranjería, que a los ojos del discriminador equivale al pecado original. ¿Y no es cierto, además, que basta con saber poner el énfasis en algunos acentos para que la lectura monótona y tediosa se transforme en arenga, confesión, juramento, súplica, amenaza, declaración, sarcasmo, sugerencia, exigencia? ¿No define el acento la música del texto?

Hoy, no obstante, de todos los acentos me preocupa sólo uno. Y me preocupa tanto porque aquí mismo, en la línea anterior, habría dado igual escribir “solo uno”. Peor todavía, ese acento esencial que hace la diferencia entre la soledad y la unicidad es hoy día un señalado anacronismo, además de una falta de ortografía. Semana tras semana, en este mismo espacio, tengo que decidir entre escribir de acuerdo a mis necesidades y las de la gramática vigente, nada más se me ofrece usar esa palabra: sólo. Envidio de repente a los angloparlantes que tan bien se la llevan con el only y el lonely, que serán más corrientes pero al menos no tienen nada que perder. Regatearle el acento a la palabra “sólo” es lanzarla desnuda a los dominios de la ambigüedad. Nunca será lo mismo decir que Perengano llega únicamente por la noche que afirmar que ha llegado a solas por la noche, pero si para ello contamos nada más con la palabra solo y no existe un acento para ayudarnos, lo probable es que gane la confusión. ¿Que debe uno entender, así las cosas, cuando escucha que Perengano llega solo por la noche? ¿Parecería extraño si además nos dijeran que viene en compañía de su familia, o que piensa quedarse una semana? ¿Y qué decir de aquél que afirma que “hablará solo por esta ocasión”? ¿Nadie tiene un acento que le rescate del malentendido?

Only me

“Solo” es sólo un ejemplo del absurdo. O también, si se quiere, un solo ejemplo. Parecería lo mismo, pero es tan diferente como dos mismas notas en escalas vecinas. Cambia el matiz, y con él la intención. La falta del acento le resta claridad a la idea, de forma que al final de la oración el flujo se interrumpe para hacer deducciones apresuradas: ocurrencia fatal cuando se lee en voz alta buscando alguna cierta entonación dramática, y la falta de algún acento indispensable provoca una lectura accidentada que rompe abruptamente con el hechizo. Y todo porque no hubo cerca un viejito aferrado que plantara el acento donde más falta hacía.

No ignoro que estas líneas tienen perdido el juicio de antemano. Si hasta hoy he conseguido que algunos de mis textos lleguen hasta la imprenta infiltrados de al menos uno de esos acentos polizontes, más temprano que tarde se multiplicarán las manos y las máquinas resueltas a sacarme a empujones de mi necedad. Una cosa, no obstante, es verse despojado arbitrariamente de una función vital y otra muy diferente callar y obedecer. Como usuario frecuente del idioma español, tiendo a abusar de términos como ese “sólo” que hoy se mira tan solo sin el acento que le daba carácter, y es así que me opongo a la barbarie de dispensar lo que es indispensable, por más que haya quien piense que un entuerto como éste cabría sólo en un asilo para ancianos. Sólo, he dicho, por más que esté mal dicho. Y si efectivamente llego a anciano, me recrearé pensando que me he quedado solo con mi acento, pues nadie más lo pone. Sólo yo.

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