lunes, noviembre 21, 2011

Las alas en la espalda (Diario Milenio/Opinión 21/11/11)

Maniobra y turbulencia

Hay días en los que a uno le enferma volar, tanto así que en mitad de algún susto fugaz se pregunta hasta dónde podría evitarlo. Hace unas pocas horas, recién amanecía, el avión daba tumbos entre las nubes, casi al final de un vuelo nocturno entre Belem y Río de Janeiro; la clase de momento en el que nadie todavía osa gritar, pero cada uno se pesca febrilmente de los descansabrazos cual si viniera en una Montaña Rusa. Pésimo día, maldije, para abrigar esta calaña de temores, si llegaría apenas a la segunda escala de un viaje dividido en cuatro vuelos más o menos al hilo. Afortunadamente, quedaba el día entero para dejar atrás la paranoia, mientras llegaba la hora de abordar el siguiente aparato. Un día entero en la playa, ni modo de negarlo, sería una gozosa compensación entre dos travesías nocturnas con escalas en medio de la madrugada. Uno sueña, de niño, con aventuras aún más largas y accidentadas, pues entonces los sueños no suelen agotarnos ni molernos los huesos y el sosiego.

Ipanema y Leblon no son lo que prometen cuando el día está nublado. Una vez al volante del Fiat recién rentado, me consolé pensando que una mañana entre discos y libros tampoco era para despreciarse. Encontrar novedades de Seu Jorge, Chico Buarque, Ana Carolina, Paula Lima, además de ese clásico instantáneo que es el concierto de Caetano Veloso y María Gadú, vale ya por la escala y el día completo. Por no hablar del estante repleto de los versos de Carlos Drummond de Andrade, entre tantos vibrantes hallazgos mañaneros. Sería el mediodía cuando, de vuelta a la intemperie, la resolana me hizo abrigar esperanzas. De Barra da Tijuca a Leblon mediarían quizás veinticinco minutos, y si había mucho tráfico podía hacer un alto en la playa de São Conrado, donde podría pescar el sol durante el poco tiempo en que se asomara, y con algo de suerte disfrutar de un ansiado coyotito en la arena. Una hora de sueño playero tendría que valer por cuando menos tres en el avión.

Despegue a la carrera

Mentía, por supuesto, con ese plan insulso. Aun si los periódicos de días recientes dieron cuenta del arribo triunfal de la policía carioca a las favelas de Vidigal y Rocinha, una y otra vecinas de São Conrado, la idea de dormir a solas en la playa sería una invitación abierta a presuntos malandros circundantes: AAA. Turista incauto solicita bandidos . Por otra parte, el sol había vuelto a meterse, pero llegando a la citada playa distinguíase ya, en lo alto del bosque de Tijuca, la envidiable presencia de ciertas aves recurrentes. Pájaros coloridos con las alas abiertas, planeando lentamente hacia la playa. Pájaros cosquilleantes, a decir verdad, si de sólo mirarlos ya empezaba a tragarme las palabrejas necias de la mañana. Pensándolo de nuevo, ¿a quién, que haya nacido sin alas, no le seduce la idea de verse de repente flotando entre las nubes? ¿No era cierto que toda esa faramalla de la siesta tenía que ver con la comezón vieja de estar en São Conrado y metamorfosearse en uno de esos pájaros, así fuera por diez gloriosos minutos?

¿Sabes correr?, preguntó el instructor, casi sarcástico. Con eso es suficiente, sonrió, metió primera y aceleró, en camino hacia lo alto del bosque. Cuando menos pensé, ya estábamos delante de la plataforma. Luego de asegurarse de poner cada cuerda del papalote en su sitio, me recordó el consejo esencial para quien va a enfrentarse a las alturas: No mires hacia abajo . Dicho esto pegamos la carrera, se nos acabó el piso y en un instante estábamos volando. ¿O flotando? ¿O cayendo? ¿O ascendiendo? Vaya el diablo a saber. De pronto era como si todas las sensaciones se agolparan en una plenitud sin nombre ni pasado. Muy poco se parece el vuelo en ala delta al descenso dichoso del paracaidista que ya ha sobrevivido a la caída libre; o al paseo comodino del ultraligero, con el motor haciendo casi todo el trabajo. El acto de planear por las alturas, gozar del viento helado como de una caricia celestial en mitad de un paisaje que por sí mismo invita a soltar alaridos de alegría en su estado más puro, no se parece más que a aquellos sueños infantiles donde podía uno ir y venir abordo de una prodigiosa alfombra mágica. ¿Quién sería el amargado que una vez nos mintió que tal no era sino una fantasía irrealizable, para echarle una bien ganada trompetilla?

Aterrizaje dudoso

Da hasta tristeza acercarse a la playa. No en balde los frecuentadores de las nubes suelen pasar la vida padeciendo nostalgia por aquellas alturas donde el mundo parece abarcable, y de hecho abrazable. Nada más tocar tierra, soltarse las amarras, dar los primeros pasos hacia afuera del papalote, experimenta uno la sensación -ésta sí familiar para los primerizos reincidentes- de una victoria íntima exultante, todavía mojada de adrenalina. Como si alguien adentro continuara volando con alas propias y en adelante ya no hiciera falta más que abrirlas para unirse al destino audaz del viento.

Oscurecía ya cuando una mala nueva, caída del cielo por correo electrónico, me devolvió de golpe a la tierra. Varias horas atrás, quizá cuando abordaba yo el avión en Belem, se había ido para siempre Daniel Sada. Despega uno del suelo sin la certeza clara de que cuando aterrice las cosas seguirán tal como las dejó. El funeral, leí, sería en pocas horas; para entonces ya estaría volando, aunque nunca tan rápido para hacer el amago de alcanzar al querido Daniel en su despegue.

Me quité los zapatos y dejé el coche atrás. En un rato tendría que emprender el camino al aeropuerto, quedaba poco menos de una hora para dar una vuelta por Ipanema y recordar la tarde en que anduve sin rumbo con Daniel por las calles de Guadalajara. Platicando de todo y de nada. Riéndonos de repente. Entendiéndonos más allá de lo esperado. A ver qué día nos vemos en el DF, ofrecimos. No sirve arrepentirse por lo que no se hizo, concluí mientras mojaba los dos pies en la espuma de la última ola. Mejor sentir el agua, como hace rato el viento, y creer porque quiero que ese súbito frío es un gesto de adiós al que se ha ido volando como si cualquier cosa. Va por ti, pues, Daniel, que no todos los días se abren las alas.

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