lunes, octubre 31, 2011

Morir a la Gadafi (Diario Milenio/Opinión 31/10/11)

Al playboy de la familia Gadafi no lo mató una turba. Ejecutado por los milicianos, Mutassim encendió su último cigarro mientras por una vez oía la verdad.

1. Me lo dijo Jack Daniel’s

Una botella de Moët & Chandon tamaño Nabucodonosor —equivalente a 20 botellas de 750 ml— se vende en 2 mil dólares, dentro de una bonita caja de madera que a su modo subraya la ocasión memorable del descorche. ¿Y cómo no iba a ser digna de recordarse la suerte de acudir a una fiesta de Mutassim Gadafi, donde esos 15 litros de champaña solían llover sobre los jubilosos invitados? No es que fuera un secreto. Cualquier libio podía asistir por YouTube a los fiestones del playboy de los Gadafi. No contrata uno a Beyonce o a Mariah Carey esperando que nadie vaya a enterarse. ¿O de qué mejor tema esperaría que hablaran los pasmados invitados en los días y semanas siguientes? Por otra parte, nada gusta al mal gusto tanto como exhibirse delante de quien pueda, y de paso mostrar que puede más que muchos. ¿Qué son unas decenas de litros de champaña para quien vuela cada Navidad de Trípoli a la isla caribeña de San Bartolomé abordo de su Boeing privado con una extensa corte de vividores?

Mutassim prefería el Jack Daniel’s diluido en Coca-Cola. Así brindó con una de sus incontables novias —la modelo holandesa Talitha van Zon, que huyó de Libia en barco proclamando que los rebeldes se proponían quemarla viva— por la victoria que consideraba inminente, una semana antes de la caída de Trípoli. Al igual que su padre, era de la opinión de que los insurgentes no pasaban de ser un puñado de ratas. “No hablo con adolescentes”, le había respondido a uno de sus captores, minutos antes de caer cadáver y ser fotografiado con un hueco sanguinolento a la altura de la garganta, capaz de por sí solo provocar un alud planetario de especulaciones. “Alza la cara y bebe agua, se acabaron los días de lujo”, le había dicho el soldado, entre varios insultos y amenazas que a Mutassim Gadafi nadie le había soltado en sus treinta y tres años de vida opulentísima.

2. ¿Dónde están los lambiscones?

En los pocos instantes filmados de sus últimas horas de vida, Mutassim aparece fumándose un cigarro, consciente acaso de que lo más probable es que sea el último. Ahí mismo, ensangrentado, revisándose las pequeñas heridas que le constelan los brazos y el torso, el hijo sibarita del coronel es un príncipe desdeñoso y ensimismado. Desde donde él está, sus captores no existen. Son, con mucho, las sombras amargas de un revés decisivo pero inaprehensible. Desgreñado, con la barba crecida, el Asesor de Seguridad Nacional está más ocupado en limpiarse la sangre que en prestar atención a los milicianos que parlotean en torno suyo. “¡Ya verás pronto, perro!”, lo amenaza uno de ellos, pero difícilmente acepta Mutassim más compañía que sus pensamientos. Por una vez, no obstante, escucha la verdad. ¿Cuántas mentiras tuvo que haber oído de sirvientes, amigos, socios y matarifes, ninguno de los cuales habría osado mostrarle realidad cruda alguna a un Gadafi, habida cuenta pública del precio que acostumbra cobrar esa familia por un solo causal de ofuscación?

Hoy que se multiplican los internautas interesados por las tumultuosas imágenes de la muerte del mandamás libio, no faltan los videos dedicados a la vida suntuosa de la familia. Entre cajas de Cristal y Blue Label, la cámara recorre el piano blanco, los jacuzzis y el mobiliario digno de una boutique de autor en Copenhague. Ello, más los fiestones en el Caribe y los muertos hallados en mazmorras y tumbas clandestinas, permite a los curiosos armarse cada uno su documental, con las dosis exactas de cada ingrediente para colmar al morbo sin saturarlo. Volvamos, pues, a la imagen del playboy que sangra, fuma y piensa. Podría escribirse un tupido tratado misantrópico desde el lugar de Mutassim Gadafi. Está solo, pero no mucho más de lo que ha estado el resto de su vida, habituado a vivir entre incondicionales y aduladores. Muy tarde se ha enterado de que hasta sus amigos le mentían por sistema, aunque adentro supiera que uno como él no puede hacer amigos, y si los hace es para devorárselos.

3. La verdad empalada

Hasta donde se sabe, los ídolos de Mutassim Gadafi eran tres: Adolf Hitler, Fidel Castro y Hugo Chávez. Como ellos, se juzgaba bien informado, si no incluso el mejor informado después de su padre. ¿Pero cómo iba el padre a figurarse que había libios deseosos de clavarle una estaca en el culo, y para colmo filmar el momento y subirlo a la red? Un dictador que agoniza ensartado, cacheteado y pateado por la turba tiene que haber perdido más de una brújula. Tras cuarenta y dos años de vivir la irrealidad de un poder absoluto y protagónico, salpicado de narcisismo, megalomanía y crueldad extrema, nada hay más complicado que pretender saber qué opinión tienen de uno sus subordinados, tanto los que conspiran a sus espaldas como aquellos que intrigan a sus órdenes; por no hablar de millones de súbditos que temen por su vida al escuchar su nombre.

“No hay placer más profundo en este mundo que empalar a un tirano moribundo”, opinaría un anónimo hincha de los linchadores en uno de esos foros donde la gente dice lo que le viene en gana, especialmente si es una burrada que en otra parte no podría soltar. Nada que pueda ser comprendido desde la soledad de un Gadafi, y para muestra basta el testimonio de los sirvientes de Aníbal, que comparte con su esposa, la modelo libanesa Aline Skaf, la fama de golpearlos y maltratarlos a niveles de tortura por una mínima desobediencia, amén de rara vez pagarles sueldo. Antes de terminar con la sesión, conviene echar un ojo al video donde aparece una infeliz mujer con la cabeza totalmente quemada por el agua hirviendo que le echó encima Aline Skaf de Gadafi. ¿Qué tan solo en la vida está quién trata así a la nana de sus hijos? No más solo que Mutassim Gadafi, con el último cigarro en la boca. No más solo que un viejo fanfarrón planetario con una estaca dentro del esfinter. No más solo que el fondo de una botella de Moët & Chandon de quince litros, regados por el piso en el nombre de la irrealidad.

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