martes, octubre 18, 2011

Mira mi manuscrito

Quisiera ser canalla

Nunca he sabido bien qué hacer en estos casos. Es una de esas situaciones incómodas en las que sólo entiendo que voy a arrepentirme de todo lo que diga, igual que esos momentos embarazosos en los que se intercambian cumplidos sin sustancia y no se sabe de qué más hablar. Cierto es que además la situación, para ser de verdad incómoda, debe tomarlo a uno por sorpresa, pero es también verdad que hay ocasiones para las que se está siempre desprevenido, no importa cuántas veces se repitan, y ésta es de esas. No descarto, inclusive, que las presentes líneas sean un puro intento de racionalizar esta incomodidad y con alguna suerte dar con los argumentos para suprimirla. Para qué escribe uno, sino para lidiar con sus demonios. Y ahí empieza el problema: cada vez que se acerca un entusiasta y habla del tema de su manuscrito, no es a él a quien veo sino a mí mismo, varios años atrás, persiguiendo las opiniones ajenas como si fueran piedras preciosas, creyendo porque quiero -es decir, porque el miedo lo aconseja- que una palabra suya bastará para darme la fe que tanta falta me hace para seguir.

Ahora no me es difícil reconocerlos. Algunos, los intrépidos, ya traen el manuscrito bajo el brazo, cuando no bien oculto debajo de la ropa. Otros nada más llegan con la pregunta lista. ¿Puedo leer un poco de lo suyo, si me lo hacen llegar? Son unas cuantas páginas, no me tomará más de diez minutos. Si me pongo en su sitio, cosa que es facilísima porque como ya he dicho me miro en un espejo retrospectivo, calculo que es preciso ser un canalla para decir que no; pero si me devuelvo a mis zapatos y veo la cosa tal como creo que es, entiendo que hace falta ser un irresponsable para decir que sí. Lo peor es que en algunos territorios, como es el caso del quehacer artístico, la irresponsabilidad suele hacer más estragos que la canallada. Aunque eso sí: no duele, y por eso uno a veces la prefiere.

Esto no es un club social

Existen profesiones de por sí solitarias. No espera el velador hacer muchos amigos en horas de trabajo, ni pretende el forense animarse charlando con sus pacientes. Francamente sería fabuloso poder chismear y echar relajo con los compañeros al tiempo que se escribe una novela, pero en este quehacer no hay compañeros. Se está solo con él, desde el principio, a lo largo de tantos días y noches que la experiencia tórnase intransmisible. Sabe uno demasiado sobre lo que está haciendo o se propone hacer, aun si la sensación apunta al lado opuesto porque aún no se asimila lo esencial, o no se está consciente de lo asimilado y es necesario continuar escarbando. En todo caso, nadie más lo entiende, pues para ello sería necesario compartir no unas líneas ni unas páginas, sino el proyecto entero, incluyendo las dudas más profundas y las certezas menos aparentes. Si ello fuera posible —abrirse y compartirse con todo y obsesiones y temores— no haría falta escribir más novelas.

Alguna vez, saliendo de la preparatoria, un amigo cercano me ofreció presentarme con un novelista para darle a leer ya no unas páginas, sino el texto completo de la novela que según yo acababa de terminar. Una idea que me llenó de entusiasmo, pues había pasado tantas noches en vela dudando entre la fe y el desconsuelo que la oportunidad de oír una opinión calificada parecía la puerta misma del sosiego. “La leeré, por supuesto, con mucha atención”, ofreció el escritor con una sonrisa que en lugar de sosiego me provocó euforia. Durante los pocos días que el efecto duró, anduve por la vida flotando en una nube de autoconfianza extrema; luego, al paso de semanas y meses sin recibir noticias de la lectura prometida, me fue invadiendo en lo tocante al tema de la novela una suerte de ánimo crepuscular. ¿Sería que la leyó y no le gustó? ¿Le daría vergüenza decirme la verdad? ¿Era aquella verdad tan espantosa? ¿Y qué tal si jamás la había leído, o si empezó y ya no siguió adelante? ¿El problema era él (que estaría ocupado en otras cosas y no tendría tiempo para mí) o mi novela (que tal vez no servía, y por tanto tampoco servía yo)?

La falsa línea punteada

No siempre busca uno lo que más le hace falta. ¿Para qué diablos quiere un escritor armarse de sosiego, y todavía peor, de extrema autoconfianza, dones tal vez valiosos para jugar al ajedrez o al ping-pong, pero estorbos seguros a la hora de escribir? ¿Y existe acaso fardo más engorroso para el quehacer artístico que la docta opinión de Mengano Perengánez? ¿Por qué pregunta uno, finalmente? ¿Porque quiere saber si haría mejor en dedicarse a otra cosa? En tal caso, no hay ni que preguntar. Si uno puede vivir sin escribir, debe intentarlo por el bien de todos; y si no, ¿para qué andar preguntando?

“¿No les parece lindo?”, pregunta la señora cuando exhibe a su niño recién nacido: pobre de aquél que opine que está feo, así el chamaco sea un esperpentito. En los años en que iba y venía cargando el manuscrito de mi horrible novela como un salvoconducto hacia la vida real, temía que una sola opinión negativa daría al traste con todo mi futuro, y al revés: un elogio en su punto me llenaría de aliento para continuar. Afortunadamente, lo que vino fue una larga cadena de rechazos, aunque ninguno lo bastante corpulento para evitar que siguiera adelante, y hasta al contrario: entre más decisivo parecía el revés, menos me convencía de recular. Imposible pagarle a aquel novelista el inmenso favor de tirarme a loco cuando faltaban tantos golpes por encajar. Pues no son los elogios, sino los golpes bajos lo que dota de aliento al narrador. Para contar historias suele uno valerse de los obstáculos y eludir como a un virus la tentación de la línea punteada. ¿Qué me parece, al fin, tu manuscrito? Sin haberlo leído, creo que es espantoso, pero albergo la secreta esperanza de que me contradigas y vayas adelante como si nada porque al fin quién soy yo para opinar sobre lo que no sé. ¿Un último consejo? Ráscate con tus uñas y mándame al carajo: es lo menos que puedes hacer por tus lectores.

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