miércoles, octubre 19, 2011

La piel dura (Diario Milenio/Opinión 18/10/11)

¿A qué edad empezamos a ser lo que ya íbamos a ser sin remedio? ¿En qué momento queda establecida la serie de rituales y de convenciones a las que denominamos luego, con algo de sorna y algo de resignación, la personalidad propia? ¿Cuándo es que nos damos cuenta de que ya no hay, por más que lo deseemos o, incluso, lo intentemos, marcha atrás? Me hago con frecuencia estas preguntas a últimas fechas sin saber bien a bien por qué o para qué. Tal vez se deba en parte al asombro que me provoca el constatar lo poco que cambiamos a lo largo de los años. Tal vez el cuestionamiento se relacione a este ver una y otra vez que la mayoría de las decisiones que tomamos en la vida, las tomamos mucho tiempo atrás, cuando poco o nada sabíamos de la relevancia o la consecuencia de cada uno de los hechos o los actos. Cuando me pongo así me dedico a ver cosas raras a través de las ventanas y regreso, sin pensarlo mucho, sin desearlo apenas, a Truffaut. A La piel dura de Truffaut.

Francois Truffaut, uno de los directores más relevantes de la nouvelle vague francesa, inició su larga carrera internacional con Les Quatre Cents Coups/ Los 400 golpes, un homenaje agridulce a los últimos años de una niñez. Pero esa no fue la única vez que el realizador le dedicó tiempo a la infancia. En L’argent de poche (traducida al español con buen tino como La piel dura, aunque su título original haga referencia al cambio que se lleva en los bolsillos), Truffaut exploró las vidas cotidianas de un grupo de niños y niñas a punto de entrar de lleno en la adolescencia, en Thiers, una pequeña ciudad francesa. La falta de sentimentalismo, la ausencia de toda condescendencia en el trato de estas vidas sólo es comparable a la huella que dejan en la memoria. Esta cosa honda. Esta cosa a veces trémula. El bien comportado y con flequillo. La que se aburre mortalmente los domingos. Al que golpean. El del padre inválido. Los que hacen travesuras. El que tartamudea. El que se queda pensativo observando las piernas de la madre del amigo. El que aparece con moretones y no explica nada. A la que no le gustan los plátanos. El que toma de la mano a la chica, por primera vez. El que besa. El que es besado.

“Es pavoroso pensar que los niños están en peligro siempre”, expresa la esposa del profesor Richet, cuando se dan cuenta de que un niño de apenas dos años ha caído, sin aparente lesión alguna, de un noveno piso.

“Eso no es verdad del todo”, asegura él. “Un adulto hubiera muerto del impacto, pero un niño no; los niños son como una roca. Tropiezan por la vida sin quedar lastimados. Ellos se encuentran en estado de gracia y eso les permite tener la piel dura. Son mucho más resistentes que nosotros”.

Recuerdo estos diálogos y no puedo dejar de dudar y de sonreír a un tiempo. Yo no sé si esto es, en verdad, cierto. Pero lo que sí sé es que me gustaría mucho que lo fuera. El estado de gracia. Pasar por la vida sin ser lastimados. Ser como una roca. Vi esta película por primera vez acompañada por amigos que no hacía tanto habían abandonado la niñez y se disponían entonces, con más pena que gloria, con una especie de nostalgia anticipada por todo lo que perdíamos ya sin siquiera saberlo, a dejar atrás la adolescencia. Se acababan justo en esos días nuestros largos lánguidos días de errancia universitaria y poco sabíamos de lo que haríamos después. Pocos tenían trabajo. Ninguno había terminado su tesis. Las relaciones amorosas se aproximaban y se alejaban con el embate de ciertas olas. Vagábamos por la ciudad como almas en pena o jaurías desamparadas observando con una obsesión mal disimulada las constelaciones en los cielos nocturnos o las nubes en los cielos diurnos. Veíamos señales en todos lados. Nos asustaba el futuro. Por eso y por la manía del ocio, llegamos a la recóndita sala donde se ofrecía esa película que se había estrenado en 1976. No teníamos nada qué hacer, en efecto, y todavía no aprendíamos a no estar juntos. Por eso y no por otra cosa la vimos con los ojos brillantes del que sabe y que, por saber que sabe, está listo ya para despedirse. De umbral a umbral, del fin de la niñez al fin de la adolescencia, Truffaut nos ofreció el pasadizo por el que, al menos por unos momentos, existía la posibilidad del alivio: resistiríamos el trance, no nos pasaría nada, éramos más fuertes de lo que pensábamos. ¿No habíamos visto que un niño caía de un noveno piso y, los huesos demasiado blandos todavía como para quebrarse, salía inerme, casi sin notar realmente por lo que había pasado? Sí, lo habíamos visto, y esa imagen agridulce, inverosímil, candorosa, nos había dado alas.

No sé a ciencia cierta si nos volvimos a juntar todos después de ver esta película o si ése fue el punto verdadero de la separación. Recuerdo que esa noche hablamos interminablemente sobre lo que nos deparaba, como se dice, el destino. Hacíamos apuestas mientras el humo de mil cigarrillos envolvía las cabezas como halos. Las desmesuradas bocas emitían desmesurados vocablos. Como era nuestra costumbre, nos arrebatábamos la palabra para señalar este o aquel detalle, aquella toma, esta fotografía. Interrumpir siempre fue una forma de producir sentido. Los bilabiales labios. Cada uno encontró a su cada cual en La piel dura. Cada uno rememoró a su manera la manera de su primera vez con el horror o el amor o la violencia o el dinero o el aburrimiento o la amistad. Cada uno volvió a ser, aunque fuera por un momento, el niño que estaba destinado a no dejar de ser.

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