lunes, septiembre 19, 2011

Esa carta fatal (Diario Milenio/Opinión 19/09/11)

Las fórmulas corteses, dice el autor, no escriben buenas cartas, pero a veces evitan el error garrafal de la franqueza.

1 Afectos de cartón

Cuando niño, uno encuentra pesadas las fórmulas de cortesía. Algo más tarde le parecen ñoñas, y sin embargo acaba por usarlas, generalmente mal porque para decir, por ejemplo, tu casa cuando hablo de mi casa, tengo que hacerlo con la sinceridad de quien lanza un piropo a un esperpento. A veces, cuando intento ser muy amable, es decir demasiado, termino equivocándome de fórmula, o trato de acortarla y ni yo mismo entiendo qué fue lo que dije. Algo me falla en el fervor cortesano, y por lo que he escuchado no estoy solo. La gente se despide, o se saluda apenas de pasada, sin mucho tiempo para reflexionar en lo que está expresando, que de cualquier manera es siempre lo mismo. Quiere uno que supongan que quiso ser amable, y en una de éstas equivocar la fórmula —hacerse perdonar con una risa, un guiño, una sonrisa— es un modo amigable y relajado de recordar que estamos en confianza, por lo que toda fórmula sale sobrando.

Las cosas se complican cuando uno ha de mostrarse amable por escrito. Lo más fácil, de nuevo, es colgarse de fórmulas empleadas por todos. Un método seguro si se escribe una carta para hacer valer la garantía de una lavadora, pero inútil si lo que uno desea es parecer al mismo tiempo respetuoso y simpático a los ojos de su destinatario. ¿Despreocupado, tal vez? ¿Muy ligero, mejor? ¿Y por qué no algo cálido? ¿Y si piensa que soy un confianzudo? ¿No sería mejor hacerle percibir una cierta frialdad profesional? Para quienes vivimos de movernos dentro de los estrictos y quisquillosos límites de la verosimilitud, escribir una carta de esta clase es un suplicio que no tiene nombre. ¿Cómo esperan que me despida de gente a la que no he visto ni veré declarándome suyo afectuosamente? ¿Por qué debo empezar por llamar estimado a los sujetos que menos estimo, y encima de eso darles gracias anticipadas por lo que anticipadamente sé que harán mal o no harán en absoluto? Y ahí está la cuestión, el mérito más grande de la cortesía consiste en evitar la tentación nefasta de la honestidad.

2. Posesivos emotivos

El puro intento de escribir una carta suele poner en guardia a nuestro pudor. Las fórmulas ayudan, pero estandarizan. Si no quiere uno lucir ciento por ciento ordinario, le conviene echar mano de algo más que recetas. Es decir, reemplazar las palabras de cajón en favor de las propias. Y eso suena muy bien, pero igual compromete. Una cosa es tratar de eludir la frialdad y otra hacer por escrito el papelazo de lamesuelas. Por otra parte, los tiempos cambian. Nadie nos asegura que lo que hoy es derecho mañana no será visto por el revés. La mejor prueba de ello son las cartas de amor. Quien se enamora escribe más de lo que debe, y mucho más de lo que le conviene. Quisiera regalar y regalarse, cuenta con las palabras para hacer claras esas intenciones en forma de promesas. Se vale de metáforas para expresar sus sentimientos inflamados y en cada una pretende entregar su alma, tanto que justo antes de garabatear su firma recuerda al ser amado que es de su propiedad. Tu Martín. Tu Ana Rosa. Tuya por siempre. Tuyo en la adversidad.

El problema de las grandes verdades que se expresan en una carta de amor tiene que ver con su vigencia insuficiente. A la gente le gusta repartirse a menudo, especialmente cuando es muy amable, y es como regalar dinero de juguete. Pero hay quienes se toman esas cosas en serio, tanto así que no paran hasta cobrar entero el documento. Despechados, les llaman. Son los que dieron crédito a quien no debían y en pago recibieron documentos apócrifos. O los que calcularon una deuda más grande, ya capitalizados los intereses. Guardan como un trofeo de caza mayor la carta donde dice soy tuyo para siempre, creen que ese papel basta para darles por siempre la razón. Si alguna vez el torpe remitente no se propuso más que ser amable y empleó una mera fórmula para hacerse querer, o en el camino cambió de opinión, le toca hacerse cargo de sus dichos.

3. ¿De quién es ese micrófono?

“Fidel querido: Te deseo lo mejor en tu convalecencia”, iniciaba la ya famosa carta que Pablo Milanés envió en 2006 al mandamás cubano. Tras citar compromisos ineludibles en el extranjero y prometer unidad y coraje, el cantante se despedía con un abrazo de “Tu Pablo Milanés”. Hoy día, esa carta piadosa le pasa dos facturas: si los anticastristas le reprochan el posesivo, por abyecto, sus ya virtuales excompañeros van a crucificarlo por la misma razón. A Fidel Castro no se le dice un año soy tuyo y al siguiente se busca independencia. ¿Cuándo se ha visto que la gente que se dice incondicional del dictador vaya por ahí expresando sus privados pareceres? Si de verdad lo son, y así les gusta ostentarlo, deberían entender que un incondicional, es decir un esbirro, lo es de pensamiento, palabra, obra y —esto es muy importante— omisión. Lo que el patrón no ve, no lo ve nadie. Es decir, nadie que se llame suyo.

Sabrá el demonio la cantidad de cartas que han sido interpretadas erróneamente por quienes cumplen órdenes de interceptarlas. Mala pata tendría quien se pasó de amable con un destinatario estigmatizado, o quien fue percibido como frío por un acomplejado poderoso. Y mal le irá también a todo aquel que intente distinguirse, si cada paso en esa dirección semejará un desplante de soberbia. Por eso sufre uno siempre que escribe cartas; o sufrirá más tarde, cuando llegue la cuenta. Nadie sabe la cantidad de borradores que se gasta uno en cierta carta difícil donde la cortesía jamás es suficiente y la sinceridad consiste en repetir unas cuantas fórmulas corrientes. Nadie sabe cuándo va arrepentirse por haber escogido el borrador erróneo. Nadie sabe lo que es llamarse Pablo y tener que escribirle a Fidel. Tu Fidel.

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