martes, agosto 09, 2011

Mis Emilys Dickinsons (Diario Milenio-Opinión 09/08/11)

A través de la escritura de Emily Dickinson, entra la revisión de formas poéticas heredadas del viejo mundo y la invención de otras nuevas.


Decía Roberto Bolaño en el prólogo de Las aventuras de Huckleberry Finn (Ediciones DeBolsillo) que, “todos los novelistas americanos, incluidos los autores de lengua española, en algún momento de sus vidas consiguen vislumbrar dos libros en el horizonte, que son dos caminos, dos estructuras y, sobre todo, dos argumentos. En ocasiones dos destinos. Uno es Moby Dick, de Herman Melville, el otro es Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain”. Se entiende que el horizonte del que habla Bolaño es el de la narrativa norteamericana en modo, digamos, universal, y que el tiempo al que se refiere es, sin duda, el siglo XIX, que es otra manera de decir el origen de la modernidad. Pero en esa bifurcación tan equidistante, tan bien comportada, tan dada a las comparaciones con aspiraciones a aparecer como naturales o inevitables, se le olvidaba a Bolaño la incómoda, la inclasificable, la con frecuencia alterada tercera vía. Se saltaba, por decirlo así, el tercer libro y, siguiendo a pie juntillas sus palabras, el tercer argumento y, sobre todo, el tercer destino. Se olvidaba de Emily Dickinson. Sí, Emily Dickinson, la poeta que pocas veces salió de casa y cuyos retratos suelen capturarla vestida de negro y con el cabello estrictamente recogido en un moño. La habitante de una cuarto de Amherst, donde leyó todo lo que había y podía leer, por cierto; la inédita. Habrá que recordar que ningún mapa de la literatura norteamericana de ese tiempo estaría completo sin la poeta que consideraba el “no” la más salvaje de todas las palabras. Junto a Allan Poe o Whitman, donde usualmente se le coloca en recuentos respetuosos de los cotos de género (literario), pero también, y por derecho propio, en el espacio que creara Bolaño para Twain y Melville, ahí Dickinson. Por ahí, a través de la escritura de Emily Dickinson, entra la revisión de formas poéticas heredadas del viejo mundo y la invención de otras nuevas. Por ahí entra la ruptura con la linealidad cronológica, la rima y ritmo singulares, la dislocación de los sentidos del verso, los experimentos con la puntuación, especialmente su memorable uso del guión largo. Por ahí entra el riesgo.

Eso lo sabía, y lo sabía muy bien, la poeta norteamericana Susan Howe cuando publicó, en 1985, My Emily Dickinson, el libro que se encarga de re-contextualizar la obra de Dickinson dentro de las tradiciones de lectura y escritura y re-escritura del siglo XIX norteamericano, recuperándola así para el campo de la experimentación. Se trata, sin duda, de un ensayo de poeta sobre poeta en su versión más rigurosa y más fina. Cualquiera que haya tenido la oportunidad de ver los manuscritos de Howe, una vasta colección de hojas amarillentas escritas a máquina que se hospedan en el Archivo de Poesía Moderna de las Colecciones Especiales de la biblioteca de la Universidad de California-San Diego, habrá podido registrar las múltiples huellas de los distintos niveles de revisión de la obra original. Susan Howe, autora ella misma de libros de poesía memorables que, al menos en sus versiones más recientes, tales como That, This, combinan iguales dosis de re-escritura, copia, reciclaje y autobiografía, se inmiscuyó en los documentos originales de Dickinson y, lejos de acudir al estereotipo de la escritura femenina como explicación omnipresente, aunque sin olvidar el omnipresente asunto del cuerpo sexuado como campo de producción, organizó una máquina interpretativa donde Dickinson es hábil lectora y sagaz, cuando no feroz, re-escritora de los libros de su tiempo. Las conexiones que va urdiendo Howe alrededor y a través de las obras de Dickinson tienen el añadido valor de extraer a la autora de Amherst del margen, donde a veces por comodidad se coloca a lo inclasificable y lo excéntrico, para ubicarla en el eje de una visión literaria que continúa viva y crítica hasta nuestros días. La reciente traducción al español de este importante libro, a cargo de Ana María Matute y en versión de ediciones Magenta, ha puesto por fin al alcance de los lectores hispanoamericanos no a una, sino a dos poetas norteamericanas imprescindibles.

Mientras Susan Howe trabajaba afanosamente en la composición de My Emily Dickinson, una autora de corte muy distinto y en otra lengua también merodeaba los linderos vitales y escriturales de la poeta norteamericana del XIX: Marguerite Duras. El año era 1987 y el título de la novela sigue siendo Emily L. Ahí, en la terraza de un café, hay una pareja. La mujer quiere escribir un libro sobre esa pareja, pero no sabe cómo o por qué. De esa imposibilidad que se lleva a cabo a finales de un verano, en el café de Ouillebeauf, nace la observación constante y densa que produce a otra pareja entrada ya en años, un capitán inglés y su esposa, esa extraña mujer que bebe con constancia y que, siendo poeta, rara vez menciona su trabajo. El lector sabe que la Emily del título durasiano es nuestra Emily porque una de las líneas recurrentes en la novela tiene su origen en uno de los poemas más famosos de Emily Dickinson: “there’s a certain slant of light”. Se trata, en la imaginación de la narradora francesa, de un poema necesariamente inacabado o, peor, de un poema y/o de una obra consumida por el fuego, quemada hasta lo más seco de sus cenizas, por un marido que rechaza, ¿qué se encela de?, la escritura que no lo menciona y que, al no mencionarlo, lo invisibiliza. A Emily L. se le podría leer como el manual de las relaciones imposibles de pareja, eso es cierto. Pero algo sucede cuando la lectora se topa con párrafos como el siguiente: “Te dije también que había que escribir sin corrección, no necesariamente deprisa, a toda velocidad, no, sino según uno mismo y según el momento que atraviesa uno mismo, en aquel momento, lanzar la escritura fuera, maltratarla casi, sí, maltratarla, no quitar nada de su masa inútil, nada, dejarla entera con el resto, no enjuiciar nada, ni rapidez ni lentitud, dejarlo todo en su estado de aparición.” Imposible no creer, con una convicción casi adolescente, que Emily L. es también, acaso sobre todo, el original de un libro que Marguerite Duras no publicara sino hasta 1992 y que lleva por título el escueto verbo Escribir. En efecto, Emily L. también es un ensayo, en modo de ficción y de escritora a escritora, sobre la práctica de la escritura.

Pero las respondencias baudelairianas que Emily Dickinson no deja de urdir con el presente siguen apareciendo. Hace apenas un par de meses, en mayo del 2011 por ejemplo, el compositor británico David Sylvan incluyó dos adaptaciones de poemas de Emily Dickinson —el mismo que afectó tanto a Marguerite Duras y que constituyó un tema recurrente en Emily L., “there´s a certain slant of light”, así como también “I should not dare (to leave my friend)”— en un trabajo que ha sido muy bien recibido por la crítica: Died in the Wool. En colaboración con compositores e intérpretes como Dai Fujikura y Christian Fennesz, David Sylvan logra conjurar, que es otra forma de decir actualizar, el fraseo intermitente y el ambiente entre abstracto e íntimo de la poeta del XIX.


La proliferación contemporánea de la Dickinson, sin embargo, no cesa. Emily Dickinson visitó la Ciudad de México justo en el comienzo de este verano que es, desde su inicio, el más largo en siglos. La mujer, vestida de negro, llegó puntual a una lectura que se llevaba a cabo en la Casa del Poeta. La mujer se sentó como en su casa de Amherst y escuchó, en un silencio inmóvil, la voz del poeta mexicano Jorge Esquinca. Es otra, en efecto, la Emily Dickinson que va emergiendo en su libro en preparación, y es, ineludiblemente, la misma. Sus lectoras, que aguardamos el libro de Esquinca con entusiasmo, también.

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