martes, agosto 02, 2011

El rencor astigmático (Diario Milenio/Opinión 01/08/11)

Qué difícil es ser civilizado ahí donde la belleza convoca sin saberlo al rencor y el horror y el odio es pegajoso como boñiga fresca


1. Odiarás a tu prójimo como a ti mismo


No siempre de la vista nace el amor, y más raro es aún que éste nazca del odio, cuyos vástagos suelen ser imbéciles sonoros, pues para el caso lo común es que el amor, llegado un cierto estado de descomposición, sea propenso a engrendrar odios ciegos y pútridos cuyo acreedor en turno podría ser cualquiera. O casi, porque el odio nunca es del todo ciego; en todo caso es miope, astigmático y tiene serios problemas de enfoque. Nada que no padezca ya el amor, de manera que basta con oprimir unos cuantos botones para que aquel manjar tan deleitoso se transforme en carroña agusanada. “Al fin que ni quería”, ruge de rabia el pecho del jamás amado, que sin embargo amó hasta el fin de su fuerza, ingenio y corazón, razón más que bastante, le parece, para aplicar el peor de los castigos a su prenda imposible, por no haber apreciado cuanto que se le entregó sin condiciones, o más exactamente dando por hechas las condiciones, mismas que se reducen a una sola cláusula que convierte al amado en deudor: has de ser para mí o para nadie.


Hace casi siete años que Ameneh Bahramí rechazó la última de las propuestas matrimoniales de Majid Mohavedí, un ex compañero de la universidad con quien jamás había tenido relación, y no obstante la amaba desde una timidez que resolvió en principio convenciendo a su madre de pedir su mano, y después a través de un acoso tenaz y enfermizo que iría envenenando sus sentimientos conforme los rechazos de Ameneh ganaran contundencia y su sola sonrisa pareciera, a los ojos del furibundo Majid, una burla que a gritos pedía reprimendas. Con el amor podrido y el aliento apestando a revancha, Majid fue tras Ameneh armado con un frasco de color rojo, decidido a hacer cierta una visión, según confesó luego, según la cual su muy odiada amada ya nunca más vería el sol y el cielo azul. Nada más la alcanzó, a media avenida, Majid le vació el frasco de ácido en los ojos y pegó la carrera. Una vez detenido, explicó el agresor: “Quería que fuera mía para siempre”.


2. Intermezzo noruego


Pocas cosas sacuden tanto la conciencia de las personas civilizadas como enterarse de las atrocidades que perpetran las incivilizadas, pero al cabo les queda ese consuelo. “Gente ignorante”, se consuela uno. “Países atrasados”, lamenta otro. Pues no sólo se trata de explicarse el horror, sino de acomodarse más allá de su alcance. Porque claro, esas cosas aquí no pasan… hasta que pasan. Y entonces asistimos al horror, o más exactamente a la necesidad de entender el horror, ponerle nombre, aislarlo, acorralarlo, definirlo y sumarlo a la lista de excepciones que en su papel de tales no tendrían por qué quitarnos más el sueño. Mientras eso sucede, no está de más echar un ojo a cierto detalle, perdido entre los terabytes de información que ha circulado en la última semana sobre el terrorista noruego Anders Behring Breivik: parece que en su senda de asesinatos a lo ancho de la isla de Utoya el perturbado mostró cierta debilidad por las chicas bonitas, a quienes disparaba en primer lugar.


Como a estas alturas todos sabemos, Breivik se ve a sí mismo como un combatiente antimusulmán, pero he aquí que en lugar de intentar su cruzada en un país islámico, donde el precio habría sido incomparablemente más alto, elige como blanco a noruegos muy jóvenes que acampan juntos en una isla poco menos que encantada. Son modernos, politizados, liberales. Es decir, unas víctimas muy similares a las que elegiría un extremista wahabí. ¿O no es obvio que se están divirtiendo bajo las condiciones más propicias para favorecer la carnalidad? ¿No siguen esas chicas sonrientes y contentas provocando con su belleza desdeñosa la rabia y el rencor de aquellos que no atinan a alcanzarlas? ¿Quién si no la más guapa debe pagar por tanta frustración? No estaría de más traer a cuento la edad que los guardianes de la revolución islámica iraní han fijado para considerar a un menor de edad penalmente responsable, y por tanto acreedor potencial a cualquier sentencia, incluyendo la muerte por ahorcamiento o lapidación: hombres a los 15 años, mujeres a los 9. Da horror imaginar el destino probable de una niña bonita. Porque ellas son el blanco, ¿no es verdad? La impotencia se ensaña siempre con las bonitas.


3. El perdón de Ameneh


Ciega, desfigurada y en la ruina, Ameneh Bahramí logró que la sentencia de su agresor, quien hasta entonces iba a morir ahorcado, fuera permutada por la ley del talión, todo de acuerdo con el derecho vigente. Es decir que Ameneh —o quien ella eligiese, dada su ceguera— vertería veinte gotas de ácido en uno de los ojos de Majid Mohavedí. ¿Y por qué sólo en uno? Porque de acuerdo con la ley iraní la vida de una mujer vale sólo 50 por ciento de la de un hombre. Si la quejosa quería cegarlo de ambos ojos, tenía que pagarle como indemnización una cantidad cercana a los treinta mil dólares. Legalismos babilónicos, pues. Todo lo cual horrorizó a la fracción civilizada del mundo, al extremo de enviar a Ameneh toda suerte de peticiones y súplicas de clemencia para el infame que habíala convertido en monstruo. ¿Cómo admitir tamaña salvajada? Por su parte Majid, que hasta la fecha sigue terco en casarse con Ameneh, suplicaba que mejor lo mataran, antes que proceder a cegarlo con ácido, allí donde al ladrón se le corta la mano con sierra eléctrica.


Da grima imaginar el patíbulo oftálmico montado especialmente para la ocasión. Un aparato para inmovilizar no sólo la cabeza sino el cuerpo completo. Otro para dejarle los párpados abiertos. El gotero con ácido. Pero he aquí que minutos antes de cumplirse la sentencia, Ameneh tuvo piedad y reculó. Una actitud sin duda decepcionante para los partidarios del código hamurábico, pero tal vez la única salida que permitía a la víctima librarse de quedar asimismo desfigurada por dentro, y peor aún: idéntica al verdugo que la desgració, si ahí donde no hay amor cada quién es igual a lo que odia. Ahora bien, no siempre es uno tan civilizado. Sería mustio negar al demonio interior que de pronto se para al lado del teclado y en el sagrado nombre de la belleza recomienda vaciar ese gotero donde corresponde. Del odio nace el odio, cómo no.

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