lunes, julio 11, 2011

Hay de libros a libros (Diario Milenio/Opinión 11/07/11)

¿Quemarlos o borrarlos?


El de los libros electrónicos es uno de esos temas en los que uno prefiere pasar pronto la página, antes de que no sea ya tanto a su criterio como a su ignorancia que le dé por hablar fuerte al respecto. Como suele pasar ante esas novedades absolutas que amenazan cambiarnos el modo de vida, al libro electrónico se le ve con prejuicios y esperanzas extremos. Vamos, quiero decir que el tema me incomoda, tanto que a lo mejor lo toco ahora mismo porque algún atavismo supersticioso me dice que es un modo de conjurarlo. Si con la mayoría de los aparatos suelo esperar con ansia que salgan al mercado, nada me tranquilizaría tanto como enterarme de que el libro electrónico tardará ocho o diez años en llegar a nosotros (como si fuera algún castigo diferido, y en tanto eso remoto y apenas importante). Más allá de razones en pro y contra, da horror la sola idea de que ya no se leen y escriben libros, sino otras cosas a las que sería fácil nombrar, pero ya el puro intento es asqueroso. En todo caso es un archivo de texto. Es decir, un pedazo de nada muy vulnerable. Algo que es muy sencillo de borrar, recortar, replicar o modificar. Algo sin cuerpo, peso o presencia física. Algo que no sé sabe bien si es algo.


“¿Quieres que te mandemos el pdf?”, me ofrecieron hace unos pocos días en torno a una novela, y respondí que no con carne de gallina. Pude haber preguntado si podría leerla en el Kindle o el iPad, pero me daba aún más miedo que así fuera. ¿Alguien recuerda cómo era el mundo antes de que a las canciones se les llamara mp3 y fueran gratuitas? ¿Quién habría pensado en aquellos entonces en deshacerse de la mitad de su música? Y ahora que eso es sencillo y además cotidiano, da escalofríos pensar que gracias su nueva calidad etérea los libros serán fáciles de borrar, especialmente para quien tiene cientos o miles por los que no pagó, de modo que tampoco puede decir que valgan gran cosa. ¿Qué tantas porquerías no se juntan en el disco duro y uno jamás se entera ni para qué servían?


Apuestas electrónicas


Por supuesto que abundan las razones prácticas. Solamente el ahorro de papel que esta revolución traerá consigo debería ser motivo de sobrado entusiasmo. Otra ventaja enorme, que es la función de búsqueda, podría bastarse sola para hacer ver ridículo al libro de papel, donde encontrar un par de líneas perdidas puede significar hasta la relectura del volumen completo. Prácticamente, ponerse en contra de los libros electrónicos es asumir una postura incómoda frente a los optimistas que ven ahí un futuro resplandeciente. Ellos tienen razones múltiples y sensatas, uno se guía apenas por el olfato, y en cosecuencia arruga la nariz. Eso de que los libros pierdan su peso y de aquí a pocos años ya nadie entienda por qué un ladrillo era un ladrillo parece parte de un paisaje empobrecido. Lo dicho, pues: a los escépticos nos faltan las razones, aunque algo de gracioso hallamos en las sonrisas amplias de quienes hablan del tema como si ya estuvieran de vuelta del futuro y trajeran de allá las mejores noticias. Sobra decir que nos ven como niños a los que es necesario adoctrinar en torno a las bondades del porvenir.


Hasta donde se ve, nadie sabe de qué habla. Estamos en proceso de crear un futuro que no ha sido inventado y saldrá como tenga que salir. Quienes resulten golpeados en el proceso pueden darse consuelo asumiendo que todo es para bien, porque la lógica siempre nos dice que esa clase de cambios son positivos, aunque su efecto a veces se note a largo plazo y requieran de un poco más de fe. Es decir que son cambios irreversibles, no dependen de la opinión de nadie. Estar en contra de ellos puede ser tan estúpido como inconformarse con un eclipse o negar la ocurrencia de un aguacero, aunque estar a favor tampoco es tan sencillo. Si se va a publicar una novela en formato digital, antes de eso hay que llegar a un acuerdo y firmar un contrato. ¿Basados en qué? En el futuro, claro. O en lo que ambas partes creen que podría llegar a ser el futuro. No importan las certezas que uno ofrezca y reciba durante la negociación del contrato por cesión de derechos electrónicos, que de todas maneras queda la sensación de que se está jugando a las apuestas. Peor todavía, a las corazonadas. ¿O hay cosa más moderna que la incertidumbre?


El papel del papel


Desde los que aseguran que el formato electrónico sepultará a los libros de papel hasta quienes se atreven a garantizar que el libro de papel es irremplazable, lo más claro es que nadie sabe nada y el sentido común no alcanza para mucho. Vamos hacia un futuro que desconocemos igual que una manada de chivos viaja sobre un camión de redilas. No hay más alternativa, eso sí. Vamos a hacer lo que nos toque hacer, y a la larga tendremos que opinar que fue mejor así, porque las cosas ya eran insostenibles. Diremos que los libros de papel fomentaban el egoísmo, el elitismo, el fetichismo, y olvidaremos que todo esto ocurría en dosis más bien breves e insignificantes. Poco se habla, por cierto, de los deleites en vías de extinción.


Imposible explicar el por qué del placer de que las cosas sigan siendo cosas y tengan peso y cuerpo y puedan arrojarse por los aires. ¿O es que alguien se ha fijado lo que pesa un archivo pdf? Muy poco, en cualquier caso. Ya en los viejos floppies cabían libros con cientos de páginas. Una sola canción puede ocupar el espacio de veinte traducciones completas de la Biblia. Una película en tercera dimensión emplea los suficientes gigabytes para almacenar una biblioteca. Para el cerebro humano, un libro es cosa grande. Para una memoria artificial, poquito más que nada. Por más que escucho, pues, grandes apologías del libro electrónico, sigo sin entender cómo algo tan pesado se vuelve tan ligero sin que su esencia cambie para siempre. Tendrá que haber un brujo que me lo explique.

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