martes, junio 14, 2011

La invasión del porvenir (Diario Milenio/Opinión 13/06/11)

De pollos y polleros


La película, tal vez un tanto absurda a la distancia, cuenta la peripecia tragicómica de un grupo de infelices campesinos turcos ilusionados con la idea en apariencia fácil de hallar trabajo pronto en Escandinavia, una vez enganchados por cierto estafador que prometió arreglar su situación legal y laboral una vez que llegaran a Suecia. Y hacia allá van, cargando pasaportes y expectativas, aunque no hablen una palabra de sueco ni hayan jamás salido de sus aldeas, de modo que la extraña travesía los lleva aún más lejos en el tiempo que en la simple distancia. Y eso lo sabe bien el enganchador, quien una vez llegados al centro de Estocolmo alerta a sus ilusos pasajeros sobre el peligro de salir a la calle, o siquiera dejarse ver por nadie abordo del autobús, mientras él se hace cargo del papeleo y consigue las visas de trabajo. Compinches indefensos del pollero, los pasajeros están lejos de imaginar que nada más baje éste del autobús, arrojará todos sus pasaportes en el primer bote de basura que se le atraviese y escapará de ahí con todo su dinero.


El resto de la historia, filmada a la mitad de los años setenta, era de un patetismo escalofriante, a partir de la imagen del autobús estacionado al lado de una enorme plaza comercial sueca, lleno de pasajeros escurridizos que se mueven a rastras para hacerse invisibles a los curiosos eventuales. Una vez que se atreven a salir —de noche y a hurtadillas, convencidos al fin del engaño, es como si se vieran en otro planeta, de modo que el destino de cada uno a partir de ese punto es trágico por fuerza. El autobús, se titulaba la coproducción suizo-turca dedicada a explorar esa suerte de ciencia-ficción involuntaria que revelaba de una vez por todas el único destino concebible para los tripulantes de una máquina del tiempo.


Unos años después de El autobús, el periodista Günter Wallraff desvelaría horrores no muy diferentes, luego de un par de años de vivir disfrazado de turco en Alemania. ¿Qué tanto iba a importarle al capataz racista de una central nuclear del Ruhr que sus trabajadores ilegales recibieran el doble de las radiaciones permitidas y fueran a incubar sarcomas terminales en otro continente, es decir en distintos siglo y planeta? Cuesta trabajo imaginarlo ahora, cuando la información va y viene por el mundo en cosa de minutos, de modo que el desdén de los desarrollados y el desconcierto de los primitivos se han hecho lo bastante relativos —si no insignificantes, confundibles, intercambiables— para no verse más a salvo uno del otro.


La fusión de los mundos


Vi El autobús en un cine club, cuando el guión aún lucía verosímil. La imagen de esa plaza escandinava, cuya moderrnidad alucinante a un tiempo fascinaba y aterraba a aquellos personajes poco menos que extraterrestres (los recuerdo pescados de la escalera eléctrica como de un carro flojo de la montaña rusa), era tan poderosa que sobrevivió intacta en la memoria. Lo sé porque ayer mismo me he visto recorriéndola y una hora más tarde ya había constatado a través del Google que la película se filmó justo allí: Sergels Torg. El lugar, sin embargo, a estas alturas luce ya tan lejano de la modernidad como cualquier glorieta descuidada. Nada raro sería toparse con alguna plaza idéntica, si bien más avanzada y en una de éstas menos cochambrosa, en mitad de Estambul. Vamos, si me quedara dormido y abriera al fin los párpados en una de sus bancas, no me sería difícil suponer que he despertado en la estación del metro Insurgentes. De modo que si a estas alturas hubiese un productor interesado en volver a rodar El autobús, tendría que dar al guión un giro tan violento que acabaría filmando una historia costumbrista. ¿Qué de raro hay hoy día en ser un turco más en tierra de vikingos?


“¡Yo no soy sueco!”, se deslinda el taxista, risueño y aliviado, un pelito orgulloso, de camino hacia la Ciudad Vieja, que acaso es lo más sueco que le queda a Estocolmo. Nacido medio siglo atrás al sur de Ankara, el conductor llegó hace treinta años a Suecia y ha visto a lo inusual transformarse en corriente, al extremo de apenas recordar cómo era el primer mundo cuando aún había sentido en apodarlo así. Dan pena los xenófobos a la luz de estos tiempos, menos por sus prejuicios anticuados que por su miserable conexión con un mundo que ya dejaron de entender. ¿No son ellos ahora los extraterrestres? ¿No ignoran casi todo en torno a esos fuereños que de repente los conocen al dedillo?


Esa extraña extranjería


El futuro es aquel raro lugar desde el cual el pasado nos parece mentira. Hace unos pocos años, nadie daba un centavo por la democratización de los países árabes, asumiendo quizás que el rencor de fanáticos y exaltados afines podía más que el flujo de la información. ¿Qué quieren hoy los libios, los sirios, los egipcios, sino un poco de aquella civilización antes inaccesible y hoy común y corriente como un café internet? ¿Quién por ahí no desea unos tenis nuevos, un transporte decente y unas calles pavimentadas, por ejemplo? ¿Sería mucho pedir que la civilidad fuera parte de la normalidad, allí donde los mandamases corruptos de anteayer cada día cuentan menos con la ignorancia de los propios y la indiferencia de los extraños? ¿Creen los pobres globófobos que quienes tienen hambre preferirían seguir viviendo a espaldas y a distancia de los bien comidos, en lugar de buscarse un lugar en la mesa?


Como los personajes de El autobús, el sueco me es perfectamente incomprensible, pero aún no me topo con el primer lugareño que no sepa expresarse en inglés corriente. Enciendo la televisión en el hotel y por ella me entero que los turcos siguen esperanzados en integrarse a Europa formalmente, pese al escepticismo y la discolería de quienes aún creen que pueden regresar a los años setenta y cerrar unas puertas a todas luces desaparecidas. Contra todo pronóstico, no me siento del todo extranjero; tal vez porque ese es uno de los términos que cada día voy entendiendo menos. Vuelvo a la calle y ahí está la plaza. “Sergels Torg”, me repito, no tanto porque quiera aprender sueco, sino para acabar de convencerme de que no estoy pasando por el metro Insurgentes.

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