martes, mayo 10, 2011

La culpa es del narrador (Diario Milenio/Opinión 09/05/11)

Las lecciones de la pólvora


El primer chiste era sobre una invitación. Un tipo llama a cierto amigo para anunciarle que está organizando una tremenda orgía para esa misma noche. “Trae a tu esposa, se la va a pasar bomba”, le anima incluso. “¿Y cómo cuántos seríamos?, se interesa el otro. “Contándolos a ustedes...”, calcula el anfitrión, “... pues tres”. Nada más escucharlo, supliqué al narrador que aguardara un momento antes del nuevo chiste para dejarme hacer un par de apuntes raudos. “ORGIA- LOS 3”, anoté en el teléfono y paré las orejas de regreso. Era una noche helada en Madrid, y lo sé porque había llegado hasta la Casa Lucio abordo de una scooter, siguiendo al taxi donde viajaba Élmer Mendoza, para sorpresa y sorna del anfitrión que más tarde nos contaría los chistes. Quiero decir, el anfitrión de siempre, pues al cabo de once años de amistad no consigo encontrar el modo de pagar una de nuestras cuentas sin desatar su ira caballeresca. “¡Ve a tomar por el culo!”, dijo la última vez, y por eso me consta que a ese Pérez-Reverte es más sencillo dispararle un plomazo que una cena.

“¿Cuántas páginas llevas?”, te acomete de pronto, con un párpado abierto y el otro entrecerrado, de modo que te enteres que no podrías mentirle sin que ya lo advirtiera. “Ochenta o cien...”, le respondí una vez, a medio Tenampa, esperando que el ralajo imperante ayudara a cambiar pronto de tema porque ése de las páginas como que me tensaba la mala conciencia. “¿Ochenta o cien?”, me arrinconó, con la severidad un tanto airada de quien se niega a ser tomado por ingenuo. “Ochenta”, me rendí, con los dedos pescados en la puerta, y por toda respuesta soltó una risotada, pues pocas cosas le divierten tanto como encontrar sus síntomas de escribidor en el modus operandi de sus amigos. No es de los que te compra fácil un argumento, tanto que hasta los miembros de su clan reniegan de ir al cine en su compañía. Sólo de discutirlas, me ha echado abajo un par de películas queridas, a fuerza de encontrarles fallas estructurales innegables. Cuatro lustros de guerra crean hábitos duros de abandonar; puede que sea por eso que Arturo el navegante tiene una pluma alerta como fusil.

Libre y escurridizo


“¿Hace cuánto que no lees a Dostoievski?”, me disparó una tarde. “Año y medio, dos años”, calculé no sin culpa, como si Arturo hubiérame preguntado cuántos años llevaba sin visitar a mi abuelita en el asilo a un lado de mi casa. “Nunca olvides, chaval”, sonrió reconfortado, “las novelas de los contemporáneos ayudan a situarnos, pero sólo los clásicos nos alimentan”. Nunca le he preguntado cuántas horas del día dedica a leer cuando desaparece por semanas abordo de un soberbio barco de vela donde se enorgullece de leer el camino en las estrellas e ignorar la opinión del GPS, pero sé que está al tanto de cuanto se publica. Entusiasta twittero, desconfía no obstante de la modernidad, por cuanto ésta le empuja hacia la dependencia. Ni siquiera los adelantos de regalías le entusiasman; no he conocido a otro que rechace de forma tan tajante la idea de quedar a deber cualquier cosa. Ya lo dice uno de sus títulos recientes: No me cogeréis vivo.

Poco me preocupó, nada más enterarme, la noticia de que la Audiencia Provincial de Madrid revivió un caso muerto de “plagio” contra Pérez Reverte y auxiliada por un tahúr profesional le condenó a pagar ochenta mil euros a un tal Antonio González-Vigil —un oscuro cineasta resuelto a revertir su suerte en la taquilla por la cómoda vía judicial—, a reserva de nuevas instancias pendientes. El caso es tan ridículo que invita a carcajearse, pues entre las supuestas evidencias se cuentan verdaderas gemas del cretinismo, como esa donde se habla de que tanto en un guión de Pérez-Reverte —Gitano, se titula— como en el del cineasta de marras —Corazones púrpura— aparecen dos policías corruptos y cocainómanos que persiguen al protagonista recién salido de la cárcel. ¿Será que a los señores de la Audiencia Pueblerina les parece una situación inusual que existan detectives viciosos y vendidos interesados en extorsionar? ¿Explica eso que les sonara sospechoso que en ambos guiones un expresidiario se relacione con una prostituta, o según su experiencia quienes dejan la cárcel corren siempre a los brazos de una baronesa? Pero he aquí que esta vez se ha contratado, para instruir el sumario contra el novelista, a un experto en juegos de azar que somete su juicio al cálculo probabilístico de las “similitudes” entre una historia y otra. Desde el punto de vista del narrador, el gran defecto de la imbecilidad es su falta de verosimilitud: no hay lector que se trague sus argumentos.

Clásicos involuntarios


“Lo bueno de los domingos es que no suena el teléfono y puedo trabajar tranquilo hasta entrada la tarde”,twitteó el autor apenas ayer. “Bien. Un par de horas libres y el trabajo de hoy, hecho. Llegué hasta la página 13 del tercer capítulo”, consignó algo más tarde, justo antes de ponerse a la orden del público cibernauta: “Hoy ya he plagiado bastante, supongo. Así que charlemos un rato con los amigos.” ¿Cómo mejor que en broma puede uno tomarse las osadías silvestres de la imbecilidad? Pero lo cierto es que este precedente apesta. Da grima imaginar a un funcionario torpe e ignorante buceando en las novelas de su tiempo para determinar si sus líneas son fruto del plagio, la costumbre o el cliché, poseído por esa comezón revanchista a la que Dostoievski bautizara como entusiasmo administrativo. ¿Sabrán esos burócratas de ranchería que sus personas mismas son un plagio de los clásicos, o habría que prestarles La metamorfosis?

Sería ingenuidad esperar que los funcionarios asignados al Misterioso Caso del Plagio en el Casino tuvieran una idea de dónde han ido a meter las narices, si de lejos se ven sus limitaciones. Y es por eso que en vez de seguir dando vueltas a lo más evidente, elijo rematar con un último chiste, toda vez que ninguno genera regalías y es un hecho que a gritos exige ser plagiado. “¿Tú sabes qué le dijo el jabalí al cerdo?”, me preguntó otra noche Arturo, de la nada, con el gesto de un pícaro abochornado, “¡Qué mal estás llevando la quimioterapia!”.

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