lunes, marzo 07, 2011

El ratero involuntario (Diario Milenio/Opinión 07/03/11)

Saqueos, linchamientos y pogromos tienen la misma excusa que los consumidores de libros pirateados. Medio mundo lo hace, nos aseguran


1. ¿Quién decías que eras?

Tenía dieciséis años cuando dejé de ver a mi amigo Igor. Habíamos compartido aulas durante unos pocos años y apenas si recuerdo nuestras conversaciones, pues lo que más hacíamos era reírnos. Qué importa ya de qué, si de todas maneras lo tengo más presente chillando de la risa, cuando no revolcándose en el piso por un dichoso dolor de caballo. No fue extraño, por tanto, que en un reciente encuentro nos saludáramos aparatosamente, ni tampoco que luego no habláramos de casi nada, porque tal vez no había de qué hablar, tras veintitantos años de desconocernos. Supe, no obstante, que Igor vive de las finanzas, y a mi vez lo enteré de mi modus vivendi. Desde entonces me envía correos electrónicos que en ocasiones me hacen volver a preguntarme de qué diablos hablábamos en aquellos años. Una amistad extraña tuvo que ser la nuestra, he concluido la última vez, luego de recibir un e-mail infumable con el que hasta la fecha no sé qué hacer.

“UN REGALO QUE LO DISFRUTEN”, anunciaba el mensaje, en letras rojas, tan lejos de sintaxis y puntuación como de la civilizada gentileza de las letras minúsculas. Como si el remitente original —ya no mi amigo Igor, sino el departamento de servicios de una empresa de orientación vocacional colombiana, según descubrí luego, intrigado por el origen del regalo de 6.2 megabytes que acompañaba al e-mail— se empeñara en gritar la buena nueva. Nada menos que treinta archivos en formato pdf, cuyo contenido se anunciaba desde el asunto mismo del mensaje: FW: 30 LIBROS DIGITALES DE GARCIA MARQUEZ.

2. Compartiendo el botín

Uno por uno, los fui abriendo presa de un estupor indeciso entre desazón, pavor y rabia, entre otros sentimientos asociados a grandes siniestros, como el incendio de una biblioteca o la inundación de la propia casa. Mientras me sacudía la sombra del fatalismo, descubrí que Cien años de soledad mide 1’253,177 bytes, El otoño del patriarca 551,234 y Crónica de una muerte anunciada 266,313. Nada que no se pueda reenviar al otro lado del mundo, o a incontables de lugares del mundo, en el tiempo que toma estornudar. Y no obstante un trabajo laborioso, habría que ver cuánto tiempo debieron aplicarse los maleantes que digitalizaron todos esos libros, a adivinar por qué y para qué. Las siguientes dos horas las invertí dando vueltas al modo ideal de responder al mensaje de Igor.

“¿Qué me dirías si yo te propusiera un sistema infalible e indetectable para vender información confidencial al mejor postor?” “¿Ayudarías a un vecino a saquear la casa de otro?” “¿Cómo reaccionarías si cayera en tu buzón la fotografía de una mujer a la que admiras, desnuda y amarrada, con una invitación a unirte a la pandilla de estupradores?” “¿Desde cuando, por cierto, tú y yo robamos juntos?” Al final me rendí. Me incomodaba verme predicando, y ni siquiera sabía cómo hablarle al virtual desconocido que no halló impedimento en compartir conmigo lo que no era regalo, sino mero botín. ¿No le dije muy claro, el día del encuentro, a qué concretamente me dedico? ¿No tenía que haberle parecido inconveniente que fuera justamente un narrador de historias, que como es de entenderse vive de escribirlas, quien recibiese aquel paquete de libros robados? ¿Querría prevenirme, por casualidad? Pensándolo de nuevo, llegué a la conclusión de que Igor no debió de haberse molestado en darle ni una vuelta al asunto. Habrá pensado que a sus destinatarios les gusta la lectura y por lo tanto les interesaría el paquete, y que en caso contrario lo borrarían. Y ya, ¿verdad? A otra cosa. ¿Quién tiene tiempo, al fin, para pensar en la naturaleza de lo que hace, y todavía menos en sus consecuencias?

3. ¿Ligereza o cara dura?

Como sucede con los videojuegos, donde uno mata y muere miles de veces sin sufrir un rasguño, las computadoras suelen ofrecer una ingrávida sensación de impunidad. Si un disco duro no pesa un gramo más por el hecho hasta hoy inimputable de contener miles de libros y canciones robados, tampoco el dueño experimenta sólo por eso un peso en la conciencia. Por el contrario, le aligera la vida saber que no ha tenido que gastar un centavo en todos esos bienes digitales que tampoco le importa gran cosa perder, pues hace tanto tiempo da por hecha su gratuidad que ha dejado de concederles un valor de cambio. Están ahí, como el aire y los árboles. Nadie se va a la cárcel por arrancarle una manzana a un árbol, ni por beber el agua de la lluvia. Y he aquí que en el mundo inconsecuente del hurto digital la gente tiende a creer —peor aún, a asumir sin pensar— que el trabajo ajeno es patrimonio de la humanidad, por el solo poder de su procesador.

Leer un libro o disfrutar una canción es un poco meterse en el coco de su autor. Entenderse en el fondo, de repente. Amistarse a lo lejos, una vez que el autor consigue conmover a quien mira o escucha, a fuerza de mostrarle sus zonas más sensibles y quién sabe si no sus ardores recónditos. ¿Qué clase de gañán tiene uno que ser para robarle a aquel con quien ha conseguido entenderse y compartir, tal cual reza el poema, el olvidado asombro de estar vivos? ¿Cómo le explico a ese pelmazo de Igor que enviarme treinta textos pirateados de García Márquez equivale a confiarme que se metió a la casa de su autor más querido y lo amarró en el piso para robarle? No quiero ser dramático ni truculento, pero por más que me hablen de los códigos inviolables del libro electrónico, no alcanzo a ver más que una fila infinita de autores amarrados en el piso y saqueados por turbas de felones impunes que no se sienten menos personas de bien por hacer lo que medio mundo hace, con la excusa de que es intangible.

Ahora que lo recuerdo, había un chiste que Igor gozaba repitiendo. ¿Tienes fotos de tu mamá encuerada? ¿No? ¡Te vendo unas! Pensándolo mejor, me gustaría responderle preguntando si acaso reenviaría unas fotos de su mamá encuerada. Digo, para mandárselas.

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