martes, marzo 01, 2011

C. D. Q. N. P. S. Q. D. N. O. S. E. /II (Diario Milenio/Opinión 01/03/11)

La intimidad de una lectura reconstruye un lenguaje cifrado. El lector avanza a ciegas para reconstruir un sentido perdido y lee siempre en el texto los indicios de su propio destino

__________________________________________

Con el tiempo, ya un tanto fuera del salvajismo inicial de la adolescencia, dejé de mencionar a Ana Karenina. Nunca enseñé literatura, mucho menos universal, así que nunca tuve la oportunidad de ser un utopista desaliñado que asigna libros descarados en un preparatorio de provincias. Las personas con las que hablo de libros, usualmente jóvenes y más cercanos al salvajismo inicial de la adolescencia de lo que los bienpensantes desearan, por lo regular no cuentan entre sus lecturas fundacionales a Ana Karenina. Hace poco, de hecho, en una charla estructurada alrededor del tema de los libros favoritos de un puñado de autores, dos de ellos expresaron su disgusto ante esta novela de Tolstói. ¿Y qué lazo siniestro puede existir, de existir, entre alguien con la manía por la experimentación y este gusto, si me lo permites, bastante perverso, por una novela canónica del siglo XIX?, me dijo en alguna ocasión, con el rostro contrito y las manos en alto, debo añadir, alguien a quien le confesé (y confesar aquí es el verbo más exacto) esta predilección (esto en una caminata nocturna por las callejuelas congeladas de un lejano pueblo del noreste, hace ya algunos inviernos). La respuesta a esta buena pregunta, a esta pregunta del todo productiva, está, digo esto muy tardíamente pero con una extraña felicidad, entre las páginas 187 y 188 de El último lector de Ricardo Piglia.

Suelo leer con gusto los ensayos de Piglia y suelo asignarlos, cual utopista desaliñada, en mis clases (que no son de literatura universal) a la menor provocación. Por eso compré El último lector y, por eso, supongo, lo dejé por ahí, entre otros libros, y olvidé abrirlo. Lo hice apenas ayer y, cuando vi que “La lámpara de Ana Karenina” era el título de uno de los ensayos, no pude sino lamentarme por el tiempo en que ese último lector había estado ahí, arrumbado con otros libros. Leí el ensayo con gusto, eso es cierto, pero con creciente desencanto también. La escena, mi escena, la escena que para mí era la médula de Ana Karenina no estaba ahí. Brillaba, eso sí, por su ausencia. ¿También tú, Ricardo?, parecía estar reclamándole yo mientras daba la vuelta a las hojas con la respiración contenida primero, por la expectación, expulsada después, con el ruido completo de mi decepción. ¿Así que también tú, Ricardo? Y seguí leyendo porque uno sigue leyendo, por eso. Ya era de noche cuando, después de las interrupciones propias de la vida cotidiana, pude volver a tomar el libro. Seguía lo del Ulyses. Emprendí la lectura. Y ahí estuvo, en la página 187, ese doble espacio que anunciaba un corte, una vacilación, la calma que antecede a la tormenta. “Paradójicamente” fue el adverbio que lo inició todo.

“Paradójicamente”, escribe Piglia, “la representación narrativa de ese modo de leer [se refiere a la estrategia, en este contexto joyceano, a través de la cual un escritor pone al lector en lugar del narrador] se encuentra en una novela de Tolstói... y quizá con esta escena podemos terminar este viaje en busca del lector”. Era de noche, ya lo dije, y estaba cansada, esto no lo dije aunque se sobreentiende, pero nada pudo evitar que pensara, por el espacio más pequeño del más efímero de los segundos, que Pigilia lo iba a decir. Que lo que seguía era la escena aquella en que dos personas leen, y descifran sin resolver, un mensaje que es, en realidad, un mundo. No exagero si digo que el pulso aumentó de ritmo en las muñecas que unían el antebrazo a la mano que sostenía el libro frente a los ojos.

“Se trata de un pasaje de Ana Karenina, un pedido de mano, un segundo pedido de mano digamos mejor... Levin, a quien Kitty ha rechazado en su primera propuesta de matrimonio, lo vuelve a intentar.

“—Hace un tiempo que quiero preguntarle una cosa —añadió [Levin] mirando directamente los ojos acariciantes, aunque asustados, de la joven.

“—Pregúntela, por favor.

“—Aquí la tiene —dijo: y escribió las iniciales c. d. q. n. p. s. q. d. n. o. s. e. Estas letras significaban ‘Cuando dijo que no podía ser, ¿quiso decir nunca, o sólo entonces?’... Kitty lo miró seriamente, apoyó en la mano la frente cejijunta y empezó a leer. Le miró un par de veces de soslayo como preguntándole: ‘¿Es esto lo que me parece que es?’

“—He comprendido —dijo, ruborizándose.

“—¿Qué significa esto? —preguntó él, señalando la ‘n’ que representaba la palabra nunca.

“—Significa nunca —repuso ella— pero no es verdad.”

Ah

Dice Piglia (y aquí va la respuesta a aquella interrogante tan productiva hecha en una caminata nocturna de invierno): “La escena revela un uso extraordinario de la lectura como clave del desciframiento del secreto. La intimidad de una lectura reconstruye un lenguaje cifrado en este párrafo. El lector avanza a ciegas para reconstruir un sentido perdido y lee siempre en el texto los indicios de su propio destino.”

Y aquí, en este apunte, en esta concatenación de palabras, está clarísimo el vínculo que va de Tolstói, creo yo, a Kathy Acker.

No hay comentarios.: