lunes, febrero 28, 2011

¿Tirano, Él? (Diario Milenio/Opinión 28/02/11)

¿Aznar, Blair y Gadafi? No es noticia que los hipócritas se entiendan, sino que hagan negocios con los cínicos: sus fatales antípodas


1. Aquel tufo a gentuza

Nunca hice mucho caso a mis mayores cuando me aconsejaban que escogiera muy bien a mis amistades, entre otras cosas porque nada me aseguraba que no fuese yo mismo una mala amistad, pero sigo creyendo que a quien conserva un mínimo de luces las peores amistades se le revelan solas y le obligan a excluirlas de su lista. Me costaría trabajo, por ejemplo, continuar mi amistad con quien recién me entero que acostumbra patear a su mamá, pues asumo de entrada que a los que no compartimos su sangre nos esperan aún menos consideraciones. Los amigos, sin falta, vienen equipados con un voluminoso costal de defectos, que en los mejores casos conseguirán hacérsenos familiares, y de alguna manera entrañables, pues creemos ninguno resulta lo bastante alarmante para tachar su nombre de la lista. Otros, en cambio, apestan a gentuza. Por más que uno se empeñe en hallarlos graciosos o siquiera solubles, no consiguen disimular aquella antipatía rampante que sólo les permite trabar amistad con sus iguales, de modo que si alguno entre nuestros amigos nos mira en compañía de uno de esos fantoches impresentables, se preguntará cómo podemos entendernos, o en todo caso de qué diablos hablamos cuando estamos juntos.

“Cuídate de los buenos, que los malos yo te los señalaré”, decían las abuelas que había dicho Jesús. Un refrán cuya libre interpretación invita a pergeñar toda suerte de prejuicios autosuficientes contra el primer infeliz cuya existencia pueda parecer estorbosa, pero al cabo hay ejemplos señalados de individuos cuya mera mención suena calamitosa a oídos más o menos razonables, de forma que a menudo los presentes intercambian miradas, pellizcos, pataditas y guiños cada vez que se alude a esa persona de la cual no serían jamás amigos. ¿Cómo explicar, entonces, que un matón y fantoche de la talla de Muamar Gadafi tuviese tantas buenas amistades, no solamente entre los dictadores sino asimismo entre quienes se quieren paladines de la democracia? ¿Será que lo creyeron buena persona?

2. Del yo no fui al hazle como quieras

Sobre la hipocresía, no hace mucho escribió Javier Marías que “dentro de todo, implica una conciencia de lo que está mal y debe disimularse; es algo civilizado y supone el reconocimiento de ciertos valores, aunque se los violente a hurtadillas. El cinismo, en cambio, ni siquiera admite esto, es la expresión de la brutalidad en estado puro”. No habla aquí de Gadafi, sino de Berlusconi, que era hasta hace unos días el mayor valedor del sátrapa libio entre los europeos poderosos. Se entiende que se entiendan, eso sí. Habrá hasta quien opine que apestan igual, y que incluso a través de la pantalla despiden una variedad especialmente ácida de mal pedo. Pero en la lista de buddies del sátrapa figuran también otros que navegan con bandera de civilizados, es decir que eligieron el lubricante de la hipocresía sobre la cachiporra del cinismo, así que en el fragor de los altos negocios todos y cada uno pasaron oportunamente por alto la clase de gentuza con la que trataban, y ahora resulta que se extrañan al unísono de que el paleto caprichoso y extravagante al que tanto mimaron sea en la realidad un tirano sin escrúpulos, y además un ladrón inenerrable.

A ver. Si alguien se acerca a presentarme a un sujeto cuya fama de atrabiliario, voluble y caprichoso lo precede como una banda de guerra, y me cuenta además que tal pelafustán se interesa en hacer negocios conmigo, mal puedo calcular que va a irme bien. Es posible que el tipo tenga un equipo serio de colaboradores y más de un socio suyo me apabulle con las mejores referencias, pero he aquí que al instinto no acaba de gustarle lo que huele. Algo va a salir mal, me aconseja. Y para el caso ni el instinto hace falta, si ya me ocupo en consultar su expediente —así sea en el Google, que está repleto de sus peores gracias— y compruebo que estoy tratando con gentuza que debería darme miedo. ¿Qué clase de pelmazo tengo que ser para caer ahí de buena fe? ¿Qué tanto deberé parecérmele al rufián para aceptar hacer pandilla con él? ¿O esperan que uno crea que entre tantos prohombres, funcionarios y hombres de negocios de la Europa moderna y civilizada no había uno que supiera, igual que todo el mundo después de 40 años, qué clase de sujeto era Gadafi y sobre qué chiquero se sostenían su poder y fortuna?

3. Descaro mata pudor

Como debe inferirse de la reflexión de Javier Marías, la combinación de cinismo e hipocresía apunta a consecuencias fatales. Pues mal negocio hacen los hipócritas, cuya razón de ser es la discreción, cuando eligen aliarse con un cínico. Y eso tal vez ayude a imaginar la desazón de tantos súbitos ex amigos, a quienes hoy aterra que el Coronel Gadafi resulte el peligroso hijo de puta que siempre ha sido. Ellos, que suelen ser tan quisquillosos en materias notorias de por sí, como sería el caso de los derechos humanos, se pelean el megáfono para expresar un pasmo que resulta risible luego de leer el reportaje de Miguel Mora para El País, donde aparece la faceta fatal del dictador como hábil hombre de negocios, tanto así que ha logrado embarrar a empresas y gobiernos europeos, secuaces vergonzantes que no pueden pagarse el lujo del cinismo.

Hizo bien Muamar Gadafi al escoger amigos como Daniel Ortega y Fidel Castro, que como él dedican buena parte del día a encontrar enemigos y conspiradores debajo de las piedras. Si los demás secuaces se llaman a sorpresa, ellos están de acuerdo en que Gadafi es víctima de un imperio tan perverso y poderoso que con tal de aplastar al pueblo libio se atreve a distribuir alucinógenos entre sus jóvenes, con la flagrante colaboración de Al Qaeda. ¿O desde cuándo le importa al cinismo que sus cuentos resulten verosímiles? Y ahí está la tragedia de la hipocresía: si ha de sobrevivir, tiene que rendir cuentas. Malas cuentas, sin duda, cuando quien las entrega es el viejo cinismo de un amigo escogido en maldita la hora.

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