martes, febrero 01, 2011

Cómo me hice twittero (Diario Milenio/Opinión 31/01/11)

Hablando de ciberfobias


Hasta hace pocos meses, todo ese asunto de las redes sociales on-line solía darme una grima rayana en horror místico. Cada vez que alguien preguntaba al respecto, me divertía decir que seguía esperando la llegada de las redes antisociales. La clase de actitud que parte del prejuicio y en el primer descuido se transforma en postura de combate. A uno a veces le gusta definirse por aquello que no es, o por lo que no ha hecho y encima jura que jamás hará. Si ya era yo un desastre con los e-mails, ¿qué les hacía creer que iba a sobrevivir a esa ladilla digital del Messenger?

Ay, los e-mails. Tras trece años de enviarlos y recibirlos, no olvido la emoción de aquel primer correo enviado y respondido en cosa de segundos, aunque a la fecha no haya conseguido deshacerme de la deformación profesional que supone trabarse como un niño delante de un examen oral cada vez que me obligo a escribir uno nuevo. Es como si intentara redactar las líneas iniciales de una nueva novela: no son pocas las veces en que me rindo y lo dejo para un después que acaba por ser nunca. Adivine el demonio la cantidad de amigos seguros y probables que he perdido por causa de esta disfunción. Supongo que de muy poco ha servido aclararles, en broma pero en serio, que mis e-mails se tardan en llegar mucho más que mis cartas, y que para ese caso me da menos pereza ir a darme una vuelta a la oficina de correos que sentarme de nuevo a redactar ese mensaje idiota que a los demás les toma medio minuto. ¿Cómo no regañarse hasta el autorrencor de sólo calcular que el tiempo derrochado en un jodido e-mail podría haber servido para escribir dos párrafos de novela?

En el postear y el twittear...


Algo no muy distinto había dicho antes sobre los blogs. Qué pérdida de tiempo, me defendía, y resultó que de un día para otro ya me habían reclutado como bloguero. Una vez que ocurrió lo que en el fondo más había temido —es decir, la adicción— pasó asimismo que la novela en proceso defendió como un tigre sus espacios, y así me vi escribiendo día y noche, con la cabeza convertida en un ring donde peleaban sendas pandillas de obsesiones opuestas, y muy a su pesar complementarias. “Haz más cortos los posts”, recomendaban los conocedores, y a mí sencillamente no me daba la gana. Quien se enseñó a escribir por rebeldía no está para tomar el dictado de nadie, así que prefería seguirme despojando de la salud mental antes que obedecer instrucciones de extraños, por más juiciosas que éstas pareciesen, aun si ello afectaba mi economía y convertía el empeño en un despropósito (toda vez que los dueños de aquel blog pagaban por elpost, no por los caracteres, y posts de ese tamaño no los podía escribir a razón de uno diario). Una vez que logré dejar atrás el blogueo a destajo, no faltó quien viniera con una cantaleta insistente que al cabo de algún tiempo me llenó de cosquillas la voluntad: ¿Y por qué no twitteas?

Después de varios meses de resistencia atávica, y en realidad inútil porque ya las cosquillas eran comezón, abrí mi Twitter y arranqué con la cautela propia de un salvaje encerrado en la cabina de un 747, perseguido por una pregunta que al paso de los días me sonaría estúpida: ¿Son los mentados twitts una parte de la vida o la obra? Ni más ni menos que otro de los cuestionamientos necios de la inexperiencia, pues al momento de empezar a twittear ya estaba lo bastante prejuiciado para engendrar los twitts a modo de aforismos. Qué pereza, eso sí, orillarse a escribir a la defensiva, y para colmo al día siguiente releer y no hallar en lo escrito nada de extraordinario, pues un espacio así de corto e inmediato termina por prohibir tanto la reflexión oficiosa como la escritura elaborada. Pues sólo un papanatas osa perder el sueño por sus próximos twitts.

Pasiones sin aduana


Me encantaría emplear la generosidad de este amplio espacio para abundar al twittero respecto, pero lo cierto es que a dos meses de twittear sigo siendo un salvaje al mando de un teclado, y algo adentro me dice que justamente de eso se trata este quehacer. No sé si el Twitter sea, como quieren algunos entusiastas, un auténtico género, ni si vaya a durar menos o más que otros recursos a su modo similares, pero ya observo que en contraste con su prima lejana, la escritura, el Twitter se alimenta mejor de los impulsos que de las certidumbres, y acaso gracias a ellos termina por dejar al descubierto aquello que no siempre la escritura destapa. A uno le gustaría ser recordado y eventualmente reconocido por todo cuanto ha dicho de acertado, pero como sucede que los twitts no permiten enmiendas posteriores, más tarde o más temprano se termina por salir al balcón y dar curso libérrimo a sus emociones. Ni falta que hace, pues, traer a cuento la sensación de rara ligereza que sigue a una retahíla de desmesuras públicas; básteme con decir que funcionan como una terapia contra la gravedad propia de la escritura elaborada.

En los últimos días, respondiendo tal vez a una adicción en ciernes, me decidí a twittear durante los partidos del Abierto Australiano, sin pensar demasiado en la lista de errores no forzados en los que incurriría durante el remolino de pasiones absurdas que suelen provocar los buenos raquetazos. ¿Y no es, por cierto, la pasión absurda la que más se disfruta y mejor se comparte? Hay quien se queja a gritos porque los twitts se van tan fácil como llegan, y al final casi todos terminan por borrarse de la memoria, pero ya Albert Camus nos alertaba sobre los diez mil años que ningún libro cumplirá, jamás. Diez mil años, diez días, diez minutos: todo al fin ha nacido para disolverse, y las palabras suelen ir por delante.

No todas las palabras pesan igual. Tampoco los idilios tienen que ser de idéntico calibre. Por lo pronto, confieso que ya vivo un romance con las frases ingrávidas. Si tuviera delante a un terapeuta, le diría que todo esto del Twitter es liberador, y esperaría entonces a verle sonreír.

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