martes, febrero 22, 2011

C. D. Q. N. P. S. Q. D. N. O. S. E. (Diario Milenio/Opinión 22/02/11)

Para la autora, desde su adolescencia, Ana Karenina fue más un lugar que un libro, más una cita que una obligación, más una complicidad que el motivo de una calificación


Leí Ana Karenina hace mucho tiempo y debido a que un joven recién titulado de la carrera de Letras obtuvo su primer empleo como maestro de literatura universal en mi escuela preparatoria de dos años. Era un joven ambicioso y utópico, ligeramente desaliñado y de voz enérgica. Digo que se había graduado en Letras y que su posición como mi maestro de literatura fue su primer empleo porque de otra manera no me puedo explicar cómo se le ocurrió la peregrina idea de que alumnos de preparatoria con poca afición por la lectura y un desdén muy clasemediero por cualquier cosa que estuviera asociada de la más mínima manera a La Cultura, pudieran leer, completas, novelas rusas del siglo XIX. En todo caso, cuando nos advirtió de sus intenciones (no recuerdo haber tenido en mis manos un plan de estudios propiamente dicho y esto refuerza la idea de que su posición como maestro de literatura en mi escuela preparatoria fue su primer empleo) creo que fui la única que contuvo el salto de gusto que, en otro plano, en el plano de la literatura seguramente, estaba dando en ese momento. Yo ya me había declarado a mí misma (que es lo que cuenta) una lectora empedernida (y llevaba ya los anteojos que lo probaban) y hacía gala (con lujo adolescente) de esta elección a diestra y siniestra (más a siniestra que a diestra a decir verdad). Para entonces ya había leído los libros que me hicieron pensar que escribir (¡ay de mí!) no era tan difícil, que escribir era algo evidentemente muy placentero (¡ay de mí!), y que escribir era algo (¡ay de mí!) que yo quería “hacer de grande”. Pero Ana Karenina, el libro que me asignó un utopista cuando yo andaba por ahí de los 13 años, fue, en realidad, y en muchos sentidos, mi primer libro.

Aclaro que cada uno de los ¡ay de mí! anteriores tiene que ser pronunciado a velocidades distintas y con distintos tonos de voz.

Desde el inicio, desde aquella famosa primera línea, “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”, Ana Karenina fue más un lugar que un libro, más una cita que una obligación, más una complicidad que el motivo de una calificación —volver sus hojas, quiero decir, era un acto que me introducía en el espacio, pensaba yo en aquella época, de una catedral. Algo masivo en cualquier caso. Algo vasto. Pronunciaba la palabra Tolstoi, se me acusaba, como si fuera el principio de una oración (y por oración, en aquella preparatoria de dos años, sólo se entendía la oración religiosa, por supuesto). Mis amigas, aburridas por mi conversación, procuraron hablar conmigo sólo de lo estrictamente necesario y creo que fue por esas fechas que el muchacho aquel que insistía en ser mi novio lo entendió todo y se dio por vencido. Yo sólo me di cuenta de todo esto, cual debe, años después, puesto que mientras esto ocurría yo atendía con emoción los intrincados vericuetos del alma de una adúltera, viajaba en trenes del siglo XIX por el mismísimo paisaje ruso, y ponderaba, con adolescente solemnidad, la justificación formal del suicidio.

Los años, como dicen los narradores del siglo XIX o los cineastas de la época de oro del cine mexicano, pasaron. Y Ana Karenina se fue transformando en un recuerdo. Éste: la escena aquella en que dos jóvenes se recargan sobre algo (no recuerdo el algo, pero sí la manera en que los brazos de la mujer, inclinada sobre ese algo, se flexionaban, haciendo que el antebrazo rozara apenas su propio pecho) para leer un mensaje cifrado. Todo esto acontecía, y debo estar tergiversando este recuerdo, estoy segura, en un radiante día de otoño. El mensaje, de cualquier modo, estaba formado por letras, el inicio de palabras completas que, borradas del texto, lo constituían en realidad. Era un mensaje, como todos los mensajes secretos, que requería de complicidad, intimidad, arrojo. Era un juego y un reto. Una provocación. Una sutilísima invitación erótica. Un vínculo textual y un vínculo sexual. Un hombre y una mujer, leyendo; encontrando el sentido específico de la lectura en la lectura misma, construyéndolo en el acto. Todo esto bajo la luminosa bóveda de un día otoñal. Con el paso del tiempo, quiero decir, Ana Karenina se concentró para mí en la escena aquella en que Konstantín Dimitrievitch Levine le hace la segunda propuesta matrimonial a Catalina Alejandrovna.

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