miércoles, febrero 16, 2011

Alcohol: 1 - Realidad: 1 (Diario Milenio/Opinión 15/02/11)

A continuación algunas escenas mínimas de cuatro partidos históricos entre los equipos más fuertes de la liguilla


I. REALIDAD: 0 / ALCOHOL: 1

Tal vez pocos últimos párrafos han ocasionado tanta inquietud entre historiadores como la frase con la que Charles Gibson decidió dar fin a su monumental estudio The Aztecs Under Spanish Rule. Decía ahí que “si hemos de creer a nuestras fuentes, pocas personas en la historia de la humanidad han sido más propensas a la borrachera que los indios de las colonias españolas”. Explorando esta premisa, William Tay-lor escribió años después uno de los estudios fundamentales en la historia social del México colonial, Drinking, Homicide, and Rebellion, en el cual no sólo describe con característico rigor los cambios y las continuidades en las costumbres etílicas de la Nueva España, sino que también relaciona la ingestión de alcohol con actos de resistencia contra la imposición colonial o con actos de estratégica apropiación del discurso legalista de la colonia. De acuerdo a las leyes de la época, por ejemplo, el alcohol era considerado un atenuante en juicios penales, de ahí que muchos nativos adujeran que al cometer tal o cual delito se encontraban bajo el efecto del alcohol, recibiendo, por lo tanto, condenas menos estrictas y ganándose, de paso, una fama bastante incómoda o rutilante, según el punto de vista. Que esta visión benigna del alcohol se conservara más o menos viva a lo largo del tumultuoso siglo XIX no deja de llamar la atención, como tampoco deja de hacerlo el hecho de que, con la instauración del régimen porfiriano, el alcohol y la masculinidad quedaran unidos en una especie de espejo empañado.

II. REALIDAD: 1/ ALCOHOL: 0

Así como la sexualidad se convirtió en el terreno propicio para vigilar, controlar y, de ser posible, castigar las actividades de las mujeres porfirianas —de ahí la fenomenal preponderancia, por ejemplo, de la figura de la prostituta que Federico Gamboa volviera leyenda en su novela Santa— el alcohol fue el foro que los expertos de la época utilizaron con mayor frecuencia para identificar, categorizar y, eventualmente, sancionar ciertas conductas masculinas que, para aquellos en el poder, constituían cruentas amenazas contra el orden y, por lo tanto, contra el progreso y, por lo tanto (y vaya que nuestras autoridades son y han sido exageradas a lo largo de su historia), contra el bienestar de la nación. Si bien es cierto, luego entonces, que la ingestión de alcohol fue, tanto simbólica como materialmente, cosa de hombres, conforme los magos del progreso propugnaron por una modernidad disciplinada y productiva, esos hombres fueron descritos con mayor frecuencia con adjetivos menos y menos halagüeños: desclasados, antimodernos, carentes de voluntad, inútiles o, francamente, malos. Para muestra basta un botón: un gran porcentaje de los asilados del Manicomio la Castañeda —institución de salud mental que Porfirio Díaz inaugurara el mismo día en que se dieron inicio las festividades por el centenario de la independencia de México— llegaban ahí, en primera instancia, debido a su manera de beber. Y ahí permanecían, la mayoría de las veces en calidad de libres e indigentes, en el pabellón designado exclusivamente para alcohólicos. La Castañeda, que abrió sus puertas en 1910, continuó prestando sus servicios a lo largo del período post-revolucionario. Durante ese tiempo, los psiquiatras, enfermeros y comisarios que ahí trabajaron continuaron anotando escuetas notas descriptivas alrededor de una de las figuras más comunes y más vitupereadas de sus pabellones: los alcohólicos. Esta inquietante continuidad en la visión punitiva del alcohol resulta doblemente llamativa porque se da en el contexto de discontinuidad marcada, según la más rancia historiografía mexicana, por el parteaguas revolucionario. Tal vez la novela que mejor capturó tanto el sospechoso paralelismo entre la visión porfiriana y la revolucionaria de la embriaguez, así como también la ausencia de radical discontinuidad entre el porfiriato y los albores revolucionarios haya sido La vida inútil de Pito Pérez, la novela que José Rubén Romero publicó, he aquí el meollo del asunto, en 1938.

III. REALIDAD: 0 / ALCOHOL: 0

Quizá no haya ebrias más conocidas en la historia de México que la pareja formada por La Guayaba y La Tostada, el legendario par de borrachitas sucias y de mediana edad que provocaba mucha hilaridad y cierta desconcertada ternura en Nosotros los Pobres (1947) y Ustedes los Ricos (1948). Piezas clave del vecindario, dueñas de una sabiduría poco halagüeña y representantes de quién sabe qué silenciada, y por demás sospechosa, versión de la amistad femenina, La Guayaba (Amelia Wilhelmy) y La Tostada (Delia Magaña) fueron tratadas con una suavidad que casi parecía tolerancia o aceptación tanto por sus vecinos barriobajeros como por Ismael Rodríguez, el director de ambas películas. Algo similar ocurre con aquella Borrachita del inolvidable Tata Nacho que se va “hasta la capital pa servirle al patrón que la mandó llamar anteayer” —una mujer que bebe, ciertamente, pero debido a la pena, razón por la que no recibe la desaprobación pública o no, al menos, abiertamente—. Y si algo ha recibido Chavela Vargas, otra de nuestras grandes ebrias, ha sido el aplauso y la admiración de un público para quien su voz rasposa y viril no es nada más asunto de cuerdas vocales. Estas imágenes benignas de las alcohólicas se complementan con un silencio más bien estratégico de la ebriedad femenina en el discurso médico de la primera modernidad mexicana. Si bien los médicos de la post-revolución, justo como los porfirianos, pusieron desmedida atención sobre el cuerpo de la mujer, especialmente sobre su sexualidad, poco o casi nada tuvieron que decir sobre su conducta etílica. En los expedientes de la Castañeda, los médicos a cargo de diagnosticar las diferentes conductas anormales de las mujeres no tenían por costumbre detenerse demasiado en información concerniente a la ingerencia de bebidas alcohólicas, incluyéndolas en los cuestionarios sólo si las pacientes mismas los traían al caso. Esta ceguera médica condujo a una ausencia de asociación entre la ebriedad y la enfermedad mental que, en el caso de las mujeres, también produjo su invisibilidad como alcohólicas —de ahí la tolerancia y, acaso, simpatía con que las borrachitas aparecen de cuando en cuando en películas populares o comedias de moda.

IV. REALIDAD: 0 / ALCOHOL: 856, 795

Cada que el ídolo de ídolos (dícese de Pedro Infante, por supuesto) tomaba la botella de tequila y entonaba la canción favorita del respetable el alcohol ganaba, y sigue ganando, el partido. Por goliza, claro está. Por goliza.

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