lunes, enero 10, 2011

En memoria de Alicia (Diario Milenio/Opinión 10/01/11)

Ali querida,

Hace años que he querido escribirte esta carta, y es en el peor momento que lo consigo. Hay quien cree que se escribe mejor en la desdicha y ya sólo por eso me dan ganas de escribir esta carta con mala ortografía y peor sintaxis, pero no lo hago porque es para ti, y justo fuiste tú quien me enseñó a esquivar semejantes horrores. No he olvidado el verano que me pasé copiando noticias del periódico —dos planas del cuaderno cada día— y repitiendo luego veinte veces cada una de mis metidas de pata, mientras refunfuñaba porque eran vacaciones y qué tenía de malo que entrara a secundaria escribiendo cajón con g (te ganaba la risa al regañarme cuando lo decía: ¡No seas pelado, Xavier!). Pero ya me adelanto y esta historia comienza más temprano; déjame que reagrupe los recuerdos e intente comenzar por el principio.

Tenías los ojos de un azul profundo. Cuando algo reclamaba tu entusiasmo, era como si adentro centelleara una constelación de soles microscópicos y juntos proyectaran un mediodía chispeante y cristalino capaz de intimidar al más plantado, que es quien al cabo resultó mi padre. Pero voy más atrás, puede que hasta esa foto donde las luces altas entre tus pestañas imponían su ley sobre el sepia reinante y me dejaban verte conquistando ya al mundo desde aquel vestidito con que ibas al colegio de la mano de tu hermano Alfredo. Chícharita, te llamaban el Güero, mi abuela y tu primo Joachi, entre otros, según esto por el resplandor de tus ojos, aunque ahora me pregunto y ya no lo sabré quién de ellos fue el daltónico que conoció los chícharos azules. Era el Güero quien te sacaba con todo y primo del colegio para llevarte de pinta contra tu voluntad, según me asegurabas, y yo voy a morirme sin saber los mejores detalles de aquellas escapadas que tuvieron que ser divertidísimas. ¿O no es cierto, Ali, que a mi abuela le fue más que bastante con verlos bien tostados por el sol para inferir que habían pintado venado? ¿Recuerdas que más tarde, mientras mi abuela los curtía a nalgadas y cuerazos, el Güero le rogaba que le surtiera a él los mandarriazos que te tocaban?

Siempre fuiste inocente, aunque no ingenua. Necesité pulir por años mis mentiras para lograr que te creyeras una, si bien ahora sospecho que en buena parte de ellas te hiciste guaje con tal de no tener que meterte a la fuerza en tu papel de madre y estropear el grandioso momento de llevarme al parque, al cine, a dónde yo quisiera porque tu tiempo siempre lo tuve todo. Nunca existió un hermano que me lo disputara, ni tú mimaste más entretención que dedicarte a mí con fanatismo, y de pronto cumplirme caprichos que tardabas poco tiempo en hacer tuyos. ¿Quién, que no hubiera tenido esos ojazos y ese porte inapelable, habría convencido a mi papá —que como tú era un protector nato— de regalarme no una, sino dos motos? “Ya sabes cómo es”, le argumentaste, “mejor que se haga experto con la suya, a que vaya y se mate en una prestada”.

Perdona, Ali, otra vez me adelanto. Yo quería contar de tu largo noviazgo con mi papá, con esos pleitos épicos que a él lo traían pateando botes por las banquetas y a ti te hacían romper cristales con la mano. Porque eras dura y fuerte cuando había que serlo, y tenías el carácter lo bastante en su sitio para pelear a capa y espada por cuanto era tuyo. Esto es, mi padre y yo: el horizonte de tu corazón. No sé cuántos perritos de porcelana, cajas de chocolates y docenas de flores le habrá costado a él arrebatarte del hogar materno donde eras la princesa cuya madre le servía en la cama el desayuno cada fin de semana (somos, me temo ya, una estirpe de grandes consentidores), pero de sólo verlos bailar estelarmente en medio de sus amigos (les hacían una rueda, gritaban, aplaudían) podía uno asomarse a la pasión añeja que se agitaba atrás. Aunque no tan atrás porque tú nunca fuiste de las que se guardaban los sentimientos, y menos todavía de las que obedecían o agachaban la testa. Nada me reconforta más, cuando debo enfrentar un sujeto al que juzgo mandón e impertinente, que robarte a la letra las palabras a las que recurrías siempre que defendías tu independencia:¡No ha nacido quien me mande, fíjate! Pero al cabo sabías ser tan diplomática que nunca nadie supo, fuera de nuestra casa, cuán gordo te caía que te llamaran Licha.

No he llegado a nosotros todavía y ya el papel comienza a terminársenos. ¿Debería tratar de comenzar por aquellas doce horas tempestuosas, entre la medianoche y el mediodía, tras las cuales salí de ti a este mundo con tres y medio kilos de azoro y desconcierto vacíos de palabras y sin más experiencia que los gritos y lágrimas tuyos y míos? ¿Por aquel cuento del perro y las pulgas con el que cada noche conseguías sacarme las carcajadas, cada vez que una le decía a la otra “mira, ahí va nuestro camión”? ¿Por esas tardes en San Angel Inn, cuando íbamos a pie hasta el río seco sólo para decir hola al changuito que solía balancearse sobre su columpio, sobre la barda de una casa lejana? ¿Debería acaso sacar jugo al papel que nos queda para poner el énfasis en los años difíciles, cuando cargaste sola con el peso y las aflicciones de nosotros tres y con tus puras fuerzas nos sacaste del hoyo? ¿Y si nos acordáramos de ti, cuando joven campeona de más de un concurso de aficionados, cantándonos durante horas de viaje en carretera? ¿O cuando tú y yo fuimos a ver a Frank Sinatra y llegaste a la cama tan emocionada que no dormiste en toda la noche? ¿O de esos lunes en que me reclamabas porque habías leído mi columna y te topaste con varias peladeces? ¿Alguna vez te dije, a todo esto, lo bien que se sentía que al salir del colegio viniera por mí una señora así de guapa y bien plantada? ¿Sabías que tus ojos jamás envejecieron?

Ahora sí, Ali, se termina el papel. Como decías tú, me parte el alma, pero si he decidido escribirte esta carta justo aquí es porque cada lunes aquí nos encontrábamos, y ahora que ya no estás necesito acudir a nuestra cita. Perdonando el abuso, te abrazo con todo mi corazón. Hasta pronto, mi amor.

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