martes, enero 25, 2011

En defensa del hubiera (Diario Milenio/Opinión 24/01/11)

El nadador que no


¿El hubiera no existe? Si ese lugar común fuese verdad, la ficción no hallaría su lugar en el mundo. Otra cosa, sin duda, es extraviarse en la especulación con tal de verse a salvo de la realidad, aunque eso ya depende del mal uso que algunos le dan a sus hubieras. “Saber” —es decir calcular, o imaginar, o engañarse pensando— qué es lo que habría uno hecho si el devenir hubiérase comportado distinto, es no sólo un sabroso ejercicio neuronal, sino también un modo de mirarse al espejo retrospectivamente y plantearse cuestiones tan fundamentales como el destino de Emma Bovary (no en balde Carlos Fuentes se preguntó una vez qué habría hecho la ninfa flaubertiana de tener una American Express). Cierto es que el territorio del hubiera brinda seguridad a los cobardes y paz de espíritu a los conformistas, pero asimismo otorga a la imaginación armas indispensables para enfrentar el yugo de la realidad, e incluso rebasarla por carriles subterráneos que ésta no considera, de puro chata que es.

Una de las preguntas más socorridas en ciertas entrevistas hipotéticas tiene que ver con este tiempo intemporal: “¿Qué habría usted querido ser o hacer, si no hubiera tomado este camino?”. Una pregunta ociosa, eso sí, como ociosos resultan los afanes estéticos sin los cuales seríamos poquito más o menos que meros mecanismos encarnados. Rara vez escuchamos, además, una respuesta que valga la pena, pero en ese transcurso consigue uno, con suerte, asomarse a rendijas que de otro modo continuarían selladas por el racionalismo en el poder. Para no ir más lejos, recién salgo de una conferencia de prensa donde un ocioso le planteó esa misma cuestión a Roger Federer. ¿A qué deporte se habría dedicado, de no cruzarse una raqueta en su camino? Luego de especular entre un puño de disciplinas deportivas, el fenómeno suizo se ha detenido en aquello que nunca hubiese querido ser. Es decir, nadador.

Y usted, ¿no nada nada?


Ahora que lo recuerdo, era espantoso. Había que pararse pasaditas las cinco de la mañana para estar a las seis en punto en la alberca del colegio, que como ya podíamos esperar se hallaba helada como la muerte misma. Me encantaría quejarme por todos esos cientos de sufridas mañanas ofrendadas en pos de un pedazo redondo de metal, pero lo cierto es que aguanté nomás dos; llegando la tercera, estelaricé un drama lacrimógeno que en dos patadas me devolvió al calor de las cobijas. ¿Que si ya no quería ganarme una medalla, como aquel amiguito que tenía ocho meses entrenando a las seis de la mañana? El problema era que ese infeliz niño no madrugaba por ganar medallas, como para evitarse los cuerazos que le habría dado su padre si se atrevía a tratar de contravenir su decisión de tener en la casa un campeoncito. ¿Había sido campeón, ese padre celoso del deber ajeno? Por supuesto que no, de ahí que el vástago tuviese que serlo.

Figurar en la selección de natación no era precisamente un asunto de orgullo, toda vez que los héroes del salón eran aquellos que podían hacer magia con un balón de soccer entre las patas (nótese la distancia despectiva), pero igual otorgaba privilegios a los que ciertos vagos mal habríamos querido renunciar, como perderse varias horas de clase por salir a entrenar pasado el mediodía (el agua tibiecita, qué delicia) y disfrutar de una hora libre entera durante las odiosas clases de natación, cuando todos los otros tenían que patalear al unísono, pescados de una tabla de unicel. A cambio de todo eso, había que sacrificar unas cuantas mañanas de domingo para ir a competir en la Magdalena Mixuca o el Deportivo Chapultepec, y eventualmente hacer un pequeño ridículo en los doscientos metros de mariposa. Me recuerdo braceando hacia la meta en cuarto sitio, completamente solo porque no competíamos más que cuatro y los tres de adelante ya para entonces iban camino al vestidor. Y cuando éramos ocho nadando de crawl (nado libre, le llaman, como si hubiera forma de escoger), no había sensación más calamitosa que acercarse a la orilla mirando que el de junto ya te rebasó, y una vez en la orilla comprobar que de nuevo has llegado en cuarto lugar. En dos palabras: adiós medalla.

Es que no traje traje

Alguna vez, en casa de mi amigo el tritón, su madre tuvo el pésimo detalle de mostrarle a la mía sus medallitas, todas ellas guardadas en una misma caja en un cajón. No eran tantas, al fin, y aunque me parecieron envidiables no lo serían tanto como aquellas cobijas que un par de veces abandoné a deshoras, y cuya utilidad incuestionable subrayaba a mis ojos su carácter superfluo. ¿Qué habría pasado, al cabo, si en lugar de mi amigo hubiera sido yo el dueño de esos trozos redondos de metal? ¿Los habría colgado, enmarcado, llevado por corbata, o mejor dicho seguirían todos encerrados en una vieja caja y un ignoto cajón? ¿Me habrían querido más mis querúbicos padres en caso de haber sido campeón de natación? ¿Cómo darles las gracias por librarme de aquel destino abominable?

Por más que uno se obstine en ser realista, hay días en que amanece o va a dar a la cama con la cabeza repleta de hubieras, y de esa voluntad de ensoñación regresa más consciente de sus límites, alcances y posibilidades, o todavía mejor: hambriento de quimeras superiores. ¿Qué sería de novelas, pinturas, tonadas o poemas si no hubiera por ahí quien rascara en supuestos por nadie concedidos y diérales la magia levantisca de una ciudadanía emocional a prueba de verdades petulantes? ¿No cuentan los hubieras entre nuestros haberes? ¿No valen las lecciones del arrepentimiento? ¿Quién no ha caído, una y otra vez, prendado de un pretérito imperfecto? ¿Y quién nos dice que lo que pudo haber sido no tiene algo que ver con lo que un día será?

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