lunes, enero 17, 2011

Bolas de sangre (Diario Milenio/Opinión 17/01/11)

Las euforias insomnes


Acometo estas líneas abordo del primero de cuatro aviones en hilera: treinta y tres horas entre México y Melbourne. Es, a su vez, la primera de cuatro travesías soñadas cuyos días se anuncian trepidantes y elásticos. La clase de proyecto que lo desvela a uno desde el mero momento en que lo concibe, pues ya de entrada teme que sea irrealizable y acaso pierde el sueño por el deleite ocioso de darse a imaginarlo igual que un niño. La idea de pasar revista en un mismo año al Abierto de Australia, Roland Garros, Wimbledon y el US Open parecía no más que un delirio nocturno, pero es precisamente en esos trances que al deseo le gusta intervenir: a saber cuántos niños han llegado a este mundo merced a algún desvelo delirante. Y fue así, coqueteando con una obvia quimera, que aterricé en el alba de un día de septiembre con varias hojas llenas de apuntes y números. Fechas, euros, hoteles, dólares, aerolíneas, libras esterlinas, sumas, restas, razones, proporciones y muchas ganas de estirar la realidad sugerían que aquel proyecto narrativo podía, en una de éstas, no resultar del todo irrealizable.


¿Dormir? ¿Ya para qué? Si de verdad quería ir adelante con aquel despropósito vital, tenía que ir poniendo manos a la obra. No bien dieron las nueve, comencé a hacer llamadas. Aún era temprano para exponer la entraña del proyecto, pero al menos quería sopesar las reacciones que esa idea en principio trasnochada ocasionaba en los amigos a quienes llamé, resuelto a habilitarlos como secuaces. El punto de partida fue el vívido recuerdo de aquel excéntrico canoso y enjuto que muchos años antes solía distinguirse en las tribunas del Estadio Rafael Osuna por combinar sus viejos tenis Converse con una refulgente capa de terciopelo: imposible olvidar la exaltación prolífica y desmesurada del fanático Juan José Arreola, una vez que el partido terminaba y él tomaba el micrófono para narrar sus propios sobresaltos, que eran también los nuestros y ya sólo por eso le devolvían su crédito al azoro. ¿Quién, que recién hubiera presenciado la gesta, no se habría derretido por contarla como cuentan los niños sus fantasías épicas?


Corresponsal de garra


Requería de entrada dos equipos completos de secuaces: uno que me apoyara desde el periódico y otro en la editorial. Buscaba, por un lado, ir adelante con las crónicas tenísticas que había venido pergeñando en las páginas de MILENIO-La Afición, y por el otro dar aliento a un libro dedicado a narrar, desde los ojos infantiles del fanático, los cuatro campeonatos mayores —Grand Slams, que les llaman— a lo largo de uno de estos años míticos, cuando los dos más grandes colosos de la historia del tenis lo reinventan en cada duelo al sol. Uno de esos proyectos que en principio carecen de pies o cabeza, y no obstante se valen de instinto y entusiasmo para anunciar la urgencia que los anima, y aun si no acaba uno de bosquejarlos en cierto modo se figura lo que quiere. Corrijo: lo que necesita. Entre más repasaba la idea, más me aferraba a su necesidad, para pronto entusiasmo de mis aliados. Si en el nombre de la obra ya había consentido pensamiento y palabra, no podía salir con la batea de babas de la omisión: caldo de cultivo para el peor de los arrepentimientos.


“Los torneos mayores son la vara que mide la excelencia en el tenis”, dice L. Jon Wertheim en su libro Strokes of Genius, entregado de la primera a la última página a narrar cada legendaria hora de la final de Wimbledon de 2008 entre Roger Federer y Rafael Nadal. ¿O es que un duelo como ése podía quedarse sin ser contado instante tras instante? He ahí la comezón: poner palabras donde no hay más que golpes; ir detrás la guerra y tropezar de bruces con la garra; expropiar los fluidos secretos del gladiador en turno y ser con él feroz y atrabiliario; leer en la batalla y dejar que el instinto lleve la voz cantante; estirar las fronteras de la realidad allí donde ésta amaga con difuminarse. Nada que no haga uno de manera automática una vez que se ha unido a la matachina y hace suya la angustia sanguinaria del gladiador.


Con hambre de narrar


Rara vez puede uno hablar con algún tino de lo que se ha propuesto relatar por escrito, entre otras cosas porque la gracia de esto consiste en ignorarlo casi completamente. Se maldice en principio ese hueco en la panza que insiste en dilatarse conforme el duelo gana edad y tamaño y uno ya se pregunta si lo que mira puede ser contado (y cómo, y hasta dónde, y a partir de que punto), sólo para después sufrir porque se agota ya el espacio y hay cosas que no puede quedarse sin contar. Hasta donde recuerdo, es una sensación muy similar a la del niño que ha rozado la luna y de pronto no sabe cómo hacer para que ese entusiasmo le salga de los labios sin que el escepticismo de sus mayores dé al traste con su sed de compartir aquello que al cabo del relato parece más soñado que vivido. “¡Qué imaginación tienes!”, comentarían después, en ese tono amable y tan adulto que le partía a uno el corazón y lo dejaba solo frente a la red de su incredulidad.


No envidio a los que saben con pelos y señales lo que van a escribir. Conforme el avión vuela hacia el Pacífico, me digo que al relato de la guerra no se llega con mejores haberes que la amenaza clara de zozobra y la sospecha turbia de que otra vez apuesta por lo irrealizable. Si pudiera, ahora mismo me bajaría de este avión y escaparía hacia la zona de confort más cercana. “¿Eres hombre o ratón?”, me increpaba mi madre siempre que un desafío se revelaba demasiado grande, y yo le respondía, presa de algún alivio avergonzado, que por supuesto seguía siendo ratón. Muchos años más tarde, todavía me pregunto si no se meterá uno en estos bretes con tal de demostrarse lo contrario: he ahí una ocurrencia irrealizable.

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