miércoles, diciembre 29, 2010

Educación o narcoinsurgencia-Javier Aranda Luna (La Jornada/Opinión 29/12/10)

Según la Encuesta Nacional de Hábitos, Prácticas y Consumo Culturales dada a conocer por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, el panorama educativo en México resulta francamente aterrador: 73 por ciento de los encuestados no ha leído un libro en el último año, 57 por ciento no pisó una librería, 79 por ciento no adquirió un libro y peor aún: casi la cuarta parte de los encuestados reconoció no tener un libro en su casa. Esto significa que 26 millones de mexicanos o poco más de 6 millones de hogares ¡no cuentan siquiera con un diccionario ni con una Biblia en casa!

¿Ese es el buen camino por el que va nuestro país en materia educativa, como asegura el secretario del ramo?

Estos datos corroboran el fracaso del modelo educativo implementado por los gobiernos panistas y documentan desde otra perspectiva los más recientes resultados de la prueba PISA aplicada en nuestro país. En esa evaluación de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos se señala que 46 por ciento de nuestros jóvenes examinados cuentan con un grado insuficiente de aprendizaje, es decir, que sólo identifican ideas sencillas en los textos, que nuestras habilidades científicas son limitadas y que los alumnos sólo pueden resolver operaciones matemáticas rudimentarias. ¿De verdad vamos por buen camino en materia educativa?

Cuando hace años Octavio Paz escribió que no había intelectuales en el Partido Acción Nacional no entendí cabalmente lo que eso significaba. Lo entendí, cuando ese partido llegó al poder: cuando las hordas fascistoides de sus bases se empoderaron y empezaron a quemar libros de texto en la plaza pública, cuando sus funcionarios de primer nivel intentaron prohibir novelas de García Márquez y Carlos Fuentes, o cuando desaparecieron la filosofía de los planes de estudio del bachillerato.

El analfabetismo funcional de distinguidos miembros de ese partido va más allá de un anecdótico Vicente Fox diciendo Borgues por Borges o de una Marta Sahagún hablándonos de la Rabina Gran Tagora en lugar del celebérrimo autor de El hogar y el mundo. Es una política de Estado que atenta contra el sistema educativo mismo; que vulnera profundamente el desarrollo económico del país y el futuro de varias generaciones.

Según la tendencia del crecimiento poblacional estamos perdiendo nuestro llamado bono demográfico por la migración de algunos de nuestros mejores jóvenes, por no encontrar trabajo en el país y porque cada día nuestra población es más longeva. ¿Cuántos jóvenes se necesitarán para cubrir una cada vez más abultada nómina de jubilados? ¿Cuántas fuentes de trabajo debería procurar el equipo gobernante para evitar esa encrucijada que se avecina? ¿La narcoinsurgencia será el único horizonte laboral para muchos jóvenes en el futuro?

El rector José Narro ha dicho que si se han hecho rescates bancarios y carreteros deberíamos hacer un rescate social mediante la educación. El milagro económico de los Tigres de Asia y el de una Alemania destruida por la guerra y que es hoy el motor económico de Europa es la educación. Además, la enseñanza es el mejor antídoto contra el crimen organizado y la única forma lícita para generar riqueza.

Ojalá que los datos de la encuesta sobre hábitos culturales y los más recientes resultados de la prueba PISA en nuestro país ayuden a perfilar una positiva política de Estado en materia educativa: menos pomposa y más productiva, más cerca de las necesidades del país que de las políticas de los partidos, más cerca de la gente que de los sindicatos, más apoyada en los clásicos (los libros más baratos del mercado) que en los best sellers, más centrada en los libros rudimentarios que en los e-book, en fomentar el gusto por la arqueología más que por los espectáculos de luz y sonido en zonas arqueológicas. Los productos milagro en materia educativa más que un engaño o un buen negocio para algunos, es un crimen social. La reforma educativa de India es un ejemplo de lo que se puede hacer, la emprendida por Brasil es otro. ¿Comenzará este rescate social mediante la educación hasta que concluya esta administración panista?

martes, diciembre 28, 2010

Un teatro para el ojo (Diario Milenio/Opinión 28/12/10)

Aconteció más o menos así:


platicábamos alrededor de una mesa después de cenar o de comer. Era una de esas reuniones extrañas en las que se combinan, y esto por pura casualidad, amigos de muchos años con conocidos que de repente se vuelven entrañables. La conversación viró hacia los temas comunes o de siempre: los libros, los amores, los viajes. A mí me pasó lo que suele pasarle a los obsesivos: hablé de Comala como si fuera un sitio del que acababa de regresar. Cité a Damiana Cisneros. Me volví a sonreír ante el sueño maldito y el sueño bendito de Doroteo/Dorotea. En esas andaba cuando alguien más mencionó el título de la obra y, luego, como si fuera necesario, el autor del libro.

Pero, ¿es que también escribía?


La pregunta me dejó callada por un rato. Mientras trataba de digerir la información, me acordé mucho de los alumnos en las universidades norteamericanas que, al llegar a la fatídica sección del curso dedicado al muralismo mexicano, me preguntaban cada vez con mayor frecuencia si ese señor Diego Rivera había sido el esposo de la pintora Frida Kahlo. El tiempo, en efecto pasa. Algunas obras póstumas se alargan más que otras. El alemán que, alrededor de la mesa, había preguntado si Juan Rulfo también escribía, había visto únicamente sus fotografías. Para él, Juan Rulfo era un fotógrafo. Un fotógrafo, además, muy bueno.

Antes de que lograra salir de mi estupor, ya el alemán en cuestión había celebrado la cámara Leica de los negativos rulfianos más tempranos, sólo para describir, en bastante detalle, la calidad profesional de las tres Rollei Flex que había utilizado a lo largo de su vida. Una de ellas adquirida en Alemania, abundó. Negativos 6 por 6.

Hacia inicios o finales de siglo, nunca estuvo seguro del año, había tenido la buena fortuna de asistir a una exposición de la fotografía de Rulfo organizada en Innsbruck. Ahí, además del trabajo de Rulfo, se mostraban también las placas de Walter Reuter, el fotógrafo con el que había trabajado en la región mixe. En la exposición, y esto le había causado especial asombro, se incluían las fotografías que Rulfo había tomado durante el transcurso de la filmación de un par de películas La escondida (Roberto Gavaldón, 1955) y El despojo (Antonio Reynoso, 1960). Luego, buscando datos de su obra, había encontrado otras cosas de ese artista visual que, para su gran sorpresa, le resultaba ahora también un escritor.

Recordé todo eso apenas hoy, cuando revisaba unas notas para un ensayo sobre el ojo y el oído en la obra de Rulfo. Recordé, por ejemplo, que hacia finales de la década de los 40, Rulfo había aceptado un empleo como agente de viajes con la compañía Euskadi, tomando para sí esa casi olvidada profesión que compartiera con aquel famoso escarabajo de corte kafkiano. Recordé que entre otras cosas, esa fue la profesión que al inicio lo llevaría a atravesar vastas regiones de ese territorio convulsionado por los embates de la modernidad: la desigualdad social, sobre todo, el legado de injusticia de una revolución que había seleccionado con feroz precisión a sus beneficiarios. Recordé sus fotos. Las volví a ver. Como al mítico ángel de Benjamin, a Rulfo le interesaba la mirada en retrospectiva: ésa que observa en todo detalle el desastre ocasionado por los vientos del progreso. La ruina era lo suyo, sin duda. El pedazo mínimo de realidad en que se concentra, con todo su poder crítico, lo que pudiendo haber sido, no fue. La violencia que detuvo toda esa serie de posibilidades. El momento de la decisión. De ahí, sin duda, esos rectángulos de papel albuminado donde quedaron las huellas de la pobreza descarnada, el abandono espectacular, la permanencia de los rituales religiosos, la risa que asustaba o asusta. De ahí, los sobrecitos de papel glacine que Rulfo confeccionaba a mano para proteger sus negativos. De ahí esa cámara que, casi al ras del suelo, insiste en aproximar la línea del horizonte hasta el ojo espectador. Hasta el cuerpo. Todo eso que también apareció en los mundos de su escritura. Esa manera.

Pero Rulfo no sólo tomó placas de paisajes o rostros o edificaciones deterioradas. El artista visual también enfocó su lente hacia esas controladas representaciones de lo real que son las escenografías cinematográficas. En 1955, en efecto, aprovechó la filmación de La Escondida, película dirigida por Roberto Gavaldón, para hacer una serie de fotos en el transcurso de las grabaciones. Lo mismo hizo años más tarde, entre 1959 y 1960, cuando Antonio Reynoso dirigió El despojo. Un año antes de publicar Pedro Páramo, Rulfo también tomó fotografías de los ensayos que el ballet de Magda Montoya llevó a cabo en Amecameca. No se trata de lo real, lo repito como si hiciera falta repetirlo, sino de la representación de lo real, y aún más: de la representación de la representación de lo real. Algo similar ocurre en la serie sobre los ferrocarriles, donde explora las posibilidades de la geometría. El ojo rulfiano se detiene, pues, con igual cuidado en las texturas del deterioro, esa inscripción visible del tiempo sobre el mundo en tanto objeto, como en los trompe d’oeil de las figuraciones de la figuración. Esa puesta en abismo. Un teatro de la imaginación. Un ojo realista no habría hecho eso. Un ojo experimentalmente realista, uno ojo realista in extremis, sí que lo hizo.

Ahora aprovecho que estoy escribiendo este artículo para salir de mi estupor y contestarle con toda tranquilidad al amigo alemán aquel que, en efecto, sí, Juan Rulfo también escribía.

lunes, diciembre 27, 2010

Agassi y la autovivisección (Diario Milenio/Opinión 27/12/10)

Memoria de condena


A veces, un buen libro es capaz de estropearte el día entero. Tiene uno sus planes, o su agenda, o cuando menos un par de pendientes de los que en modo alguno podría sustraerse, pero he aquí que el libro le persigue como la sombra de un ardor en curso y mal puede hacer foco en otra cosa. No vayamos más lejos, ahora mismo estas líneas sufren las zancadillas recurrentes de un libro que me invita a abandonarlo todo por volver a sus páginas, de modo que me veo obligado a negociar con él y traerlo hasta acá, con tal de que no acabe de soltarlo mientras se van sumando los párrafos. Basta uno de estos libros pegajosos para que de la noche a la mañana —dormirse tarde por seguir leyendo, despertarse temprano para leer— el lector fascinado se vuelva poco menos que predicador, y quién sabe si no algo muy similar a un vendedor de biblias. Y esto es lo que ahora mismo me sucede con Open, de Andre Agassi.

He de admitir que lo tuve por no sé cuántos meses, amontonado en esa lista de espera de la que algunos salen sin haber sido abiertos por motivos que yo tampoco entiendo. Había leído unos cinco, seis párrafos, y ya desde el tercero el protagonista confesaba su odio profundo por el tenis, en medio del calvario cotidiano que precede a un partido más de su carrera, el último quizá. Cerré el libro y lo puse a reposar. Ya llegaría la hora en que nos entendiéramos. Tres recomendaciones más tarde, volví sobre el principio de lo que ya sabía no era una autobiografía edificante, como se esperaría de un campeón con tamaña trayectoria, sino algo similar al testimonio de un desgarramiento. El tenis como puerta de entrada del infierno. El tenis como cárcel para niños. El tenis como puerta de salida del infierno. Una suerte de pesadilla entrañable que no tarda en tomarlo a uno por rehén a golpes de ojo clínico, ironía y honestidad brutal, entre otras cualidades de efectos respingones.

Sarcasmo y cicatriz


Había comprado el libro luego de ver uno de esos partidos entre celebridades donde el tenis suele ser lo de menos. De un lado, Federer y Sampras, del otro Nadal y Agassi, cada uno equipado con diadema y micrófono, de modo que pudiera comentar en voz alta las jugadas y contribuir así a un espectáculo quizá no tan pequeño como era de esperarse, básicamente gracias a las ocurrencias sarcásticas de Agassi. Si al menos una parte de esa impiedad desfachatada se había colado en su autobiografía, seguramente sería deleitosa como un episodio de Californication, me animé en el proceso de compra electrónica, sólo que en vez de retratar la vida de un novelista contaría la historia de un gladiador. Es decir, ya no tanto la de un héroe como la de un guerrero forzado. Y era eso, finalmente: un parte de guerra, escrito en colaboración con J.R. Moehringer, donde no obstante salta línea tras línea esa visión sardónica, implacable, agridulce del hijo predilecto de Las Vegas que ya odia al tenis antes de aprender a jugarlo.

Bastaría el relato de su infancia para dar a esta historia por extraordinaria. Quien haya visto a alguno de esos padres monstruosos empeñados en diseñar un hijo a la medida de su megalomanía, puede ya imaginar la clase de vida que lleva un niño condenado a vivir en una casa en el desierto equipada con cancha de tenis, y en tanto eso pelear todos los días contra una máquina que le escupe decenas, centenares y miles de pelotas, a lo largo de horas y horas de tortura supervisada por un padre neurótico que remedia el error a través del terror. Una voz que lo instruye o lo reprende pero jamás lo elogia, siempre detrás del hombro, como una prótesis de la conciencia. O como un dios violento, insaciable y mandón que destruye a quien no consigue complacerlo.

El autopaparazzo

“Dicen que estoy tratando de cambiar el juego”, se defiende, ya entrado en la adolescencia y el profesionalismo, y por tanto a distancia de su verdugo. “De hecho, estoy tratando de evitar que el juego me cambie a mí.” Más que la de su vida, se diría que Agassi cuenta la historia de esa resistencia. Donde el juego suele abarcarlo todo, de lo que ocurre estrictamente en la cancha al último resquicio de su vida privada, contaminado por la misma ansiedad: odiar lo que uno hace y hacer lo que uno odia, ya sea para alcanzar el número uno del ranking mundial o para despertar al lado de Broo-ke Shields. Imposible ignorar —cierto es que se disfrutan malsanamente— las pinceladas de finísima ironía con las que el narrador retrata a su ex esposa, basado únicamente en citas literales de ciertos comentarios descorazonadores. Cada vez que la actriz de La laguna azul convence a su marido de viajar a otra isla paradisiaca, ya sabemos que va a ser un suplicio. Porque bien reconoce el de la voz que en ciertas situaciones le puede más el cool que la caballería.

Agassi con su imagen de chico malo a cuestas. Agassi atormentado jugando la final de Roland Garros con el peluquín mal puesto, temiendo mortalmente que se caiga y destroce su carrera. Agassi que resiste, aunque no siempre, la cosquilla punzante de perder un partido a propósito. Agassi seducido por el hechizo de la metanfetamina. Agassi descubierto y perdonado por intermedio de una buena mentira. Agassi resurrecto, reinventado, rebobinado. En todo caso, siempre, Agassi crudo. Mitad sin maquillaje, mitad engalanado por una escrupulosa cirugía verbal que permite asistir a su autobiografía como a una rara mezcla de novela intimista ythriller atlético, Agassi se le vuelve a uno entrañable a fuerza de cumplir con su palabra. ¿O es que no se le mira abierto hasta la médula? ¿No parece su Open, a todo esto, antes la biografía de un boxeador que la de un tenista? En todo caso, no lo puedo soltar. Tengo esta sensación de match point en mi contra que me obliga a seguir tirando puñetazos. Pura épica íntima, no faltaba más.

¿Rock antifacista?-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 25/12/10)

Dos confesiones obligadas. No era mi mejor día para asistir a un concierto de rock, y menos a uno que consistiría en la ejecución íntegra de un álbum mítico, uno de cuyos temas principalísimos es la figura del padre. (Me explico: mi propio padre ha tenido problemas de salud a últimas fechas, y justo había dedicado yo la totalidad de ese día a acompañarlo a citas médicas.) Y, además, no vi sino poquísimo más de la mitad del espectáculo, pues para llegar al Palacio de los Deportes hube de salir de Santa Fe en hora pico -empresa para la que es menester hacer acopio de una fe santísima que, ¡ay!, no poseo-, pasar a depositar a mis padres a Polanco, hacer nueva escala en la Condesa para recoger mi boleto en casa y bregar Viaducto arriba en medio del caos que ha llevado a mi ingeniosa mujer a proferir el aforismo inmortal según el cual el año consiste de once meses... y una pesadilla (esto, querido Tim Burton, es justo the nightmare before Christmas). Así, tomé asiento a las 10:15 de la noche, físicamente agotado, emocionalmente alterado y contento más por descansar el cuerpo y haber logrado no fallar a la cita que por la perspectiva de disfrutar el espectáculo.

Pero lo disfruté. Roger Waters, con o sin Pink Floyd, no es lo mío (demasiado hay en su música todavía de rock progresivo... y he aquí que detesto el rock progresivo). Y aunque reconozco que The Wall es un álbum notable, también es cierto que no lo escucho por así decirlo nunca. Nada de eso importó, sin embargo. Cuando llegué, me deslumbró la solvencia escénica de lo que veía: un muro físico de gruesos ladrillos a punto de ser completado, sobre el que eran proyectadas películas hermosas y evocadoras y terribles, perturbadoramente realistas, y tras el cual tocaba la banda.

Para la segunda rola del segundo acto -no es The Wall Live un concierto de rock convencional, sino un espectáculo teatral deslumbrante y conmovedor, con un discurso no narrativo pero sí inteligente y bien articulado- sabía que asistía a una experiencia escénica mayor. Aun así, no podía evitar sentirme defraudado. Primero pensé que el público -el veinteañero histerizado que coreaba y ululaba a mi izquierda, los espectadores que se obstinan en mediar todo lo visto con una cámara, el mar de encendedores blandidos con ingenua ñoñería- era la causa de mi leve pero certero malestar. Luego, para peor, descubrí que tal comportamiento no era sino apenas la consecuencia, y que la culpa, toda, era del rock mismo.

Waters es un artista, por tanto sensible, y -cosa rara en un artista, anota el hiperracionalista que soy- además un hombre inteligente. Pero es, ante todo, una estrella de rock, y como tal no puede evitar recurrir al arsenal de artimañas de un universo que busca siempre la disolución de la individualidad y el culto a la personalidad, nociones por definición facistoides. El problema es que The Wall se pretende apología del individuo e incluso del ciudadano, crítica pertinente y pertinaz a los fascismos de izquierda y de derecha: a todos -el comunismo, el capitalismo, el Islam, el sionismo, el gran capital- salvo a uno, el rock mismo, cuyo aparato totalitario arrolla todo atisbo de voluntad en personas que no quieren ser sino masa.

A la salida me vino la imagen de un viejo cartón de Palomo: "Soy antifacista." "¿Militante?" "No. Hago los antifaces.". En mi recuerdo, los ojos que se atisban tras el antifaz son los de Roger Waters, quien siempre está observándome.