jueves, diciembre 16, 2010

"Olvidar la ficción"-(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 15/12/10)

El pasado jueves estuvo en Profética, casa de lectura, Agustín Ramos presentando su más reciente novela “Olvidar el futuro” (Tusquets, 2010), lo acompañaron Moisés Ramos, Arturo Ordorica y quien esto escribe. Ahí se dijeron muchas cosas importantes, quizá la más destacada es el gran miedo que, tanto autor como lectores tenemos de que esta novela deje de ser ficción para convertirse en dura y cruel realidad.

La trama tiene como protagonista a un escritor que se encuentra en la cima del mundo literario, sin embargo siente que a sus novelas les hace falta más vida, más acción. La vida lo pone en el momento justo y necesario, donde tendrá que resolver la pregunta más complicada de su vida: ¿asesinar o no al empresario más importante e influyente de México? A esto, le seguirán una serie de acciones trepidantes, que convertirán a nuestro destacado escritor en un Ulises asesino. “Olvidar el futuro” goza de una prosa monstruosa que exige al lector suma atención al texto, pues el cambio de escenarios, personajes y tiempos es asombroso, lo cual hace entretenida y complicada la lectura.

A través de esta novela, Agustín Ramos, hace una excelente radiografía tanto al interior como al exterior de diversos mundos, principalmente el literario y el político; en ambos, plasma el sinfín de porquerías que los cubren. Los personajes que aparecen a lo largo de la novela tanto principales, como secundarios están perfectamente construidos que se necesitaría ser muy despistado para no dar con sus posibles símiles en la vida real; convirtiendo así a la novela en una ficción sumamente arriesgada, pues el autor no tiene pelos en la lengua y plasma con precisión de cirujano las críticas necesarias en estos tiempos tan aciagos –acompañadas de una buena carga de un humor negro-, donde la corrupción y esta guerra sin sentido que el gobierno de Felipe Calderón ha emprendido contra el narcotráfico, tienen a México en una situación espantosa.

Una novela imperdible y que hará a cualquiera reflexionar sobre la realidad mexicana y obligará a cada lector a preguntarse ¿quiero esto para México? Una novela donde todos los ahí retratados, desde un multimillonario hasta una simple secretaria, pierden.

Con esta novela Agustín Ramos demuestra, como bien dijo en la presentación del libro, que la literatura es el lugar a través del cual aún se puede gritar, quizá, el único espacio que le queda al mexicano para expresarse libremente.

martes, diciembre 14, 2010

Sueño serial #2 (Diario Milenio/Opinión 14/12/10)

Houston, como todo lo demás, había cambiado. Reconocí algunas calles del centro, especialmente el bar donde acostumbraba beber los mejores martinis secos del mundo preparados, aún 7 años después, por la misma Amanda —una mesera algo guapa con la que se podía platicar a gusto. Reconocí el sinuoso camino que bordeaba el bayou donde amigos de toda confianza, aunque algo pachecos, aseguraban que habían visto cocodrilos o, al menos, grandes lagartos oscuros. Reconocí el Mais, ese restaurante vietnamita donde sostuve incontables reuniones nada clandestinas con furibundos izquierdistas norteamericanos y senegaleses y filipinos que querían aprender español. Todo lo demás, incluido mi barrio Normal, se veía distinto. Las casas eran más ostentosas y, sin sorpresa alguna, cada vez menos de los años 20 y más de los 90 (todo esto en el siglo XX). Ya no estaba el Reddie Room —donde alguna vez escuché, acaso con demasiado bourbon en las venas, a John Lee Hooker— ni el otro bar de la esquina donde un marzo de 13 o 14 años atrás tuve a bien bailar al compás de la música de Uncle Tupelo —todo esto por menos de cinco dólares y celebrando un cumpleaños. Era, como se sabe, otro mundo. Era, como se sabe, un mundo que, eventualmente, se convirtió en un mundo de mis sueños.

En todo eso pensaba mientras mi amigo manejaba lentamente, comentando los cambios más espectaculares del barrio y, también, los menos espectaculares. Cruzamos los rieles que, para entonces, ya no conducían a tren alguno sobre sus lomos. Y pasamos frente a la casa que alguna vez había sido mía y que, todavía protegida por la fronda de un fresno enorme y rodeada por las hojas iridiscentes de los viñedos, ocupaba entera una esquina. Como le había cedido la casa a una izquierdista lesbiana de radicales tendencias ecológicas, no me sorprendió en lo absoluto ver a las gallinas que, en contra de las leyes de la ciudad seguramente, vivían en lo que alguna vez fue mi hortaliza. Aún adornaba el porche de los años 20s esa bandera verde-blanca-roja con la que había pretendido ser nacionalista y la roja que indicaba mis proclividades políticas. Y seguían en pie los tendederos que los vecinos alguna vez habían calificado de “naturales” y que yo utilizaba como herramienta contra las nuevas tecnologías. Me imaginé, sin dificultad alguna, viviendo ahí por cuatro años aunque, claro está, sin gallinas. Oí, como oía entonces, ese sonido recatado y feroz de las plantas cuando crecen de noche.

Avanzamos a vuelta de rueda justo antes de que un sentimentalismo atroz me obligara a llorar. Y entonces, para absoluta sorpresa mía, reconocí la esquina que, en mi sueño del barrio de Normal, nunca había podido cruzar. Era una esquina como cualquier otra —había comercios y casas y gente y anuncios y postes del alumbrado público —cuya única seña de identidad era que, en cada uno de los sueños que componían el sueño serial del barrio de Normal, nunca había podido ver más allá de ella. Esa esquina se había convertido en mi límite onírico. Esa esquina era mi verdadera frontera. Mi abismo. Mi desconocimiento.

Emocionada, le pedí a mi amigo que no se detuviera, que la cruzara, que fuera más allá. Mi amigo, que me tenía aprecio, lo hizo no sin dejar de espiarme con el rabillo del ojo derecho. Yo sabía que se preguntaba con insistencia qué era exactamente lo que había encontrado pero, por ser gringo y amigo mío y por tenerme aprecio, no se iba a atrever a preguntármelo. En lugar de interrumpirme, avanzó. Y cruzó la esquina. Y siguió manejando. Y entramos, así, en el Más-Allá-de-la Esquina del No-Hay-Más-Allá. Yo lo veía todo con ojos de red. Lo espiaba todo con una avidez que sólo me conozco a ratos. No escuchaba nada más ni veía nada más ni imaginaba nada más. Estaba ahí, en el presente, sin ambages. Completa. Abierta al mensaje importantísimo y secreto que el sueño serial había decidido guardarse. Y avanzamos por minutos enteros así, en silencio. En la más total de las expectativas. Yo contenía la respiración y, mi amigo, por pura empatía, supongo que hacía lo mismo. No fue sino hasta quince minutos después que, irritada y dolida, susurré:

—Pero si aquí no hay nada.

Mi amigo se volvió a verme con algo de preocupación en el rostro porque el barrio donde manejábamos era ciertamente anodino y sin carácter alguno pero sólo con dificultad o con un sentido alterado de lo real podía asegurarse que no había nada ahí.

—Pensé que querías ver esto —me dijo con su docta voz de historiador urbano—, lo construyeron justo después de que te fuiste. Aquí sólo había maleza antes, ¿te acuerdas?

Le iba a pedir que me hablara de la maleza ésa que, por supuesto, no recordaba, pero entonces me di cuenta de que no tenía caso. Y, en lugar de guardar silencio, que es lo que uno debe hacer cuando algo sagrado o incomprensible realmente sucede, platiqué de otras cosas como si nada hubiera pasado. Mi amigo, porque me tenía aprecio, hizo lo mismo. Así llegamos al restaurante donde los investigadores que habían logrado sobrevivir a las bajísimas temperaturas de los auditorios universitarios festejaban ya el encuentro. Tomamos bourbon y, mientras no los oía, me dediqué a escuchar la voz de John Lee Hooker en ese lugar de mi cabeza que se seguía llamando el Reddie Room. Me paré una vez más en mi esquina y, justo cuando iba a dar el paso que me llevaría irremediablemente a cruzarla, me detuve. En seco.

—Por esto escribo —me dije, entre resignada y alerta, aceptando lo inaceptable y, al mismo tiempo, exigiendo lo imposible. Inmóvil.

—Nunca hay nada ¿verdad? —me susurró el amigo que me tenía aprecio mientras sonreía y bajaba la vista como si lo que acababa de decir le diera vergüenza.

—No, nunca —le aseguré muy lentamente, enunciando con cuidado cada consonante y cada vocal de cada palabra, luciendo de esa manera el luto que ya le empezaba a guardar al sueño que, estuve segura en ese momento, no regresaría más—. Nunca hay nada.

Luego tomé otro trago de bourbon. Miré el techo. Y seguí escuchando la voz de John Lee. Supuse que por eso, entre otras cosas, escribo. Por ese instante. Por esa nada.

lunes, diciembre 13, 2010

El decente impresentable (Diario Milenio/Opinión 13/12/10)

¿Muslo, pierna o pechuga?


Hasta donde recuerdo, los padres de Rosario tenían tanto dinero que ni siquiera ellos se hacían una idea clara de sus haberes, pero estaban al tanto de una carencia: su hija más joven no era, como a veces decían, algo fea y un poquito especial, sino de plano horrible y encima antipática. Daban por hecho así que en su nutrida fila de pretendientes —en realidad, una carrera de trepadores— jamás habría un verdadero enamorado. No obstante, una noticia los desconcertó: sobresalía entre los aspirantes cierto joven sonriente y servicial, cuya mirada extrañamente diáfana —se esmeraría quizás en prodigarla— reflejaba una suerte de desinterés por los asuntos meramente materiales, asimismo presente en la simpleza de su atuendo y el hueco presumible en su cartera. No por casualidad se habían conocido en la iglesia, si no existía otro club que pudiera juntarlos. Amador, se llamaba, y era uno de esos jóvenes piadosos de quien nadie esperaba una bribonada; raro que no se hubiera hecho sacerdote. Pese a tantas virtudes, ya puestos a elegir, los padres de Rosario habrían preferido como yerno a un bribón.


En principio, aquel novio pobretón fue vetado por toda la familia, pero pronto su ligereza de carácter y la docilidad beatífica con que encajaba cada nuevo desprecio le ganaron una oportunidad. “¿Sabe comer, siquiera?”, interrogó a Rosario una de sus hermanas, como insinuando que de ser eso cierto tal vez haría posible sentarse a negociar con ella y Amador. ¿Era verdad que al chico de sus sueños le sobraba en modales y refinamiento cuanto le hacía falta en bienes materiales? No era que lo creyeran, pero en vista de lo avanzado del noviazgo se conformaban con verlo comer. El trato era muy simple: lo invitarían una tarde a la casa y servirían pollo de plato fuerte. Si sabía cómo usar los cubiertos, podía aspirar a un sitio en la familia.


Zona de confort en renta


La historia de Rosario no fue muy diferente de lo esperable, pues resultó que el de los ojos diáfanos se olvidó de rezar tan pronto conoció la alta solvencia y le tomó cariño a la vida parásita, pero eso al cabo era lo menos importante —lo inevitable, pues— desde el punto de vista familiar, una vez que en su tiempo quedó demostrado que el consorte era diestro a la hora de mover cuchillo y tenedor. Esto es, que era decente, según el juicio escéptico de sus entonces aún parientes probables; luego, sería persona y no el salvaje que llegaron a temer. Cierto es que los afrentaba más la idea de que fuera un palurdo impresentable, y con tal de evitar ese bochorno preferían albergar a un perfecto vivales y eventualmente ser estafados por él. No se sentían, por tanto, iguales o siquiera similares al advenedizo, pero verlo comer pollo como la gente les ayudaba a creerse capaces de comprarlo. ¿Cómo, de otra manera, se hubieran entendido?


Es fácil criticar a las buenas conciencias. Da uno por hecho que, de verse en su lugar, actuaría de otro modo, y eso le da asimismo una buena conciencia. La vida será siempre más sencilla para quienes asumen que el vecino, el compañero, el pretendiente es persona de bien, por más que menudeen las evidencias que lo señalan como granuja. De ahí que a las mejores conciencias les encante reunirse y echar luz sobre sus buenos ángulos. Mostrar lo bien que comen y se expresan en público, sugerir que no son distintos en privado, por más que todos sepan la verdad y hablen cosas terribles a sus espaldas. Lo esencial no es que existan coincidencias profundas, sino formalidades compartidas. Un protocolo amplio del cual poder asirse para no decir nada grave, ni importante, ni sólido, ni cierto, si lo que se persigue es la paz de conciencia.


Nostalgias orwellianas


Cada vez que aparece una imagen moderna y rutilante de la China del siglo XXI, se espera que uno alivie su conciencia en la certeza del progreso posible; que nos tranquilicemos imaginando a cientos de millones de chinos dichosos entre Prada, Nintendo y Ferragamo, gozando de esos índices de crecimiento que ninguna conciencia tranquila explicaría. El chiste, al fin, es que se nos parezcan. Si todavía no aprenden a comer pollo como occidentales, ya dominan el Domino’s y reconocen al coronel Sanders. Ahora que si se trata de hacer comparaciones verosímiles, el precio que hoy día pagan los chinos de la calle por dar la falsa imagen de acaudalados es llevar una vida plena de restricciones, miserias, explotación y sometimiento, de pronto más cercana a la triste existencia de los pollos que a la de sus suertudos comensales. ¿Cuándo se ha visto a un pollo alebrestarse por la mala comida de la granja? ¿Quién los escucharía, si así lo hicieran? ¿Qué tan difícil sería mandar al rastro a los alebrestados? ¿Quién reclama al granjero por maltratarlos, si el negocio va bien y paga a tiempo a todos y hasta se ha hecho amigazo del gerente del banco?


Para el gobierno chino y su lógica de granjero voraz, Liu Xiaobo no es un disidente, sino un criminal. Y ese estatus, en China —donde a los disidentes se les patea la cara después de ejecutados—, no lo envidia ni un bípedo emplumado. ¡Quién le daría el Nobel a un pollo, por favor! De ese tamaño luce la sorpresa del estado policiaco cuando algún extranjero se atreve a defender al estigmatizado. En un país en tal grado moderno que la pena de muerte se aplica en camionetas diseñadas específicamente para el efecto —auténticos patíbulos motorizados que minimizan costos en el nombre del pueblo— la sola idea de quejarse por algo, así se lleve una vida de mierda, parece una conducta criminal. ¿Y cómo más podría funcionar una granja bajo el gobierno de unos patrones vueltos capataces que si algo saben bien es cuánto cuesta un pollo en el mercado? Pero claro que esas cosas no cuentan. Lo que importa es que parezcan modernos y no tan diferentes de nosotros. Que sepan comer pollo, si es posible.

Dinero-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión 11/12/10)

El poder extraordinario de los comerciantes novohispanos era notable, al parecer, a simple vista. De todo lo que impactaba a los viajeros a la ciudad de México en el siglo XVII, el denominador común era siempre la riqueza de su abasto y la multitud de su comercio. Que a la clase alta criolla le honrara la abundancia del reino y la celebrara en cuanta oportunidad tuviera, es natural. El tema de la opulencia era una herramienta de negociación fundamental y un asunto de orgullo local. Además, desde Balbuena, era la carta de legitimidad de la colonia ante la metrópoli: el rey estaba al otro lado del Atlántico, pero el sustento del reino -la fuente de su fertilidad- estaba de éste.

Y es que todo estaba a la venta en Nueva España, porque como en el México contemporáneo, podía faltar lo que fuera y la riqueza podía estar infernalmente distribuida, pero el dinero nunca fue escaso aunque siempre fluyó de manera tal vez inexacta: En 1591, la corona decretó, con la intención de financiar la sangría de las guerras de Flandes, que los puestos menores de la burocracia -cajero, escribano, alférez o policía municipal- fueran vendidos. Para 1633 los cargos más altos de la Tesorería de los reinos eran un bien comprable y heredable. Para 1677 se pusieron en venta las judicaturas de distrito y para 1687 casi todos los puestos en la corte.

La historia del malogrado proyecto militar imperial de la Unión de armas revela el nivel de influencia en las esferas del poder político de la clase mercantil mexicana. En 1623, mediante un plan diseñado por el conde duque de Olivares -hoy recordado por haber sido quien encarceló y fatalmente dejó morir a Quevedo-, la corona decidió que todos los reinos del imperio colaboraran en mayor medida con las guerras interminables de Castilla. Nueva España, en esta circunstancia, debía pagar 250 mil ducados -de 600 mil- con que debían colaborar las colonias americanas, además de los impuestos comunes, que eran altos.

Las asociaciones de comerciantes trataron de impugnar la nueva medida, pero en esta ocasión el virrey -al tanto de la urgencia del dinero- no estuvo dispuesto a transar con ellos. Los comerciantes comenzaron entonces una multitud de juicios, acompañada de una sólida campaña panfletaria. Por las actas de los procesos sabemos que se pretendió negociar no una reducción del dinero, sino una mejora en la participación pública de los criollos: Los comerciantes exigían que, para poder participar en la Unión de armas, se abriera el comercio nuevamente a Filipinas y el Perú, que una mitad de los puestos eclesiásticos y civiles fuera concedida a personas nacidas en el reino de la Nueva España, y que las encomiendas -seguía vivo el asunto por entonces- se hicieran perpetuas, o al menos heredables a tres generaciones.

Para 1634, once años después de la emisión del decreto de Unión de armas, el virrey Cerralvo escribió a Madrid recomendando que el dinero se recogiera de fuentes más sensibles a la situación militar española, lo cual cerró el caso. En el México directamente anterior a sor Juana, el dinero podía más que el apoderado del rey. En La estructura económica de la Nueva España (Siglo XXI) René Barbosa descubrió una paradoja: la falta de ambición industrial de los terratenientes criollos, al mezclarse con un sistema de producción agraria en que convivían haciendas, encomiendas y tierras comunales, produjo una acumulación de capital móvil -nunca faltaba dinero metálico porque la riqueza agrícola se generaba sin inversión- que mantuvo a Nueva España a salvo de la sangríade la industria minera, de la que dependía España.

Las reformas borbónicas de principios del siglo XVIII, que querían constituir a la metrópoli como una sociedad capitalista fueron más fáciles de implantar en América por que las clases altas continentales nunca perdieron el flujo de efectivo y nunca dejaron de acumular capital -no lo invertían-; ya eran capitalistas.