sábado, noviembre 20, 2010

Conductor designado (que no resignado)-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 20/11/10)

Problema mayúsculo durante años: completar en fichas migratorias la casilla marcada “Ocupación”. Y es que la respuesta verdadera arroja en mi caso un resultado harto plural. Escribo, y lo que escribo es a veces crónica, a veces ensayo, a veces narrativa, a veces teatro, a veces periodismo, y con mayor frecuencia todas las anteriores a un tiempo; por si fuera poco, lo hago en libros, en revistas, en este periódico. Trabajo, asimismo, en televisión, para la que en ocasiones también escribo, en ocasiones produzco —actividad que consiste desde en revisar contratos hasta en corretear gente para que haga su tarea asignada, pasando por ir por los chescos— y en la que con frecuencia aún mayor aparezco. ¿Que qué hago en ella? Depende. De los tres programas en que participo ahora, en uno llevo una sección —es decir que produzco / investigo / comento—, en otro debato sobre un tema con un amigo y un invitado —digamos que ahí comento / explico / discuto, pero también asumo tareas que podrían ser consideradas de producción— y en un tercero respondo preguntas del público, chacoteo con mis compañeros de panel y me esfuerzo con poco éxito por hacerme el chistoso. Reto al lector: ¿cuál es mi ocupación profesional?

Podría responder que soy comunicólogo, y es que en efecto estudié Ciencias de la Comunicación (prometo no volver a hacerlo). Pero también es cierto que dicha formación universitaria no me capacitó para realizar mi trabajo mejor que a mis amigos filósofos, politólogos y hasta abogados e ingenieros que se dedican a lo mismo que yo. Escritor es lo que pongo ahora, pero confieso que no me atrevía a hacerlo hasta que publiqué mi primer libro, y que me sigue pareciendo un poco sacrílego hacerlo. Periodista me dije en un tiempo pero, cada que pensaba en Kapuscinski o en Jon Lee Anderson, la sola palabra me hacía sentirme culpable. Podría consignarme productor de tv, y diría una verdad pero –¡ay!– demasiado parcial. Escritor entonces, sin pudor pero ya sin culpa. Lástima que pocos me consideren tal. Y es que, de acuerdo a la mayoría de la gente, lo que soy es un Conductor, a lo que respondo “¡Eso sí que no!” (cuando menos no en tanto identidad profesional). No que no conduzca. Pero conducir televisión o radio no es una identidad profesional ni una ocupación sino una mera función administrativa, acotada en el tiempo. Conducir es saludar y despedir una transmisión, dar información práctica, presentar al invitado, mandar un corte.

Pero hay quienes se dicen, muy orondos, conductores. No es que tengan una identidad profesional, y ésa los haya llevado a aparecer en tv donde, además, conduzcan; es que eso se asumen: conductores. Lo peor es que tienen razón.

jueves, noviembre 18, 2010

México en desconcierto-Pedro Ángel Palou (El Universal/Opinión 18/11/10)

Aunque algunos vaticinaron que nos empacharíamos de festejos, lo cierto es que el Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la revolución en realidad nos dejaron a todos un mal sabor de boca. Más allá de la polémica por saber quién era el modelo para el Coloso –o la tontería misma del Coloso y la fatuidad del grito de 2010- lo cierto es que perdimos la oportunidad de reflexionar con seriedad en la sociedad que fuimos en ese entonces y en la que queremos ser en este milenio que apenas comienza y en la que parece que nuestras asignaturas pendientes nunca serán aprobadas.

Este país sigue siendo hecho, pensado y retransmitido vía satélite por las élites. Aunque estas cambien cada vez, no importa: son las mismas que se llamaron hombres de bien en la época de Santa Anna, pacíficos en la época de Zapata, legalistas cuando López Obrador tomó el Paseo de la Reforma.

Son los mismos que le pidieron a Marcos —cuando era el subcomandante y no su caricatura— que se quitara la máscara pues alguien sin rostro no podía hablar en la Cámara de Diputados. Son los mismos que creen que sólo la mano dura puede solucionar nuestros problemas y son los mismos que hablan del estado de derecho cuando una manifestación política se les sale de control sin darse cuenta que el estado nunca le ha dado derecho de nada a una inmensa mayoría de mexicanos que lo mismo se van a Estados Unidos a buscar una mejor vida que se matan en las calles de Ciudad Juárez y Tamaulipas y… en todos lados

Se hicieron tan mal las cosas –con Durmamos México por las noches de los viernes, con celebraciones inocuas en los estados, con fatuidad en la federación que tampoco se logró que adquiriéramos conciencia de nuestra historia, sus aciertos y lagunas, sus triunfos en medio del desconcierto que se ha llamado México.

Y no me llamo a engaño con la producción literaria pues los tirajes no tienen la extensión suficiente como para que formen parte de la argumentación; son un añadido apenas al edificio en ruinas en que se ha convertido nuestro país.

Sin embargo todavía es tiempo de llamar a pensar, a construir un espacio público para un debate nacional. Todavía tengo la esperanza de que más temprano que tarde deberemos convocar a un nuevo constituyente y empezar por allí. No de cero, ese error ya también lo cometimos muchas veces, sino de nuestros mínimos comunes múltiplos. ¡Que alguien empiece a despejar la incógnita, por favor!

miércoles, noviembre 17, 2010

"Vida + Fútbol + Literatura = Vladimir Dimitrijević"-(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 17/11/10)

La relación entre fútbol y literatura para muchos puede resultar extraña, pero otros ya la vemos como cotidiana. Los mejores ejemplos en México de dicha relación son: Juan Villoro, Rafael Pérez Gay; a nivel Latinoamérica tenemos a: Andrés Neuman y Eduardo Galeano; por nombrar algunos.

A mis manos ha llegado la segunda edición de: “La vida es un balón redondo” de Vladimir Dimitrijević (Sexto Piso, 2010), un libro exquisito para todo aquél lector que tenga como pasiones vitales al fútbol y a la literatura.

A lo largo de ciento treintaisiete páginas, el autor ofrece una hermosa y dinámica disertación sobre la importancia que tiene en su vida el fútbol y cómo ésta comparte símiles con las formas de vivir la literatura. Vladimir ofrece unas comparaciones interesantes entre escritores y directores técnicos, entre cualidades poéticas y la existencia de los cracks del fútbol. Sin embargo, no es un texto romántico donde el autor sólo se dediqué a plasmar las virtudes del fútbol y sus semejanzas con la literatura; también retrata las grandes afectaciones, para bien y para mal que este deporte ha sufrido con la incursión de tecnologías y la inyección de fuertes economías, gracias a las monstruosas publicidades; desde la implementación de slogans en las playeras de fútbol, quitándoles elegancia; hasta la aparición de cánones de lo “futbolísticamente correcto” y la “esclerosis democrática”, que da como resultado: un cierto temor a no triunfar que ha inundado el fútbol a nivel mundial, cambiando así los juicios y la estética futbolística. Ahora es raro ver marcadores abultados y en cambio se ven partidos donde la diferencia entre el ganador y el perdedor es de un gol.

Sin duda, una amplia metáfora de la vida futbolísticamente literaria.

“La vida es un balón redondo” más que ser una serie de ensayos ortodoxa, es una serie de conversaciones amenas e íntimas , donde el autor quiere hablar con el “otro” acerca de lo mucho que extraña el fútbol, pues una lesión le arrebato la posibilidad de llegar a ser un futbolista profesional. Es, de igual forma, una invitación a no perder la pasión por la vida y por los sueños que uno va teniendo desde pequeño y que no siempre se cumplen.

Avisos parroquiales

Ya está circulando el número 111 de la revista Dosfilos, cuyos principales atractivos son las apariciones de las plumas de Guillermo Samperio con su texto “El amplio y breve oficio de la escritura” y una breve muestra poética de Pedro Ángel Palou, poemas que son parte de su “Catálogo de las aves”, publicado recientemente por el Gobierno del Estado de Zacatecas.

Y pronto saldrá el segundo número de la revista Uni-Diversidad, espérenla.

martes, noviembre 16, 2010

Goeritz en Campo Alaska, 1950 (Diario Milenio/Opinión 16/11/10)

Werner Mathias Goeritz Brunner nació el 4 de abril de 1915 en Danzig, una ciudad de la Prusia Oriental, Alemania, que con el paso del tiempo se convirtió en Gdansk, Voi-vodato de Pomerania, Polonia. Pero Mathias Goeritz, el nombre por el que sería más conocido, murió en México un 4 de agosto de 1990. El número, vean. El cuatro. Recordado, sin duda, por frases como “Menos inteligencia y más fe”, Goeritz inició estudios de medicina en Berlín, pero terminó inscribiéndose en la Escuela de Artes y Oficios de Berlín-Charlottensburg, donde se doctoró en filosofía e historia del arte. Tal vez desde entonces ya creía que el arquitecto y el albañil eran una sola persona. Tal vez desde esa estancia en Berlín se convenció de que estar a la vanguardia no significaba ir al frente de los demás, sino separarse de ellos hasta volverse algo en sí, absolutamente nuevo y ejemplar, aunque lejano. Es difícil saber con precisión en qué momento surgen las ideas. Es difícil ponerle un número a todo eso.

Quienes lo recuerdan, que no son muchos, lo recuerdan como un hombre alto, altísimo. Una manera típica de describirlo sería la siguiente: “Un hombre de casi dos metros de estatura y manos grandes que estaban constantemente ocupadas con lápices, pinceles, papeles, libros, pieles, cuerpos”. Luego de vivir en Tetúan en 1941, en Granada en 1945, Goeritz fundó la Escuela de Altamira en Santillana del Mar en 1948. El lema que la volvería famosa fue: “Todos los hombres, por fin hermanos, se convierten en artistas”. La carga de la utopía. El olor a cueva. Luego, en 1949, justo cuando enfrentaba dificultades con la renovación de su permiso de residencia, Goeritz recibió una invitación del arquitecto Ignacio Díaz Morales para impartir cátedra en una universidad de la ciudad de Guadalajara. En esta universidad creó un taller de diseño en el que difundió lo que sabía de la Bauhaus. Cinco años después, la Universidad Nacional Autónoma de México lo contrató para dirigir un taller de educación visual y, más tarde, la Universidad Iberoamericana le encomendó la creación de la Escuela de Artes Plásticas. En todo caso, fue por invitación del arquitecto Ignacio Díaz Morales que Mathias Goeritz se trasladó a la Ciudad de México en 1949.

Un año después, Mathias Goeritz llegaba, exultante, a Campo Alaska.

En las numerosas cartas que escribió tanto a miembros de su familia como a amigos y artistas de distintas comunidades, Goeritz contaba en minucioso detalle lo que pasaba frente a sus ojos y lo que pasaba, casi al mismo tiempo, por su cabeza. Se trata de un copioso diálogo epistolar que, todo parece indicarlo así, le ayudaba a aclararse ante sí mismo su propia relación con el mundo. Ahí explicaba. Ahí decía y se desdecía. Ahí pedía disculpas o demandaba disculpas. Ahí, también, en algunas de esas cartas, mencionó su viaje al norte. 1950. El esternón del siglo. La mitad de la mitad. Todo había empezado, se explayaba ahí, a causa de un tambor. Entre todas las personas que conoció en los primeros tiempos de su estancia en México, hubo una en particular; era un hombre un tanto enloquecido de nombre Daniel Mont que se la pasaba tocando un tambor mientras decía: “Que chingue su madre me dijo la muerte, que chingue que gusto de verte”, lo cual podía durar horas. Goeritz veía en Mont ciertos dejos de la personalidad del dadaísta Huelsenbeck, quien portaba un tambor dentro del cabaret Voltaire, y bajo esta misma “lógica del tambor” propuso al irreverente hombre hacer un museo experimental en el que la emoción y la espontaneidad primaran sobre la lógica y la razón. Cabe la posibilidad de que haya sido ese mismo hombre quien primero le habló del otro hombre, el hombre del fin del mundo. El hombre de Campo Alaska.

Quieres ser la mujer por la que un hombre se queda en el fin del mundo.

Encorvado sobre la máquina de escribir, absorto. El abrigo negro. Las uñas rotas. Una especie de continuo balbuceo que algunos confundían con un rezo en la punta de la boca. Eso era él o un resumen de él. El humo de los cigarros. Los anillos de plata y aguamarina en los dedos índice y pulgar. Por sobre todas las cosas, el ruido, ese incesante ruido de las teclas que azotaban el estrecho rollo de papel blanco.

––¿Por qué usa eso? —le habían preguntado con frecuencia al inicio, durante sus primeros días en el campamento. La voz consternada o irónica, una de las dos.

—Porque no hay otra cosa —había sido su respuesta una y otra vez. Terrena. Práctica. Brevísima. Como si tuviera muchas otras cosas por hacer. Como si alguien, en el fin del mundo, pudiera tener, en realidad, tantas cosas por hacer. Los ojos sobre el interlocutor con un poco de condescendencia, otro tanto de incomprensión. A alguien se le había ocurrido que cuando había pedido papel, él había querido decir rollos de papel para caja registradora. O tal vez era difícil conseguir hojas de papel tamaño carta o tamaño oficio. O seguramente poco le importaba al encargado de juntar sus víveres y sus objetos en esa caja que viajaba, cada mes, dentro de una avioneta piloteada por una mujer.

Por eso había empezado a hablar con ella. Todo a causa del papel.

—Necesito hojas, ¿me entiendes? —le había repetido muchas veces. Al inicio con la dicción de una paciencia falsa, a fuerza apenas simulada y, muy pronto, con exasperación—. ¿Será de verdad tan difícil conseguir papel de máquina en tu ciudad de mierda?

Mathias Goeritz llevaba un fajo de hojas blancas, tamaño oficio, enrolladas en el bolsillo interior de su saco cuando abordó el avión privado que lo llevaría de la capital hasta la ciudad fronteriza donde lo estaría esperando ya, con esa actitud entre distraída y petulante, la aviadora de cabello corto y cobrizo que lo conduciría finalmente hasta Campo Alaska.

—Usted debe estar loco para ir hasta allá —le había dicho ella a manera de saludo mientras extendía la mano y removía la tierra suelta con la punta de su bota derecha. La mirada, definitivamente, en otro lado.

—Usted también —le había respondido, terrenal y práctico, el hombre más alto de su vida. Luego, como si no hubiera otra cosa por hacer, le había señalado el camino hacia la avioneta con un gesto diminuto y delicado.

Ese tipo de mujer.

lunes, noviembre 15, 2010

La sonrisa de Berlanga (Diario Milenio/Opinión 15/11/10)

Asqueroso entrañable


Tamaño natural, se llamaba la película. Si no recuerdo mal, fue la única vez que me vi fascinado por los guiños estáticos de una actriz absolutamente inexpresiva. O fue acaso que no supe evitar cierta recóndita solidaridad con el protagonista, encarnado por Michel Piccoli. Recordaba al actor por El trío infernal y La gran comilona, donde asimismo daba vida a sendos príncipes del libertinaje, pero he aquí que Tamaño natural abrevaba de un hondo romanticismo donde, nupcias de castidad y concupiscencia, un hombre se entregaba a seducir a la muñeca plástica que le había llegado en un paquete. Paseos, ropa, joyas: el hombre no escatima. Y cuando espera de ella un regalo especial, es lo bastante espléndido para comprarlo él mismo y ponerlo en las manos de la muñeca. “¡Te acordaste!”, le dice, tan sorprendido como el espectador, que a cada paso duda si lo que ve no es sólo verosímil, sino encima posible, y por toda respuesta se carcajea. Recuerdo que en el cine, atrás de mí, había una mujer acongojada cuya idéntica queja iba antes y después de cada escena intensa entre hombre y muñeca: “¡Guácala, viejo asqueroso!”

Ese viejo asqueroso, celebré ya después, cansado de reírme de la sinceridad de la expresión, no es solamente Michel Piccoli, sino el provocador Luis García Berlanga, que amén de dirigir la película regentaba asimismo una colección de libros que a mis ojos elevaba sus bonos a la mera estratósfera del libertinaje: La sonrisa vertical. Nunca supe, ni quizá me interese saber hasta dónde se involucraba Berlanga en la edición de esos libros preciosos y regocijantes, cuya estigmata implícita los destina a ocupar un lugar tan recóndito en libreros, armarios, cajones, dobles fondos, como el del corazón en el abdomen. En lo que a mí respecta, me basta con que los haya leído. Sería cuando menos signo de que ha gozado de la vida más allá del común de los mortales. Imposible contar las risas y terrores y rubores, entre otros exabruptos intempestivos, que he vivido con uno de esos libros de pasta rosa y cerradura abierta entre las manos. Porque, claro, esas cosas no se cuentan.

Los rosados infiernos


El primero que leí —El bajel de las vaginas voraginosas, de Josep Bras— no era un clásico, ni quizás una joya, pero me reí tanto del principio al final que desde entonces ya no puedo evitar una cierta sonrisa francamente horizontal cada vez que me enfrento a una de las portadas de la colección que hoy es la biblioteca pública de Berlanga. Si los pacatos deudos de otros muertos ilustres se ocupan con afán de inquisidor en desaparecer las zonas infernales de su biblioteca, la del cineasta se halla en tal modo desperdigada, multiplicada y con frecuencia escondida, que su fuego está a salvo de la hoguera oscurantista. Ya quiero imaginar las deliberaciones del jurado que por aquel entonces entregó al libro de Josep Bras el primer lugar del Premio La Sonrisa Vertical, y el segundo a Siete contra Georgia, de Eduardo Mendicutti, tras haberse retorcido de risa con la lectura de tamañas finalistas.

Tanto consenso hay en el asunto erótico que caben dentro de él la escritura humorística, las historias de horror y el grito primigenio de la carne, no pocas veces a un mismo tiempo. Del verdugo coprófago, profano e infanticida que lo hace a uno dudar entre risa y pavor en El inglés descrito en un castillo cerrado, el anónimo reivindicado por André Pieyre de Mandiargues, a los regocijantes consejos del Manual de urbanidad para señoritas, de Pierre Louÿs, el catálogo de La sonrisa vertical es poco menos que una repostería literaria. Pero se trata de ediciones escasas, o cuando menos escasean en los anaqueles, de modo que es más grande la tentación de ir atesorándolas. ¿Qué tal, se teme uno, como buscando justificación, si en veinte años no me vuelvo a encontrar este libro? ¿Quién me dice que ahí, entre las catacumbas de la entrepierna —o acaso las del alma, que les son contiguas— no me espera algún tren de pensamiento indispensable? ¿Cómo negar que es uno socio activo de esa logia secreta cuyo símbolo es una sonrisa chueca?

Superación pasional


Tal vez la gran ventaja de estos libros cuyos lomos se hacen reconocer a veinticinco metros de distancia sea su calidad de inquietantes. Si otros textos se leen por genuino interés, curiosidad voluble o mero amor al arte, éstos cargan las estigmatas suficientes para ya de antemano contar con las miradas turbias de quienes van a leerlos en la privacidad de su salpicada conciencia, y con alguna suerte volverán de ese ensueño tropical con el esfínter menos apretado. Si me diera por hacer chistes obvios, intentaría una lista de libros eróticos y personajes públicos urgidos de leerlos. De Espera, ponte así, de Andreu Martín, a la anónima Señorita tacones altos, es seguro que harían maravillas por dar vida y aliento a esos pobres rehenes del ojo público que se pasan la vida engarrotados como la muñeca de Michel Piccoli.

He revisado las noticias y editoriales en torno a la vida y obra de Luis García Berlanga, y apenas aparece alguna referencia a su trabajo como editor de libros. Especialmente aquellos color de rosa, con la solapa ancha y un suajado en el ojo de la cerradura que coincide con la mueca de marras. ¿Y no es uno, por cierto, lo que lee? Verdad es que la biografía, palabra y obra de Berlanga se bastan solas para dibujarlo, aunque no siempre darle profundidad. Cuando he leído la noticia de su muerte, me he quedado pasmado menos por el cineasta que por el secuaz: ese provocador que nunca se despide sin dejar tras de sí un pequeño desastre, como sería el caso de una conciencia sucia, un instinto convulso o una alcoba empapada. Poco me extrañaría que el estruendoso Luis G. Berlanga viera en cada uno de sus títulos queridos a una muñeca tersa y complaciente, digna de enloquecer al más equilibrado. Vayan, pues, estas líneas para acusar recibo agradecido.