sábado, noviembre 13, 2010

Puedo explicarlo todo-Xavier Velasco (Milenio/Suplemento Laberinto 13/11/10)

Con autorización de la editorial Alfaguara, publicamos dos momentos de la nueva novela del autor de Diablo Guardián, una historia, ha dicho él mismo, de “sarcasmo, ternura, inocencia y culpa” cuyo protagonista, literalmente, deja a todos sin aliento.

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Isaías Balboa creyó siempre en los cuestionarios. Decía ver en ellos mapas de vida, donde cada pregunta era una irrevocable bifurcación, idéntica a los giros del destino, pero a quien se atuviese estrictamente a los hechos difícilmente le pasaría de largo la tendencia de don Isaías a torcer esos mapas de acuerdo a su concepto personal del destino. Su primer libro, Todo el oro del mundo, publicado en modesta edición privada, invitaba al lector, en términos extrañamente agresivos, a “exprimirle las ubres al universo” hasta dejarlas “secas como una vulva de generala”. En 1972, un estilo en tal modo desafiante podía encontrar cabida en la ficción literaria, y hasta probablemente en la historieta, pero no entre los libros de autoayuda y superación personal. A lo largo de los veinte años siguientes, el contador privado Isaías Antonio Balboa Egea persistió en el empeño de escribir un manual para el éxito en verdad exitoso, y ante cada revés no encontró mejor táctica que contratar a un nuevo redactor. Algún día su firma, respaldada hasta entonces por estilos y contenidos distintos, daría cabida a un verdadero talento, y de esa dupla nacería el éxito.

Isaías Balboa dio por hecho que el éxito por fin había llegado en el otoño del setenta y ocho. Finalmente, una editorial grande se interesaba en publicar su libro más reciente: A golpes con el destino. Unos meses más tarde, le llamó el editor. Tenía lista la portada del libro. Ciertamente Balboa no esperaba gran cosa de los diseñadores, pero tampoco le quitaba el sueño. Quería letras grandes, eso sí. (Había resistido la tentación de llamarse doctor, y pensaba que tarde o temprano alguna institución tendría que obsequiarle el Honoris Causa.) Y así estaba: su nombre en letras grandes, incluso demasiado grandes, sobre un fondo que el editor le había anunciado como Gran Sorpresa: la imagen de Sylvester Stallone en el papel de Rocky Balboa.

Le explicaron: la película estaba de moda, tenían los derechos de la foto, venderían libritos como tortillas.Libritos. Antes de la segunda de las preguntas cáusticas que acabaron llevándolo a la calle bajo oportuna escolta policial, Isaías Balboa tenía las facciones entre hinchadas y contraídas, el semblante completamente fluorescente, la saliva ganando espesura. ¿Quién se creían que era él, un payaso? ¿Habían pagado los derechos por publicar aquella foto inmunda que lo ubicaba sin lugar a dudas en el escalafón más bajo de la filosofía barata? De ahí a referirse con irritante precisión a las partes pudendas de cada una de las madres implicadas en el alumbramiento de imbéciles como ellos, a los cuales “había que ensartarles uno por uno sus libros en el culo, para ver si un experto reconoce la diferencia entre cagada y mierda”, medió apenas un par de minutos.

Ya en la calle, Isaías Balboa llegó a una determinación que con los años probaría ser inquebrantable: se haría impresor, al precio que fuera. En dos meses logró traspasar el despacho contable, justo a tiempo para comprar lo que quedaba de una imprenta caída en desgracia. Con la casa hipotecada y maquinaria de segunda mano, Balboa se sentó a diseñar un cuestionario, pensando en contadores y jefes de compras. Su idea era atraer clientes potenciales, por intermedio de un juego de preguntas que estratégicamente los llevaría a concluir que sus necesidades de papelería podían ser todas satisfechas por el mismo proveedor, a un precio más bajo y, ya en privado, susceptible de otorgar comisiones al comprador, sin factura mediante. Pronto, Isaías Balboa consolidó no exactamente ese negocio, sino otro paralelo: la impresión de facturas fiscales apócrifas “para todos los presupuestos”. Amigo y prontamente cómplice de decenas de contadores en apuros, Isaías logró levantar el negocio en cuestión de cinco años. Tiempo más que bastante para que la imprenta Carlo Magno, bautizada en honor de su primogénito, se convirtiera en Editorial Magno León, donde ya aparecía Napoleón, su segundo hijo. Al resto de la humanidad le heredaría sus libros, que desde el tercer año comenzó a imprimir en casa, con el logo de un león coronado en el lomo de cada uno de los mil ejemplares.

Años más tarde, cuando por primera vez piensa en recopilar sus obras completas, Isaías cae en la cuenta de que dieciocho libros totalmente disímbolos firmados por el mismo autor son menú suficiente para ofrecer respuestas en forma sistemática. Mediante cuestionarios que identifiquen de manera estratégica el problema específico del lector y el libro que lo va a resolver. Un concepto retórico, más que otra cosa, pues una vez que los lectores se sumergieran en el libro en cuestión, éste se hallaría repleto de referencias a los otros, lo cual haría asimismo aconsejable su respectiva compra. Cuando, al final del año, un infarto puso en duda el proyecto, Isaías resolvió publicar con su nombre la colección de libros bajo el título del único que no quería volver a publicar: El oro del mundo. Le había quitado el “todo”, luego que el último de sus redactores lo convenció de que estaba de sobra. Necesitaba, eso sí, alguien que se encargara de revisar los libros y cargarlos de citas y referencias recíprocas. Un redactor que no hubiera participado en ninguno de sus dieciocho libros. Alguien que comprendiera el total de las obras como un conjunto, que pusiera los puentes y los señalamientos, que en lugar de quitar las redundancias se concentrara en multiplicarlas. Según él, la literatura de autoayuda se parecía a la cumbia y a la salsa, cuya sabiduría consiste en repetir un mismo estribillo hasta el delirio. Necesitaba, pues, un redactor capaz de convertir dieciocho panfletos descoyuntados en una sola marca con productos complementarios entre sí. Más que libros, Isaías Balboa pretendía legar al mundo todo un sistema de superación personal. Podía imaginar a su hijo Carlo Magno presidiendo la Universidad Balboa y ya no tanto recibiendo doctorados, como otorgándolos. No le cabía duda de que en trescientos años la gente se referiría a su nombre como un benefactor que cambió los destinos de media humanidad, y con seguridad los premios Balboa, otorgados por la fundación del mismo nombre, valdrían tanto o más que los establecidos por Alfred Nobel, cuyos méritos aparecerían, al fin, claramente inferiores.

Aun con su nombramiento anticipado, Carlo Magno Balboa no se veía a sí mismo como rector de nada. Desde los veintiún años se había hecho cargo de la imprenta, cuyas recientes ínfulas de casa editora eran un agujero por el que se iba parte de las ganancias, y ahora de paso tenía que pagar por los vicios de su hermano Napoleón, quien muy difícilmente llenaría algún día los zapatos de presidente de la F.I.B. (Fundación Internacional Balboa). Borracho, cocainómano y tahúr, Napoleón solamente pisaba la empresa el día de pago, que aprovechaba para de cuando en cuando insultar a los empleados. ¿Qué me ven, holgazanes, jodidos, buenos para nada? Voy a acabar corriéndolos yo mismo, y a patadas. Págame, puta, le exigía a la cajera, mirándole el escote con fijeza insultante. Salía caro tener un hermano rufián y un padre megalómano. Carlo Magno estaba harto de trabajar doce horas de lunes a sábado sólo para hacer viables las cuentas del hipódromo y el proyecto El oro del mundo. Tengo una idea, papá, hazlo todo en un solo volumen. No puedo publicar dieciocho libros, mi negocio es hacer facturas de hule, no alumbrar el camino de la humanidad.

Exageraba, claro. Al cabo de veinte años de crecer, la imprenta daba para sostener cinco padres y otros tantos hermanos como aquéllos, y Carlo Magno muy bien lo sabía, pero alguien dentro de él seguía mascando rabia y Rebeca, su esposa por doce años, se encargaba de alimentarla puntualmente. ¿Para eso lo había hecho su papá heredero? ¿Tenían sus hijos que privarse de tantas cosas elementales para que un viejo loco y un parásito vicioso pudieran continuar desprestigiándolos, y encima de eso descapitalizándolos? ¿No le daba vergüenza que su padre y su hermano le quitaran el pan de la boca a sus hijos? Luego de varios meses de posponer el proyecto, cuando más cerca estaba Rebeca de convencer a Carlo Magno de jubilar a don Isaías y encerrar al cuñado en una clínica, tuvo el padre un segundo infarto. Todavía en el hospital, y acaso ya alertado sobre la peligrosidad del enemigo, Isaías Balboa aprovechó la tarde del domingo, con toda la familia reunida en torno suyo, para escenificar un ataque de asfixia y acto seguido, trémulo todavía, suplicar entre lágrimas que no le permitieran morirse sin ver listas sus obras completas. Vencida, no rendida, Rebeca de Balboa consiguió del marido la promesa de hallar una clínica de rehabilitación para su hermano.

—Mira, papá, el anuncio en el periódico. Tiene el texto que tú escribiste, ¿te acuerdas? —se acercó Carlo Magno a la cama, durante la mañana del miércoles siguiente.

—¿Ya sacaste el anuncio? —se alarmó teatralmente Isaías, listo para ejercer el poder que creían haberle arrebatado. —¿Y cómo quieres que contrate a un corrector de estilo, si todavía no hago los cuestionarios?

En la sección clasificada del día, se leía un texto a dos columnas que ya en sí mismo era un cuestionario, pero el patrón tenía sus reservas. ¿Quién le había añadido esa sandez de “Preguntar por el señor Isaías”? ¿Era aquélla su casa, o en su ausencia lo habían degradado a mayordomo? Ya verían si lo trataban de esa manera cuando estuviera listo El oro del mundo, cabrones malagradecidos, vividores, buitres, no se les había hecho matarlo de un coraje. ¿Seguro lo darían de alta al día siguiente? Que le mandaran ya una secretaria, tenía que dictarle los cuestionarios…

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El tiempo te lo dan, la vida hay que robársela”, dice Isaías Balboa en la nueva novela de Xavier Velasco. Empeñado en escribir un manual para el éxito, con el paso de los años acumula dieciocho libros que tienen el común denominador de su firma, sólo eso porque en lo demás son tan diferentes como los redactores a quienes fueron encargados. El último de ellos, contratado para poner a punto las obras completas de Balboa, es Joaquín Medina, un pícaro incapaz de imaginar una frase amable, sólo sabe fustigar a los posibles lectores, atiborrarlos de improperios. Él es el protagonista de Puedo explicarlo todo, una historia —dicen los editores— “plena de comezones entretejidas, rencores entrañables y demonios comunes, donde cada meandro puede ser un abismo y no se quiere más que seguir bajando”.

Para Velasco, éste ha sido “su proyecto más pensado, posesivo y exigente”, con una decena de personajes principales, en sus casi 800 páginas intenta contener un “mundo amplio pero autosuficiente”.

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Narrador y periodista, columnista de Milenio Diario, Xavier Velasco (Ciudad de México, 1964) obtuvo en 2003 el Premio Internacional de Novela Alfaguara con Diablo Guardián. Es también autor de Una banda nombrada Caifanes (1990), Cecilia (1993), Luna llena en las rocas (2000), El materialismo histérico (2004) y Éste que ves (2006).

viernes, noviembre 12, 2010

De lo perdido, lo que aparezca-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 12/11/10)

Si fuera un viejo niño rico (cosa que no soy, pese a haber pasado la infancia en Polanco: lo que soy es tercera generación de nuevos ricos venidos a menos pero con aspiraciones de ascenso social, o sea un trepadé classé ), le llamaría "mi chofe r ". Pero no lo hago porque, de entrada, no es mío -con trabajos puedo referirme a "mi mujer" o "mis padres"- sino apenas alguien que trabaja para mí, y, después, porque chofer no es una identidad sino una función acotada en el tiempo (cuando él maneja el coche es el chofer de ese auto, pero cuando soy yo quien va al volante el chofer soy yo). Pese a la terminología políticamente correcta al uso, tampoco puedo decir que es -como querrían mis amigos de la gauche caviar- "el señor que me maneja ", primero porque mis buenos años de psicoanálisis me ha costado que nadie me maneje, y, segundo, porque si acaso alguien lo hace, es señora, y lo es en términos legales en virtud de su matrimonio conmigo. No siempre me gusta llamar las cosas por su nombre -lo mío es la metáfora o la metonimia- pero sí a las personas: así, diré que se llama Abel.

Resulta que el pobre Abel sufrió un percance, del que -según creí entender a partir del discurso de la agente del Ministerio Público-, él es la víctima pero yo soy la parte afectada. El caso es que le robaron mi auto mientras se dirigía en él a pagar el saldo de mi tarjeta de crédito con dinero en efectivo, y que también se llevaron los asaltantes el dicho efectivo (un bonus inesperado para los malus). Un presunto taxi le dio un defensazo. Al bajarse a estimar la magnitud del daño, dos tipos descendieron del vehículo agresor -disculpará el lector el léxico: llevo cuatro días rindiendo informes legales, y la jerga leguleyo es contagiosa-, lo encañonaron, lo arrojaron al asiento trasero del taxi y le ordenaron cubrirse el rostro con su suéter -"No hagas pendejadas porque te carga la chingada" sugirieron con proverbial gentileza- mientras un tercero asumía el volante de mi auto y se lo llevaba vetúasaberadónde y vetúasaberaqué.

Al enterarnos, mi mujer y yo (tan progres) comenzamos por suspirar de alivio de que nada le hubiera pasado. Después nos lamentamos (y tan tensos estábamos que casi nos la mentamos también). Por el automóvil perdido (¡y tanto que acabamos de gastarle en el taller!). Por el efectivo irrecuperable (¡ayayay!). Por la friega de tener que pasar yo una tarde en el Ministerio Público. Sólo que no resultó tal friega. Los agentes fueron amables. Y expeditos. Y comprensivos. Y pesimistas ("No es por agobiarlo más, señor, pero se antoja difícil que su coche vuelva a aparecer".). Lo que siempre se agradece cuando uno es de talante romántico -como en Hölderlin, que no como en José José- y prefiere los argumentos desencantados que protegen el corazón de la esperanza, ese mal heredado de la modernidad.


Al día siguiente llamó a casa un tipo misterioso. Que era el Comandante Fulano. Que el coche había aparecido, casi intacto, en Pantitlán. Que si quería recuperarlo debía acudir a la puerta 5 del Palacio de los Deportes y de ahí me conducirían. Eunice les dijo que me consultaría (o sea que ni madres). Yo, que sé que es mi faro, la felicité por su respuesta. Llamamos de nuevo al MP. Que nos aclaró que lo más probable sería que el tal Comandante si fuera tal y que anduviera tras una propina. "Espérese y seguro termina por avisarle que lo trasladaron al corralón de la OCRA en la Agrícola Oriental". Dicho y hecho. Y ahí fuimos a dar Abel y yo. Y ahí estaba mi coche, más o menos ileso. Y nos trataron muy bien. Y, cuando nos pidieron una copia de la averiguación previa, tuve que pedir a mi mujer que la escaneara y me la enviara por correo electrónico, lo que me llevó a buscar un café internet donde pudieran imprimírmela.

El dueño y encargado fue amable y paciente. Lo imprimió y me lo entregó y me salvó, lo que me permitió tener de vuelta mi auto, que hoy se recupera del susto y de las heridas en una agencia Volkswagen cuyos honorarios cubrirá el seguro. (El efectivo, por desgracia, no apareció. Ni modo.) Historia desdichada con final feliz, pues. Sólo que lo mejor no fue el final sino el nuevo personaje que entró en mi vida gracias a ella: Pinpón, un Schnauzer gris agrooriental avecindado en el café internet, que decidió consolarme a besos y mordidas, carazos y cabriolas, de las preocupaciones sufridas en las horas precedentes. No bien recupere mi automóvil tendré que ir a visitarlo.

miércoles, noviembre 10, 2010

La violencia en México: percepción o realidad-Javier Aranda Luna (La Jornada/Opinión 10/11/10)

El clima de violencia en México, ¿será un asunto de percepción creado por los medios como algunos aseguran? No creo: además, percepción es realidad. Imposible que los periódicos, que los noticiarios, que los espacios informativos no den cuenta del baño de sangre que cubre al país. Sería irresponsable que no lo hicieran y una falta a su ética profesional que es la de informar. El mensajero no es el culpable del clima con olor a sangre.

Si funcionarios, empresarios, asociaciones como American Chamber, grupos de banqueros, médicos y familiares de miles de víctimas nos han documentado sobre los flagelos de estaguerra contra el narco, ahora lo hace un singular grupo de académicos.

Singular porque estos académicos no son especialistas en seguridad, política, tráfico de armas, transporte de estupefacientes o en cuadrar estadísticas, sino en el idioma.

Una década invirtieron varios miembros de la Academia Mexicana de la Lengua para documentar el lenguaje vivo en varias regiones de nuestro país.

Y encontraron que la violencia, que el plato de sangre que algunos insisten en ocultar bajo la mesa, ha ocupado un lugar significativo.

Los académicos encontraron que un número considerable de vocablos comunes en México provienen de la jerga utilizada por los narcos. De nueva cuenta percepción es realidad: palabras como levantón, ejecutar, pase o plomear forman parte de ese nuevo, vivísimo y terrible campo semántico que la violencia implantó entre nosotros.

José G. Moreno de Alba, presidente de la Academia Mexicana de la Lengua, lo dijo hace unos días en estas páginas sin rodeos:

Creo que el crimen organizado no sólo revoluciona el idioma; revoluciona la vida de los ciudadanos, que es lo más grave. Lo de menos es el idioma. En este caso el crimen organizado, como cualquier otra organización, sea delictiva o no, tiene su propia jerga, su manera de expresarse y un diccionario completo debe ir estudiando esto.

Y vaya que tiene razón Moreno de Alba: las ondas expansivas de la jerga criminal nos han hecho comprender que un levantón es un secuestro sin intención de rescate, que un pase o un pasón es aspirar cocaína, que plomear sólo puede entenderse como la descarga de las armas de fuego, y ejecutar, asesinar a alguien. ¿Y qué decir de losnarcocorridos que dan cuenta de la vida y las obras de los principales personajes de ese mundo criminal? ¿Desaparecerán con sólo negarlos? ¿La prohibición a transmitirlos en las estaciones de radio ha terminado con ellos?

Mejor aún: ¿será que los expertos que culpan a los medios por crear una percepción falsa de la violencia arremeterán también contra estos académicos que más allá de cualquier dilema moral decidieron documentar lo más vivo y tangible del español actual de los mexicanos? ¿Arremeterán en su cruzada contra el nuevo Diccionario de Americanismos?

Conviene repetirlo: la nota roja dejará las primeras planas de los diarios y los espacios informativos en radio y televisión cuando la violencia disminuya considerablemente. Mientras eso no ocurra los mensajeros de los medios seguirán haciendo su trabajo. Dando cuenta incluso de buenas noticias como aquella del rescate de los mineros en Chile, o la de aquellos otros mineros de China o de Estados Unidos que fueron rescatados con éxito de minas de carbón tiempo atrás. ¿No habrán perdido la oportunidad de generar buenas noticias los funcionarios del gobierno mexicano cuando decidieron ni siquiera intentar rescatar a los mineros de Pasta de Conchos?

La percepción de la violencia disminuirá cuando disminuya la industria del crimen, no cuando los medios dejen de cumplir con su labor de informar.

"¿Cómo se consigue perdurar?"-(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 10/11/10)

Todo escritor aspira a la inmortalidad, a ese ser recordado por sus lectores, empero ¿por qué ciertos escritores son más recordados que otros? y sobre todo: ¿a qué se debe que Borges se haya inmortalizado más en la memoria de muchos lectores que Alfonso Reyes, a pesar de que el primero vio al segundo como un gran maestro? Preguntas básicas que Hugo Hiriart se hace y comparte con el lector. Cuestionamientos que dan origen a su más reciente libro: El arte de perdurar, publicado por Almadía, dentro de su colección de ensayos: Estuario.

Este libro está compuesto por dos preciosos ensayos: “El arte de perdurar” y “La luz perfecta”. El primero explica magistral y didácticamente –siempre a modo de conversación- las amplias diferencias que existen entre Borges y Reyes. Primero, empieza por definir -con exactitud de cirujano-, el estilo que caracteriza a Reyes, para después confrontarlo con la amplia producción literaria de Borges, especialmente con su prosa ensayística, y termina por enfrentar a estos dos escritores con George Orwell, otro prolífico escritor. La finalidad: encontrar los cómos y los por qué de la perdurabilidad de estos escritores ante el lector. Un análisis donde más que el talento, a Hiriart le interesa ahondar en el recurso. En el segundo ensayo, aplica el mismo argumento que en el anterior, pero ahora con los pintores famosos: Rubens y Velázquez, al mismo tiempo que da lugar a los autorretratos de escritores famosos, proponiendo así una búsqueda donde el centro sea encontrar la perdurabilidad de la creación artística.

Un par de ensayos sumamente ricos, quizá el primero sea más lúcido que el segundo y menos complejo. El primer ensayo a pesar de ser más extenso, tiene un lenguaje más liviano y una prosa más ágil. Sin embargo, el conjunto es extraordinario pues logra hacer que ambos ensayos converjan en uno.

Debo confesar que es la primera vez que leo a Hugo Hiriat y mi encuentro con dicho escritor ha sido ameno. Un libro que me dejo con ganas de leerle más seguido. Una recomendación que tengo que agradecer al amigo Javier Aranda Luna, una razón más para que corran por el libro y lo disfruten, sin duda, les ayudará a entender por qué unos escritores tienen más reconocimiento que otros.

"Cirlot, la mirada de Bronwyn" - Trailer

No deberías decir mentiras (Diario Milenio/Opinión 09/11/10)

Entre el antes y el después hay una larga hilera de hormigas negras.

Había estado en el hospital por días o por semanas, nunca lo supe bien. Pero al salir, justo mientras arrugaba los ojos debido al brillo del sol, me fue fácil adivinar que el mundo era, en realidad, distinto. El lustre sobre las hojas de los árboles. Tremendamente azul, el cielo. Un aire muy delgado frente a la nariz. Había vivido entonces lo suficiente como para saber que los cambios, al menos los que son verdaderos, ocurren sin explicación alguna y, con frecuencia, sin transición. Un estallido en lugar de una lenta evolución. Una crisis súbita. Un parpadeo.

En eso pensaba cuando sentí el primer jalón en la parte inferior del pantalón. Había adelgazado mucho durante mi estancia en la institución de salud y la ropa que me habían entregado al final, con toda seguridad la que había traído puesta al llegar, me quedaba grande. Era una verdadera vergüenza pero poco o nada podía hacer al respecto. Mi cuerpo era una colección de huesos, eso era cierto. Una gran concavidad donde alguna vez estuvo el abdomen. Las puntiagudas crestas ilíacas. Los nudillos protuberantes en todos los dedos. Vi todo eso y mi barba de días antes de decidirme a dar el paso que me sacaría de manera definitiva del edificio blanco. Respiré hondo, me coloqué los lentes y crucé el umbral. Entonces fue que me dí cuenta de la metamorfosis del mundo y entonces pensé en la catástrofe. Ahí fue cuando apareció ella.

Al inicio pensé que era un juguete al que había arrollado sin advertirlo. Luego creí que se trataba de alguna mascota que alguien había olvidado sobre la banqueta. No fue sino hasta que la levanté por la parte posterior de su vestido y la coloqué, después, sobre la palma de mi mano que tuve que aceptarlo: estaba frente a una mujer increíblemente pequeña. Al menos así me pidió que la llamara. Un ser extraño.

La observé, naturalmente. La observé por mucho rato. Los días en el hospital me habían dejado débil y las alucinaciones suelen ser frecuentes en pacientes que han estado bajo los efectos de la anestesia de manera prolongada. Me sonreí. Le agradecí a algo o a alguien que mi delirio no hubiera producido monstruos alados o fosas comunes o montones de cucarachas. En lugar de todo eso, pequeña y cariacontecida y justo sobre la palma abierta de mi mano, estaba una muñeca de vestido azul y zapatos altos.

-Puedes llamarme La Increíblemente Pequeña, si gustas- había dicho a manera de saludo mientras entornaba los ojos.

Me volví a ver el cielo en busca de refugio. Me reí de mí mismo. Iba a sacudir la mano para verla caer pero, en el último momento, reconocí algo en su rostro. Sus ojos inexpresivos, su nariz respingada, los labios carnosos. El cabello tal vez. La manera en que unas ondas castañas y tupidas caían sobre sus hombros. La certeza era de color blanco y me inundó la cabeza y no me dejó ver nada más.

-Tú y yo alguna vez dormimos juntos- murmuré. El sonido de mi propia voz me causó desconsuelo o bochorno. Ella alzó el rostro, sin entender. Juro que en ese momento apareció una especie de rubor sobre sus mejillas. La sonrisa de la indefensión o de la ignorancia. Las ganas de desaparecer.

-Nada sexual -aclaré, y mi voz, entonces, volvió a causarme bochorno o desconsuelo, o ambas. Fue cuando empezaron las bombas en la ciudad -farfullé-. Había más personas en el suelo, quiero decir. Y tú eras de otro tamaño -atiné a explicar al final, carraspeando.

Fue difícil reconocer el ruido de las balas al inicio. Las ráfagas aparecieron de la nada y me dejaron sordo. Sólo supe qué hacer cuando vi lo que hacían los demás: correr despavoridos buscando alguna forma de refugio. Sin pensarlo, obedeciendo a instintos más bien automáticos, coloqué a la Increíblemente Pequeña dentro del bolsillo de mi suéter y avancé en la misma dirección que los demás. Y eso es, en tantas ocasiones, el amor. Corrí por mucho rato. Corrí sin mirar atrás. No guardaba recuerdo alguno del bosque en que me interné cuando el sudor escurría ya a chorros por la columna vertebral y la respiración me ardía en las membranas del esófago. Me detuve, exhausto, bajo la fronda de un árbol gigantesco. Un verde así. La mano sobre la textura rugosa del tronco inmemorial. La cabeza inclinada hacia el suelo. La saliva, cayendo. La hiel. Supongo que me desmayé.

Lo primero que vi al abrir los ojos fue la larga hilera de hormigas negras. El antes y el después. Avanzaban de manera incesante y veloz y en línea recta. Todas venían hacia mí. Directo hacia mis ojos. Vistas desde el suelo, a una distancia que se antojaba ominosa, daban la impresión de ser prehistóricas. 110 o 130 millones de años o más. El cretáceo. ¿Llevaba en realidad todos esos años ahí? No tardaron mucho en rodear un cuerpo que yacía con los brazos abiertos y las piernas flexionadas sobre las hojas de un bosque muerto. La Increíblemente Pequeña se sentó entonces sobre mi pecho. Me vio como si observara algo inhumano a través de un microscopio.

-Vas a morir -me dijo con una voz muy pacífica: la voz de la persona que registra un dato, uno ente tantos otros. Uno entre muchos-. Pero no deberías decir mentiras.

Movió la cabeza de izquierda a derecha, lentamente. Luego se levantó. Sacudió un polvo imaginario de su vestidito azul y me dio la espalda. Poco después sentí cómo avanzaba sobre mi esternón para caer, luego, en la concavidad del abdomen. Una resbaladilla. Se introdujo así bajo la pretina del pantalón. Evadió con destreza mi sexo flácido, mi escroto. Continuó su camino por el muslo izquierdo, el promontorio de la rodilla, hasta arribar al tobillo. Entonces se salió de mí.

Cuando los paramédicos me introdujeron a la ambulancia no supe qué decir. Tenía una sed atroz. Unas ganas enormes de huir. Quería verla. Quería decirle que, a veces, el deseo. Que la piedad.

lunes, noviembre 08, 2010

Para quemar un petate (Diario Milenio/Opinión 08/11/10)

Visiones y ficciones


Dicen, quienes de pronto creen saber, que la realidad supera a la ficción, como si ambas corrieran paralelamente. Toma tiempo, sin duda, pero el mero quehacer de la ficción es redondear y perfeccionar aquello que ha nacido chueco y contrahecho. Hacer las cosas mal y porque sí, que es la manía de la realidad, difícilmente puede superar al empeño de armarse de razones y propósitos en la persecución de un objetivo estético. Más que una improbable competidora, la realidad es el abrevadero de la ficción. Ahora bien, su proceso es inverso al digestivo, por eso la tarea del ficcionante consiste en alimentarse de inmundicias a las que su organismo transforma en manjares. Cuando menos eso ayuda a explicarse que a menudo la realidad resulte indigestible y uno sólo la trague con la ayuda de un buen bocado de ficción. Fue así, me explico ahora, como caí en el vicio de las narcoseries. Ninguna, de seguro, lo bastante cercana al horror de la matachina en curso para asumirse más que villamelón, pero más de una al tanto de que no cuenta nada del otro mundo.

Ya sea en California, Miami o Medellín, la narcorrealidad es maná celestial de la narcoficción, si su pura semilla florece donde sea y rinde frutos el año entero. ¿Qué ficcionante se dirá mal provisto por una realidad generosa en billetes, adrenalina y sangre? El cártel de los sapos, Las muñecas de la mafia, Rosario Tijeras, El ventilador, Sin tetas no hay paraíso, El capo, Sin senos no hay paraíso (la misma, pero peor)… Las he visto por una suerte de inercia, esperando tal vez encontrar en alguna de las demás el encanto de la que encabeza la lista. En todo caso, las primeras tres se dejan ver compulsivamente y las últimas cuatro difícilmente pasan de melodramas más o menos infumables, pero la realidad es tan pesada que uno sigue pegado a la pantalla, como esperando que se escape un detalle que abra nuevas ventanas hacia ese lado oscuro que cada día se integra mejor al insulso horizonte cotidiano. Nada hay más divertido, de repente, que ver a medio mundo haciendo alegremente lo que según la ley no puede hacerse.

Validando la fábula


Llega uno a saber, gracias al cine y la novela negra, que la vida de un wise guy difícilmente pasa de los diez años. Son, como todo gángster de poca monta, ratitas desechables, y a diferencia de los grandes capos, varios de ellos políticos encumbrados, sirven para ilustrar las moralejas más socorridas sobre el destino idóneo de los malos pasos. Lejos del cine negro que las precede, donde el crimen también sabe pagar, los personajes de las narcoseries colombianas están sin excepción condenados a engordar el prestigio de los fabulistas. Ya sea porque terminan en plan de presidiarios, soplones o cadáveres, ninguno goza al fin de su fortuna. Mientras eso sucede, día con día se hacen una guerra invariablemente desleal donde florecen líneas tan ingeniosas y decorativas como “¿Quieres que ya te ponga a chupar formol?” o “Vamos a llenarte la boca de moscas”.

A quien me ha preguntado cómo es que soporté tantos capítulos de la que a fin de cuentas es una misma historia, suelo decirle que, por justo contrapeso, me aplica seguir las que no sé si debería llamar narcoseriesamericanas. ¿Es Weeds eso, una narcoserie, o nada más una comedia familiar? Afortunadamente, es estupenda. Y nada menos que eso puedo decir de Breaking Bad, donde se cuenta la vida en familia de un productor de metanfetamina. ¿Y The Wire es una narcoserie, una serie policiaca o una epopeya multifamiliar? En todo caso ninguna de ellas retrata personajes excepcionales; su mérito descansa en hacer ver lo cotidiano excepcional, y viceversa. Más allá de los votos en California y las declaraciones de expertos, columnistas y políticos, la ficción cotidiana que abreva de la cotidianidad gringa (y a la cual se dirige de regreso, enriquecida de orden y sentido) tiene un tufo no menos cotidiano que el de los huevos fritos o la cerveza. ¿Y no es cierto que incluso series en teoría ajenas al tema, como Six Feet Under o Bored To Death, huelen a mota de aquí a treinta cuadras?

El imperio del trampolín


En abierto contraste con la fábula, que en todo caso miente por ingenua, la ficción abomina de la hipocresía, puesto que, a diferencia de la realidad, no puede darse el lujo de ser inverosímil. Si es preciso mentir, lo hará exhibiendo tanto de verdad que de cualquier manera terminará mostrando más de lo que en principio pretendía esconder. Todavía no estamos acostumbrados a tratar con matones y traficantes cotidianamente, pero hace muchos años que el viejo olor a petate quemado dejó de impresionar a las abuelas, acostumbradas hoy a untarse en las piernas justo lo que sus nietos se fuman y sus hijos afirman que jamás han probado, o que una vez lo hicieron pero eso sí, no le dieron el golpe. Nunca en mi vida he quemado un petate, ni creo haber estado cerca de quien lo hiciera: debe de ser por eso que la expresión dejó de ser empleada, toda vez que a la mota todo el mundo la ha olido y a los petates no hay para qué incendiarlos.

He esperado hasta hoy, tronándome los dedos, por el capítulo 8 de Boardwalk Empire, que sin buscarlo así podría terminar engrosando el catálogo de las narcoseries. Producida por Martin Scorsese, que además dirigió el capítulo piloto, transcurre entera durante la ley seca, y a ella le debe toda su trama. ¿Ley seca, dije? Lo que uno ve, poco menos que escena por escena, es a los personajes bebiendo a toda hora en Atlantic City, que es una suerte de gran cantina equipada con casino y burdel, de modo que bajo ningún pretexto alguien se mire seco en su interior. Para fortuna de una larga cadena de maleantes, nada es más fácil en la Atlantic City de los años veinte que hallar cerveza o whisky, igual que en Weeds cualquiera sabe dónde dar con la mota. Pues nada, insisto, intoxica a la ficción más que la hipocresía. En el primer capítulo de Boardwalk Empire, Nucky Thompson —capo mayor, interpretado por Steve Buscemi— brinda con sus compinches a la salud de los ingenuos que les dieron tamaña ley de regalo. Con perdón de Scorsese, Buscemi y asociados: esa frase, hoy en día, tiene el aroma del petate quemado. Quise decir, el de la realidad.