jueves, noviembre 04, 2010

Vargas Llosa, el indispensable escribidor-Pedro Ángel Palou (Revista Poder y Negocios 03/11/10)

Cada octubre nos despertamos con la noticia de un Nobel de Literatura más polémico que el anterior –a Darío Fo, por ejemplo, o a desconocidos o escritores muy menores como Le Clezio– y vemos pasar los nombres de los que, verdaderamente, deberían estar allí. Borges decía que es mejor estar en el grupo de quienes no recibieron el premio (con Kafka o Joyce o Proust a la cabeza), pero es una frase de consolación en realidad.

Este año, sin embargo, la sorpresa fue positiva. Recayó en un viejo nombre de las listas que ya no aparecía como favorito en las quinielas del Nobel, otro deporte común. Él mismo sorprendido, Mario Vargas Llosa –después de 20 años de sequía para los hispanohablantes–, recibió la noticia en un departamento de Manhattan antes de empezar sus clases en Princeton, donde es profesor visitante.

La obra de Vargas Llosa es, si se me apura, la del novelista vivo más ambicioso del orbe, el último samurái de la novela total, ese género que la globalización parece haber echado por tierra –pero que renacerá pronto, estoy más que seguro–, el creador infatigable, el arquitecto obsesivo, el creador absoluto. Basta mencionar sus dos obras maestras: La guerra del fin del mundo, recreación lingüística excepcional sobre la guerra de Canudos que ya intentara Euclides Da Cunha, y Conversación en La Catedral, su novela sobre el poder y la corrupción del Perú durante la dictadura de Odría.

Y, sin embargo, Vargas Llosa encarna, también, una figura en desuso: el intelectual comprometido. Su viejo maestro Sartre –a quien quiso encontrar en París pero no lo recibió– como modelo, ha implicado que Vargas Llosa no haya, nunca, rechazado la polémica y defendido a capa y espada sus ideas (aunque se haya equivocado, es lo que menos importa). De esa experiencia con los molinos de viento del poder hay heridas –como haber perdido la presidencia de su país en la segunda vuelta frente a Fujimori– y también literatura, su libro no ficcional, El pez en el agua.

Hay esa otra veta, en él, que es impensable en otros autores: la del ensayista sobre la ficción –la novela y la prosa, en particular–, que se ha obsesionado con una idea recurrente: la novela es la verdad de las mentiras. Primero escribió un monumental libro sobre su entonces amigo, Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio; luego un ensayo insuperable sobre Flaubert: La orgía perpetua, al que siguieron un libro sobre su novela favorita, Los Miserables, y un largo ensayo sobre Juan Carlos Onetti. Antes, mucho antes, había escrito sobre los libros de caballería y sobre Tirante el Blanco, en particular. Y ahora, en Princeton, dicta clases sobre el punto de vista en la novela (con Carpentier a la cabeza) que seguramente será libro pronto.

Algunos escritores se repiten hasta el silencio. Vargas Llosa es un escritor que se renueva hasta el cansancio. Es un escritor jovencísimo de 74 años que sorprende aún –lo hizo, magistralmente, en su tardía novela de dictador, La fiesta del chivo–, y ahora con su esperada El sueño del celta. Ha caído, a veces incluso estrepitosamente, como en su libro sobre Flora Tristán o en su excepcionalmente horrenda Travesuras de la niña mala (en la que quiso ser Bryce Echenique, sin su humor). Pero incluso esas caídas son el síntoma de un cuerpo vivo, los errores de un novelista que no cree en el estilo tardío, sino en la nueva obra que está escribiendo, como la mejor.

Algunos lo juzgan por sus desventuras políticas, por su cada vez más radical liberalismo –de derechas, dicen, como si ese adjetivo tuviera hoy algún sentido–. Me parece absurdo. Vargas Llosa ha sido un defensor de la libertad del individuo frente al poder –del Estado y sus milicias, como en La ciudad y los perros–, frente a la no diversidad, el tema de la homosexualidad está siempre presente, lo mismo en ese libro que en La historia de Mayta o en el mismo Conversación. Frente al discurso religioso, frente a los totalitarismos de cualquier color. Y por eso ha hecho de la literatura en general y de la novela en particular, un arma para enfrentar a la realidad.

En Vargas Llosa no existe la dicotomía cervantina sobre las armas y las letras: sus armas son las letras. Y es el último caballero andante que cree en la novela como un vehículo privilegiado para derrotar a la ciudad del sentido común que decía Nabokov. A la realidad, sin adjetivos, como diría él mismo. Porque el novelista es un deicida –capaz de matar a Dios– que cree que la literatura es la única forma de felicidad, la orgía perpetua.

Para quienes creemos en la literatura, en el poder del español, y en la novela, éste es un premio que nos llena de felicidad y de orgullo. Pensamos en el joven Marito –el que autobiografía también magistralmente en La tía Julia y el escribidor– con ocho trabajos a la vez, entre ellos el de archivista en un cementerio por las noches, y creemos que el esfuerzo valió la pena.

Es la obra y la vida de quien así opina, al imaginar un mundo privado de la literatura y la novela: “Incivil, bárbaro, huérfano de sensibilidad y torpe de habla, ignorante y ventral, negado para la pasión y el erotismo, el mundo sin literatura de esta pesadilla que trató de delinear tendría, como rasgo principal, el conformismo, el sometimiento generalizado de los seres humanos a lo establecido. También en este sentido sería un mundo animal. Los instintos básicos decidirían las rutinas cotidianas de una vida lastrada por la lucha por la supervivencia, el miedo a lo desconocido, la satisfacción de las necesidades físicas, en la que no habría cabida para el espíritu y en la que, a la monotonía aplastadora del vivir, acompañaría como sombra siniestra el pesimismo, la sensación de que la vida humana es lo que tenía que ser y que así será siempre, y que nada ni nadie podrá cambiarlo”.

La literatura, la buena literatura, ha triunfado por sobre todas las cosas.

Día de Muertos-Margo Glantz (La Jornada/Opinión 04/11/10)

Bueno, Día de Muertos, muchas ofrendas, gente por doquier y un cielo muy azul; los políticos cada vez más imbéciles, como los pueblos que por ellos votan, véanse Berlusconi, su soberbia, su estulticia, su homofobia; el Tea party y la violencia republicana en Estados Unidos, en fin, como decía Walter Benjamin, a quien recurro, siempre es posible lo peor.

Me detengo, me evado, vuelvo hacia otras épocas, a una exposición que actualmente se exhibe en el Museo Maillol, en París, Los tesoros de los Médicis. Los Médicis, leo en el catálogo, cuya historia se confunde con la de Florencia, se impusieron como una de las más importantes dinastías europeas durante cerca de tres siglos. Fueron banqueros y comerciantes, al principio modestos, pero desde 1397 fundan su primer banco y abren una extensa red de talleres de textiles, uno de los pilares de la economía florentina.

Bajo Cosme el Antiguo, el más rico comerciante de Florencia para 1457, la banca Médicis –negocio familiar– cuenta con filiales en Roma, Nápoles, Venecia, Milán, Génova, Lyon, Avignon, Brujas y Londres. Aunque republicanos, su importancia política y sus redes bancarias internacionales les otorgan un rango principesco y les permiten concertar alianzas muy importantes con las principales dinastías europeas, un ejemplo relevante sería el de Catalina de Médicis –mujer de Estado, figura histórica, también legendaria, que se convierte en esposa de Enrique II en 1533 y en reina de Francia en 1547–, participará en acontecimientos cruciales para la historia de ese país: las guerras de religión entre protestantes y católicos y, bajo cuyo reinado, se produce la trágica noche de San Bartolomé.

Los Médicis tienen además un poderoso influjo en lo eclesiástico, el hijo menor de Lorenzo, cardenal desde los 14 años, se vuelve Papa con el nombre de León X, y el hijo ilegítimo de Juliano de Médicis será más tarde Clemente VII.

Esta supremacía bancaria, política y religiosa los convierte en grandes mecenas, y bajo su reinado se cobijan los más destacados artistas de Italia (hoy en franca decadencia).

Brunelleschi construye entre 1421 y 1428 el famoso palacio Médicis-Ricardi, modelo de palacio renacentista y, en ese mismo edificio, Benozzo Gozzoli pintará su famosísima procesión de los Reyes Magos, donde estarán representados los miembros más importantes de la familia; asimismo, en 1440 Cosme le concede a Fra Angelico la misión de pintar el convento de San Marcos; hacia 1469, Marcilio Ficino traduce a instancias de Cosme el Antiguo los diálogos de Platón y, con la llegada de Lorenzo el Magnífico, Florencia se convierte definitivamente en una de las sedes artísticas más importantes de Europa: Massaccio, los Pollaiolo, Donatello, Boticcelli, los Lippi, Leonardo, Ghirlandaio, Miguel Ángel, Bronzino…

La colección exhibida es pequeña, suntuosa y refinada; me impacta un pequeño cuadro de Fra Angelico, de tenue colorido y aspecto tranquilo, narra una historia terrible, la decapitación de los santos Cosme y Damián y de sus hermanos, yacen por tierra con sus cabezas tronchadas, aureoladas y sangrientas, a su alrededor varios personajes con aire contrito y religioso, una figura cuya cabeza va coronada con un alto sombrero rojo arrastra a ¿Cosme? y muestra una tela escrita con caracteres hebreos; el fondo lo constituyen varios edificios de color claro, un paisaje que empieza a oscurecerse, varios cipreses y… vuelvo a mirar y compruebo que es imposible evadirse: esas cabezas tronchadas, esas manos devotamente cruzadas sobre el regazo, me devuelven a la realidad, recuerdo a los 72 inmigrantes asesinados recientemente y en honor de los cuales se ha erigido un altar de muertos, y retorno a la Plaza de Coyoacán repleta de ofrendas, una en especial me sobresalta y a todos los que por allí pasan, la procesión de figuras femeninas enfundadas en hilachos, obra de Helen Escobedo, recientemente fallecida, pasan silenciosas, hechas propia figura de la muerte.

martes, noviembre 02, 2010

El Chapo y La Siemprefría (una narcocalavera) (Diario Milenio/Opinión 02/11/10)

Cuando llegó el carpintero
a tomarle las medidas
para hacerle una pijama
al estilo del rey Midas
que le sirviera de cama
en lo hondo del agujero,
díjole El Chapo: “Me muero
por saber el apellido
del soplón que me ha sumado
a esta lista peliaguda
donde el capo más armado
y el sicario arrepentido
bailan, sin pizca de duda,
con una misma Huesuda
cuya misión pertinaz
no le deja ni un ratito
(de tantos que antes tenía)
para descansar en paz
(con tamaña artillería)
y concederse el gustito
de darse un chico gallito
entre dos fiambres puntuales…”


“Es que esta lluvia de balas
no admite formalidades
y la Muerte anda de malas
pues para colmo de males
se ha metido cantidades
poco menos que industriales
de substancias ilegales
para aguantar esta vara”,
confió al Chapo el carpintero,
con los clavos en los dientes
y esas córneas elocuentes
que hablan de un perico fiero
cuyo poder se compara
con el de diez gatilleros
armados hasta los huesos.
“Yo le prometo, don Chapo,
que si me pasa una muestra
de esa nieve cocinada
que hace de un matón un capo
y del mundo tierra nuestra,
le hago su caja dorada
como a María Inmaculada...”
Iba así la transacción
entre capo y carpintero
cuando, cual chicharra aguda,
el grito de un mensajero
les detuvo el corazón:
“¿Cómo ven que la Huesuda
se nos murió de un pasón?”
“¡Y ahora quién me va a pagar!”,
gruñó el hombre del martillo
con la merca bajo el brazo
y en los ojos cierto brillo
que dejaba adivinar
ya no un estado virtual,
sino un virtual estadazo.
Desde aquel día las ventas
se vinieron para abajo:
sin la Muerte, los matones
se quedaron sin trabajo
y las batallas más cruentas
fueron ya sin municiones
pues en todas las naciones
pronto quedó demostrado
que no hay droga suficiente
pa’ aplacar a la manada
de diablos intransigentes
que no por cosa de suerte
saltan ya sobre el tejado
de la eternidad odiada
cuando se muere la Muerte
y no queda más que nada.

* Esta calavera fue compuesta de manera especial por el autor para el programa El asalto a la razón de MILENIO Televisión

El robo (Diario Milenio/Opinión 02/11/10)

El hombre se apostó bajo el dintel de la puerta de mi oficina y, como en tantas otras ocasiones, pensé que se trataba de un fantasma. La luz que atraviesa los ventanales a veces provoca esa sensación. La sensación de estar rodeada de fantasmas. Supongo que por eso lo ignoré. Uno se acostumbra, después de todo, a las visitas de los fantasmas y las toma con ligereza y los deja ir. Así que sólo levanté los ojos de la pantalla cuando sus nudillos tocaron tres veces la madera de la puerta y de su garganta salió un carraspeo que a finales del siglo XIX pudo haber sido tomado como un signo de buena educación. Cuando logró capturar mi atención fue al grano:

—¿La conoce usted? —me preguntó y dio dos pasos dentro de mi oficina al mismo tiempo.

Era una fotografía. Era una mano que temblaba apenas. Era un brazo y un hombro y un mentón que se dirigían, blancos y tensos, hacia mí. Eran dos ojos redondos, de un verde casi vidrio. Sulfúrico. Era una imagen. Era el rostro de una mujer, y el que fuera el rostro de una mujer que yo conocía o había conocido me dejó estupefacta.

Lo invité a tomar asiento y, mientras el hombre doblaba las rodillas y, luego entonces, bajaba la vista, traté de hacer pensable lo impensable: así que sí era posible fotografiar a un vampiro y alguien más, alguien que no era yo, la conocía. Solía pensar en el pasado en esos términos.

El hombre repitió la misma pregunta cuando, sin relajación alguna, permitió que sus vértebras tocaran el respaldo de la silla. Una voz demasiado aguda. Un tonillo impertinente. El color de su cabello maltratado. Seguramente por eso guardé silencio y me dediqué a observarlo.

—Estuvo en mi casa hace poco —dijo, posando sus ojos sobre la imagen que me había mostrado a manera de explicación—. Me robó.

Toqué el retrato: las yemas de los dedos sobre la frente amplia, los ojos alertas, la nariz respingada. Me sonreí. Parecía desvalida y feroz a un tiempo. Parecía esa mujer que camina sobre dagas y que recuerda, también, una canción de Leonard Cohen. Parecía tantas cosas. Supongo que por eso recordé que, unos 20 años atrás, había escrito yo un cuento en que un Hombre Mayor secuestraba a una muchacha sólo para investigar el paradero de otra mujer, esa mujer que ahora veía en la fotografía, esa mujer muy joven con cara de animal salvaje o animal a punto de morir, que se había ido de su casa con una colección de jade y unas mancuernillas muy costosas. La Secuestrada, que se sonreía de esa manera turbia y descreída y cómplice en que yo misma lo hacía en ese momento, sólo atinaba a preguntarle al hombre súbitamente envejecido: ¿Así que tú también te enamoraste de ella, viejo rabo verde? Por toda respuesta, el Hombre Mayor le volteaba el rostro con una cachetada y salía de la habitación blanca. Violentamente. El ritual, con ciertas variaciones de tema y de tono, se repetía unas tres veces hasta que, contrito y derrotado, el Hombre Mayor aventaba las llaves de la puerta sobre la cama mientras La Secuestrada hundía su cabeza en al agua tibia de la tina. Habían hablado del amor, eso recuerdo; habían hablado sobre la imposibilidad de fijar la trayectoria de otro, la huida sin fin del otro. Habían hablado sobre querer hacerlo. Ese desatino. Esa maldición. Ese robo.

—¿Una colección de jade y varios juegos de mancuernillas? —por razones que todavía no entendía bien precisaba de su confirmación. Tuve que hacerle la pregunta un par de veces al hombre de los ojos sulfúricos hasta que entendió.

—¿Se lo dijo ella? —la alarma en su mirada era real. Su impaciencia. Su azoro—. Se lo dijo ella, ¿verdad?

Lo invité a tomar un café nada más porque no quería tener esa conversación en mi oficina. Bajamos la escalera en silencio y no pronunciamos palabra alguna sino hasta que, con taza de café en mano, encontramos un árbol de amplias frondas bajo el cual nos sentamos.

—Hace calor —murmuró. Bajó la vista. Se ruborizó.

—No sé dónde esté —le dije, para evitarle el bochorno de preguntar y de esperar, apesadumbrado y servil, la respuesta.

—Pero ella te escribe —su hombro y su brazo y su mano, que se dirigían hacia mí, sostenían ahora un par de hojas cuadriculadas—. Mira.

Era un texto escrito a mano, tinta marrón, letra pequeñísima. Era algo vivo y a punto de quebrarse. Una herida. Una daga. Era, según decía el título, el capítulo de todos sus inicios. Cuando atiné a arrojar mi mano hacia el papel, súbitamente necesitada, el hombre lo alejó de mí.

—Primero vas a tener que decirme dónde encontrarla.

—¿Para qué? —le pregunté sin poder evitar la sorna, recostándome bajo la amplísima fronda. —¿Para qué te devuelva el jade? ¿Para qué te regrese el costo de las mancuernillas?

El viento, fresco. La nube blanca. La rama que, tambaleante, deja caer una hoja. El ruido de un tráiler que se va. Tres carcajadas.

—Para lo que a mí se me dé la gana —dijo con una agresividad que había imaginado en él desde que se apostó, fingiéndose fantasma, en el umbral de mi puerta.

Me incorporé entonces. El ruido de las rodillas. El gemido de hastío. La compasión. Recordé la furia y la frustración del Hombre Mayor que, 20 años atrás, también la buscaba. Los dos hombres me conmovieron. Me quedé inmóvil así, de pie junto a él que, con las piernas cruzadas y la mirada hacia arriba, no parecía haber salido bien a bien de la adolescencia.

—Pero, corazón, supongo que a lo que a ti se te da la gana a ella no le interesa —dije en voz muy baja.

Ese verano, recordé, vivimos del dinero que sacó al malbaratar el jade e intercambiar las mancuernillas en el mercado negro. Algo así le había dicho La Secuestrada, ya dentro de la tina, al Hombre Mayor que, vestido y pulcro, la observaba desde el asiento del retrete. Los dos lloraban en silencio dentro del baño. También perdimos tres paraguas, había continuado. Y un perro que se llamaba Diablo dejó que le acariciáramos el lomo. Una tarde de domingo. Fumábamos mucho. Las dos.

—Pues ya lo veremos —anunció, irrebatible, el muchacho sulfúrico.

Y dijo algo más, algo que ya no pude oír desde lejos. Desde 20 años atrás.

Esos lutos unánimes (Diario Milenio/Opinion 01/11/10)

Los santísimos fines


Tal vez sea mi problema. Por alguna razón, sospecho de las unanimidades. Ya sea por añejas o intempestivas, suelen pecar de miopes o complacientes. Cualquier cosa con tal de conservarse unánimes. A partir del momento en que la unanimidad es el valor más alto, toda espontaneidad es falta de respeto, si no desobediencia. ¿Y existe acaso actor más espontáneo que el pensamiento, cuyas ráfagas suelen ir y venir a despecho de toda unanimidad? Cuanto más pone esmero el orador en su solemnidad, menos consiguen los espectadores hacer honor a lo unánime del recogimiento, así la ocasión sea un funeral. Y hoy que los oradores se han puesto extrañamente de acuerdo en beatificar al por lo visto unánimemente admirado Néstor Kirchner, no consigo evitar la tentación de echar miradas largas y sardónicas a los pocos que comparten mi mal, y cuyas cejas altas parecen coincidir en preguntarse si ahora resulta que todo el mundo, excepto los satánicos mercados de valores, confiaba ciegamente en Néstor Kirchner.


Suele decirse, en aras de la acariciada unanimidad, que el difuntito en turno tenía las mejores intenciones. O si no las mejores, menos aún las peores, pues era un individuo bienintencionado. ¿Y es, por cierto, eso un mérito? ¿Quién no ha tenido, al menos en principio, el mejor de los fines? Inclusive los gángsters, no pocas veces gente de familia, se plantean los fines más loables, como dar lo mejor a sus consanguíneos y ayudar a la causa de los necesitados. Sería muy divertido beatificar y ser beatificados sólo por lo bonito de nuestros fines, pero en tal caso muy probablemente quedaríamos todos empatados. Para desempatar, sería preciso tomar en cuenta un tema que la piedad unánime suele dejar de lado en estos casos: los medios escogidos para alcanzar tan loables objetivos. Y ante la indiferencia de numerosos beatificadores en torno a ese detalle de mal gusto, valdría preguntarse cuántos de nuestros más respetados santones alcanzaron el nicho por sus benditos fines, sin perjuicio de medios poco menos o más que luciferinos.


Los demoniacos medios


Duele reconocerlo: las buenas intenciones son baratas. Puede uno encontrárselas a la orilla del río, o del desagüe. Hasta el sujeto más execrable tiene por ahí una buena intención escondida, y quizás una buena obra en su expediente. Y la gente de Estado tiene racimos de ellas, de pronto tan urgentes y, como dicen ellos,sustantivas, que a sus ojos se vale todo por alcanzarla. ¿Cómo no ver con cierta simpatía la decisión cumplida de ganarle una apuesta al Fondo Monetario Internacional? ¿Pero qué tal cuando esa férrea voluntad sirve lo mismo para callar a los críticos, hacer guangas las leyes y disparar estigmas a los detractores? En todo caso, la pregunta no es cómo y por qué puede beatificarse a una figura pública por el puro valor de sus fines, sino adónde se van esos números rojos que fueron los medios. ¿Será que de la noche a la mañana se despintan, o es que el jurado unánime no distingue otro tono entre el blanco y el negro?


En momentos como éstos, cuando el difunto apenas está siendo enterrado, preguntarse por los números rojos es punto menos que una ruindad, pero lo cierto es que entre el luto unánime menudean las ruindades individuales. Como ésta que consiste en preguntarse si por casualidad el beato inminente se lleva sus defectos a la posteridad y es junto a ellos, cuando no por ellos que se le consagra. ¿Nos olvidamos de su autoritarismo explosivo y su ambición enfermiza, o a ellas también les rendimos tributo? ¿Cómo es que los defectos más notorios del vivo son medallas en el pecho del muerto? ¿Murió en el cumplimiento del deber o en la vorágine de su propia avidez? ¿Cuentan sus intenciones desbocadas de amordazar a los medios de comunicación entre sus fines, o nada más entre sus invisibles medios? ¿Es posible evitar la influencia del modelo sobre futuros clones aventajados que a gritos y empujones se dirán kirchneristas de hueso colorado y ya por eso se autorizarán a hacer uso del medio que se les antoje con tal de que se cumplan sus caprichos?


Al cielo con todo y cola


Está un poco de moda que el acusado de cierto crimen conspicuo se defienda aduciendo que el delito de marras prescribió, o que una grabación es prueba desechada, pero ni abra la boca respecto a su presunta responsabilidad. Si el fin último es quedar impune, quién va a perder el tiempo en detalles como una prueba documental. Ahora bien, con leyes o sin ellas hay topillos tan obvios que saltan a la vista como tales, aun si en esos códigos no figura una ley que los limite, o por casualidad puntualmente dejó de existir. Esa barbaridad de que dos cónyuges tengan la opción de sucederse en el Poder Ejecutivo podrá ser muy legal, y sin embargo apesta a monarquía, no exactamente en su mejor sentido. Pero un hombre del temple de Néstor Kirchner no iba a aceptar los gritos del sentido común en un tema tan nimio como los medios, cuando el fin era grande y generoso como los sueños de una Power Couple mentalmente instalada en el duunvirato. Eso sí, con muy buenas intenciones.


Lo peor de las mejores intenciones tiene que ver con su autogestionada autoridad, suficiente para legitimar en sí mismas lo que condenan en sus adversarias, que ya sólo por eso resultan oficialmente incapaces de albergar una sola buena intención. ¿Tenía el matrimonio Kirchner las mejores intenciones cuando multiplicó geométricamente su patrimonio, merced básicamente a los resortes de su inmenso poder? Sin duda, por qué no; en la medida que no pierda uno el tiempo reparando en los medios utilizados. Y si al fin se comparan semejantes minucias con los delirios de poder y gloria que la pareja debió haber compartido, puede uno apostar a que la Historia desechará cada una de aquellas fruslerías. ¿Cómo, de otra manera, dar estatura homérica a tantos pícaros por ella consagrados? ¿De dónde más saldría tanta unanimidad? ¿Existe alguna libre de sospecha?