sábado, octubre 09, 2010

La persistencia del pensamiento crítico y la novela-Javier Aranda Luna (La Jornada/Opinión 09/10/10)

Ahora que el PRI prepara su regreso a Los Pinos y el presidente Felipe Calderón asegura no tener problema en devolver a un miembro de ese partido la banda presidencial, convendría recordar la descripción que el ahora premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa hizo de ese partido en 1990. Y vale la pena porque justamente la Academia Sueca destacó que ese galardón le fue concedido por la cartografía de las estructuras del poder y aceradas imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo presentes en su obra.

Hace 20 años durante el encuentroEl siglo XX: La experiencia de la libertad organizado por el poeta Octavio Paz, Mario Vargas Llosa hizo una dura crítica a las dictaduras latinoamericanas pues impedían construir por su propia naturaleza, sociedades abiertas, democráticas.

Luego de hacer un recuento de ellas aseguró que el sistema político mexicano encajaba en esa tradición dictatorial con un matiz que es más bien un agravante:

Recuerdo haber pensado muchas veces sobre el caso mexicano con ésta fórmula dijo entonces Vargas Llosa:México es la dictadura perfecta. La dictadura perfecta no es el comunismo, no es la Unión Soviética. No es la Cuba de Fidel Castro: es México, porque es una dictadura de tal modo camuflada que llega a parecer lo que no es, pero que de hecho tiene, si uno le escarba, todas las características de una dictadura.

Y el autor de La fiesta del Chivoenumeró las características de lo que para él era una dictadura: En primer término, la permanencia, no de un hombre, pero sí de un partido; un partido que es inamovible, que concede espacio para la crítica en la medida en que esa crítica le sirve, es decir, que confirma que es un partido democrático; un partido que suprime por todos los medios, incluso los peores, aquella crítica que de alguna manera pone en peligro su permanencia. Una dictadura además, que ha creado una retórica que la justifica, una retórica de izquierda, y que para desarrollarla, a lo largo de su historia reclutó muy eficientemente a los intelectuales, a la inteligencia.

Según Vargas Llosa no existía ninguna dictadura que hubiera reclutado tan eficientemente al medio intelectual, sobornándolo de una manera muy sutil, a través de trabajos y nombramientos, a través de cargos públicos, y sin exigirle una adulación sistemática como hacen los dictadores vulgares, sino por el contrario, pidiéndole más bien una actitud crítica, porque esa es la mejor manera de garantizar la permanencia de ese partido en el poder.


Recordó entonces que el partido que se mantuvo 71 años en el poder se encargaba (incluso) de financiar a los partidos opositores. Otra muestra de ese carácter dictatorial del PRI fue para Vargas Llosa que había sido incapaz de traer a México justicia social. Las tremendas desigualdades existentes en nuestro país eran producto de esa injusticia social y la corrupción, consecuencias muy similares, según el escritor peruano, a las que han tenido los sistemas dictatoriales latinoamericanos.


En aras de la democratización en nuestro país de la que entonces se hablaba, el polémico Vargas Llosa quiso poner ese proceso a prueba al decir públicamente lo que pensaba sobre los usos y abusos del poder en México.


Años después, cuando el PRI había sido derrotado en las elecciones de 2000 el ahora Nobel de literatura aseguró que México vivía ya no una dictadura perfecta sino una democracia imperfecta y eso era un gran avance.


Por desgracia la injusticia social, la corrupción y la inequitativa distribución de la riqueza persisten y la actual clase política tan proclive a saltar de partido en partido parece que sólo busca permanecer en el poder en una especie de gatopardismo en el que todo cambia para que todo siga igual.


Los dueños de la verdad o la de aquellos que quieren imponer la suya a los demás; los que exterminan y persiguen a los opositores; la naturaleza del poder absoluto y sus mecanismos para perpetuarse se encuentran en libros como La guerra del fin del mundo, Conversación en la catedral y La fiesta del Chivo, novelas que aun retratan las estructuras del poder autoritario, sus costumbres y sus ondas expansivas que no se han podido erradicar de nuestras sociedades. La novedad de estas novelas es que esas estructuras siguen vivas con mecanismos más sutiles quizá y nos confirman que las prácticas democráticas son el único antídoto contra las tentaciones autoritarias.

Cacahuates-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 09/10/10)

Cacahuates

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Asiste sin duda la razón a mi amigo que afirma que Mad men –mi serie televisiva favorita pero, por cierto, también la suya– habría debido encontrar su final definitivo en el último capítulo de su tercera temporada. Y si digo que le asiste la razón es porque ambos sabemos algo de narrativa, y porque por tanto nos queda claro que el arco de la historia ha recorrido ya su parábola natural: Don Draper ha terminado por enredarse los bien calzados pies en el rastro de mentiras –o de silencios: es lo mismo– que ha venido sembrando a su paso y ha dado un resbalón del que acaso se levante, pero sólo a costo de su identidad misma. Su pasado inconfesable y su presente turbulento han quedado al descubierto. Su mujer lo ha dejado. Su edén personal –la agencia Sterling Cooper– ha colapsado. Kennedy ha muerto, pues, y Draper no se siente demasiado bien.

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O, dicho de otro modo, el punto ético y estético que ha pretendido hacer esta serie sobre una época en que la estética se pretendía ética ha sido establecido con creces. El paraíso está inexorablemente perdido. Nuestro trágico ha aprendido la lección (al menos hasta donde es capaz de aprenderla) y nosotros, aun si de manera vicaria, la hemos aprendido con él (al menos hasta donde somos capaces de aprenderla… y de aprehenderla). Debería haber llegado la hora de que cayera lento el telón.

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Pero no cae y, hasta donde sabemos, no caerá en años. El pasado julio vio el estreno estadounidense de una cuarta temporada de Mad men, cuya llegada las pantallas mexicanas se antoja inminente. Y, como la serie está bien escrita y se concibe como un producto de nicho –como uno que no apela al mínimo denominador común–, anticipo ya que la trama será lógica e inteligente, que los personajes no serán objeto de traición psicológica, que el ambiente narrativo en que se desarrolle la continuación será respirable. No, por ello, sin embargo, dejara ésta de ser respiración artificial.

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Pero Mad men no es sino una feliz anomalía, con todo la serie televisiva con mayor rigor narrativo jamás filmada. Mucho más evidentemente mercenarios son casos como el de la ya extinta Lost, a cada capítulo más extraviada en sus propias subtramas y teorías conspiratorias y por tanto más inverosímil, o el de esa Desperate housewives cuya séptima temporada tuviera su estreno hace dos semanas en Estados Unidos y hace una en nuestro país.

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A fin de mantenerla con vida, sus creadores han jugado con el destino de sus personajes como los semidioses ex machina que se saben. Las parejas se casan, se divorcian y se vuelven a casar, merced a la muerte oportuna o a la locura temporal de las parejas sustitutas que van topándose. Cancerosos, alcohólicos, ciegos y paralíticos son objeto de curas milagrosas por obra y gracia no de los adelantos de la ciencia sino de los adelantos por concepto de regalías. Las esposas desesperadas se han vuelto, pues, desesperantes. Y pese a ello seguimos esperando algo de ellas, como algo esperamos todavía de los Mad men.

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¿Y qué esperamos? Consuelo. El placer infantil de la repetición. La certeza de que, aunque nuestro entorno cambie todo el tiempo, el de nuestros personajes favoritos se mantendrá por siempre entrañable y divertido y hermoso. Es un placer menor, pero esos son los únicos que prodiga la televisión, a la que no en balde solía comparar Orson Welles con cierta botana.

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“Detesto la televisión”, decía. “La detesto tanto como a los cacahuates. Pero no puedo dejar de comer cacahuates”.

jueves, octubre 07, 2010

"De rudos y técnicos"-(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 07/10/10)

Mucho se ha dicho acerca de la Lucha Libre: que si es un circo, que si los golpes son de verdad, que si está arreglado, que no son deportistas. Dichas opiniones tienen cierto valor. Sin embargo, la mejor manera de comprender, analizar y verificar cualquier versión y opinión alrededor de este deporte, es asistiendo.

Después de un año regrese a la Arena Puebla –acompañado de Carolina, mi hermosa Kurá-, para disfrutar de una función de Lucha Libre, cuya cartelera anunciaba en su semifinal a Rush, Máximo y Valiente del bando técnico; mientras que la tercia ruda estaba conformada por Averno, Mephisto y Ephesto. Por otro lado, la lucha estelar advertía la presencia de Místico, La Máscara y Máscara Dorada en contra de los Guerreros de la Atlántida: Atlantis y Último Guerrero, al lado del "Rey del Guaguanco": Mr. Niebla. La cita como de costumbre era a las nueve de la noche en punto.

Por motivos económicos, decidimos que el mejor lugar era ir a la zona de balcón, estando dentro de la Arena Puebla, elegimos en pro de una mayor visión y diversión sentarnos en el área donde se ubica la porra ruda. Ahí las pasiones salieron a flote y la seriedad de cada día quedo en el olvido. Ambos necesitábamos liberar adrenalina y gritar lo que hace mucho no gritábamos. De nuestras bocas emergían diversos gritos, desde mentadas de madre hasta porras rudas.

Asistir a la Lucha Libre es presenciar un teatro enorme donde luchadores y afición se conjugan para ofrecer una gran comedia. Ahí uno puede toparse con mujeres y hombres de todos colores y clases; acuden los trajeados, los malolientes, los pandrosos, los fresas, los comunes. No hay distingo de nada, durante las dos horas que dura la función todos se confunden y se transforman con el fin de sacar a flote aquél ente vulgar y corriente que está escondido en espera de encontrar el mejor lugar para mostrarse; la Lucha Libre es la zona indicada, pues aquí no interesa otra cosa que interpretar de la mejor forma posible el papel de rudo o técnico. A nosotros nos gusta el papel de rudos, pues este bando no basa su triunfo en la aprobación de una autoridad, (referí) ellos se generan las opciones: el triunfo legal o el triunfo ilegal, cuyo principal motor es humillar a cualquiera de los luchadores del bando técnico.

La Lucha Libre es un espectáculo como cualquier otro, donde probablemente el triunfo de determinado bando esté pactado con anterioridad; aunque se diferencia de los demás por la enorme preparación tanto deportiva como actoral; ya que los golpes son reales, pero, sin duda alguna, saben dónde y cómo pegarse. Tan reales son los golpes como los lances que las lesiones o la muerte durante la pelea son opciones contempladas por cada uno de los participantes.

No hay mejor forma de lograr una catarsis perfecta que la Lucha Libre y no existe mejor ruda, que además sea bonita, que Carolina. Y no conozco mayor poesía deportiva que la emergida por cada una de las porras, ya ruda, ya técnica.

¡Arriba los Guerreros de la Atlántida! y a quien no le parezca que vaya y que chi…y que chi… y que chiquitibum a la bin bon ba, ¡Rudos, Rudos, Rudos; rra, rra!

miércoles, octubre 06, 2010

El secuestro (Diario Milenio/Opinión 05/10/10)

Es que estamos secuestrados”. La repito aquí porque ésta es tal vez la frase más utilizada en las ciudades fronterizas del norte de México. Al menos fue la que escuché con mayor frecuencia en mi reciente visita a Matamoros, Tamaulipas, ciudad que colinda con Brownsville, Texas. Antes había formado parte de las conversaciones que tuve en Ciudad Juárez, Chihuahua, y no me extrañaría que apareciera con la misma insistencia en Monterrey, Nuevo León. Ya con aires de resignación o con la rabia que provoca la impotencia cotidiana, los fronterizos hablan de su secuestro como un estado de excepción que poco a poco se va convirtiendo ya en un modo de vida.

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¿Qué significa vivir secuestrados? Como todo en la cotidianeidad eso se nota, especialmente, en los detalles más pequeños, es decir, en los mecanismos sociales que, por usuales o comunes, se vuelven transparentes y pasan, luego entonces, desapercibidos la mayoría de las veces. Hasta que cambian, claro está. Hasta que se establece una clara frontera entre el antes y el después. Hasta que el origen desde el cual se mide el paso del tiempo cambia de lugar. “Hasta hace poco”, me comentan, “en Matamoros ni siquiera cerrábamos la puerta, ahora no podemos salir a la calle”. “Era bonito cuando los niños podían salir al parque o jugar en la cuadra”, dicen otros, súbitamente nostálgicos, como si hablaran de una jeroglífico cuyo significado fuera conocido apenas por muy pocos. “Lo malo de estar joven en estos tiempos es, que cuando pasen, y eso si pasan, yo no habré podido salir a divertirme y entonces, cuando podamos volver a salir, si es que eso vuelve a pasar, tendré ya muchos años más”, me dice, en un aparte, una mujer soltera cuya voz que se esfuerza, sin lograrlo del todo, por darle un tono de ironía a su predicamento. “Cualquiera puede estar coludido; cualquiera puede ser o es un informante”, me avisan otros en murmullos apropiadamente bajos. El gesto que más se repite es de la cabeza que se vuelve una y otra vez hacia atrás o a los lados, en claro signo de alerta.

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Los cambios más notorios y notables tienen que ver con los usos del espacio público. La vida nocturna, eso que en otros lados todavía se denomina la fiesta, languidece lastimeramente en las ciudades secuestradas del norte. Sólo los inconscientes o los de la resistencia infinita o los que no tienen nada que perder, arriesgan su vida por un par de cervezas o la música de una rocola. “Mejor nos vemos en la casa”, me contestan cuando, inconsciente o resistente o ambas, propongo el nombre de un restaurante como punto de reunión. “Tenemos niños”, añaden a modo de explicación. También obvios son los bloqueos, algunos, como los muchos que presencié en las calles matamorenses, llevados a cabo por el ejército; pero otros, como los que azolaron a Monterrey no hace tantas semanas, organizados por el narco. El resultado es el mismo: cuando el armatoste se posa perpendicular sobre la calle hay que virar, si se tiene suerte o calle disponible a la derecha; o hay que esperar o avanzar a vuelta de rueda mientras los hombres enmascarados apuntan las armas a los rostros o al auto. “Ya hubo balacera otra vez”, expresan como quien dice “yo creo que hoy sí llueve” o “pero mira qué bonita está la tarde”. A eso le siguen los “granadazos” o el “rafagueo” o, más genéricamente, los “sustos”.

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Los que tienen los recursos mandan a sus niños cada mañana a través de la frontera a las escuelas públicas de las ciudades fronterizas de los Estados Unidos. En los últimos meses, me informan, el número de niños mexicanos que se han inscrito a escuelas primarias o secundarias gringas se ha duplicado e, incluso, triplicado. De hecho, una de las actividades habituales de las pudientes madres fronterizas es organizar la ronda de autos que llevan y regresan a los jovencísimos migrantes intermitentes. Los que carecen de recursos, sin embargo, siguen mandando a sus niños a escuelas como la General Alberto Carrera Torres, ubicada en la calle Antonio Cabazos y 2 de enero, en la colonia 20 de noviembre, cuyos salones y patio central se inundan puntualmente en tiempos de lluvias, donde alumnos y maestros trabajan con 4 abanicos desvencijados en una ciudad cuya temperatura suele alcanzar los 30 y más grados con una facilidad, digamos, aterradora. A esto habrá que añadirle la ausencia de libros y, por ende, de biblioteca. Y ni qué decir de computadoras o conexiones electrónicas en un plantel cuyo cableado de luz fue robado no hace mucho y cuyo servicio de teléfono se instalará, aunque eso sólo si hay suerte, hasta este 7 de octubre de 2010.

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Acaso la traza más punzante del secuestro cotidiano sea el miedo de hablar; la necesidad de hablar, quiero decir, acompañada de su terrible hermano gemelo: el miedo a hacerlo. Cada que las conversaciones giran alrededor del tema de la inseguridad no sólo resulta usual que los participantes bajen la voz sino que aderecen sus comentarios con algo que parece un ruego insistente: “pero esto es off the record, ¿va?”. La paulatina desaparición del nombre propio. El ocultamiento estratégico de la identidad del conversador. La autoinvisibilización como estrategia de sobrevivencia. Cesar de existir antes de cesar la existencia.

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¿Y cómo no quedarse meditabundo y rabioso al mismo tiempo cuando, al despedirse, nadie dice “nos vemos luego” sino el proverbial “te cuidas mucho”?

martes, octubre 05, 2010

El gancho estambulita (Diario Milenio/Opinión 04/10/10)

Saltando continentes

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“Welcome to Asia”, reza el letrero a la mitad del puente, y su sola obviedad basta para llenarle a uno los pulmones de un recóndito aire de victoria, no sólo porque salta de un continente a otro sin por ello salir de una misma ciudad, sino asimismo porque el golpe del viento parece de repente propulsar las ruedas de la Piaggio y plantarlas encima de una nube, libérrimas. Y de paso porque hace unos instantes que seguí el mal consejo de un lugareño —el único que hablaba inglés allí—, consistente en pasar de largo el control de peaje sin la calcomanía que lo autorizaría. “No pasa nada, vienes en moto”, dijo y yo le hice caso, luego de diez minutos de tratar de entenderme con un empleado que insistía en venderme una tarjeta de cincuenta liras turcas (algo más de cuatrocientos pesos) que vale para un mes de cruces ilimitados. ¿Cómo dice uno en turco que sólo se propone atravesar el Bósforo por esta ocasión? Es inútil, me he dicho, tratar de forcejear con un idioma del que no se conocen ni cinco palabras, tanto como tratar de convencerse de dar marcha atrás o dejarse estafar incomprensiblemente. “Welcome to Asia”, leo de nuevo en voz alta, presa de una emoción que de paso me ayuda a ahuyentar el recuerdo de la sirena que ha sonado no bien el detector delató el vuelo libre de la Piaggio y no hubo ya otra opción que acelerar.

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Cierto es que no termino de estar en Asia, igual que hace un minuto no terminaba de verme en Europa. Estambul es la clase de ciudad que uno podría ubicar en cualquier parte, y esto tiene que incluir más de un planeta para quienes no logran entenderla, ya sea porque les parece demasiado oriental o insoportablemente occidental, según el juicio y credo de cada cual. Una ciudad tan libre que raya todo el tiempo en la anarquía, donde tal vez los únicos disciplinados sean esos turistas que hacen filas inmensas para entrar al Palacio de Topkapi y construirse una idea más o menos difusa de cómo era la vida del sultán y su harem-laberinto con cientos de esclavas. Una ciudad donde muy pocas cosas parecen imposibles, y aún éstas no dejan de insinuarse probables.

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Perderse es encontrarse

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Abrir los ojos en una habitación del Sultanahmet Sarayi —un hotel pequeñito y pintoresco, medio oculto detrás de la famosa Mezquita Azul— remite al visitante somnoliento a los dominios de la ingeniosa Sherezada, pero basta con andar media cuadra para mirarse inmerso en la marea turística que le arranca de golpe parte de la ilusión de flotar en otra dimensión del espacio y el tiempo, entre la majestad de muros y alminares y los rezos que cada pocas horas se elevan por los aires del barrio exótico por excelencia, donde Bizancio, Constantinopla y el Imperio Otomano resisten día a día el embate feroz de millares de cámaras digitales, resueltas a tornarlo no mucho más que un parque temático.

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Grande es la tentación de quedarse el día entero a colmar los sentidos del hechizo propicio de Sultanahmet, pero no menos fuerte es el magneto de la ciudad entera para quien viene de otra casi igual de caótica. Cruzar el puente Gálata y subir al Beyoðlu hasta Istiklal Caddesi —la imponente avenida peatonal a toda hora repleta, ruidosa, vivísima— es regresar a medias a la Europa del siglo XXI, sin salirse del todo de los dominios de Constantino. A dos días de ir y venir sin un rumbo preciso, consulto al fin la guía y sus pequeños mapas sólo por confirmar que la Piaggio ha logrado bastarse sola. Perderse entre avenidas y callejones de Estambul —una suerte de laberinto amigable, merced a la imponente omnipresencia del mar de Mármara— es un lujo al que la ciudad invita, más allá del turismo arrebañado y un pelo pusilánime delante de este caos delicioso al que un chilango mal podría sustraerse. Lo de menos es si los callejones serpenteantes son de pronto reemplazados por avenidas anchas, rascacielos y autopistas amplísimas, o si al caer la tarde el solo tráfico del Bulevar Barbaros se asemeja al de San Juan de Letrán; en esta ciudad caben tantas posibilidades que la imaginación no alcanza a concebirlas y vale más seguir al caos en su flujo.

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La adrenalina turca

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Las ciudades caóticas contienen una magia inmarcesible que a su modo acomoda lo disperso y lo deja en su sitio, pese a las predicciones fatalistas de quienes no terminan de aceptarlas. La sola idea de lidiar con esta clase de automovilistas —diríase que los microbuseros mexicanos vienen aquí a tomar sus cursos de manejo— parecería un suicidio para quien se decide a ir en dos ruedas, pero igual que sus incontables gatos callejeros el conductor se integra a los peligros aparentes mediante el uso pródigo de un sexto sentido sin el cual el colapso ya le habría ganado a la ciudad. Se va y se viene, al fin, con los sentidos en alerta máxima y una fe inquebrantable en la Providencia, entre los bocinazos y el salto intempestivo entre carriles. Nada que no aprenda uno en su ciudad de origen, donde ya de por sí la vida es un milagro de la supervivencia.

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¿Qué tendría de raro que los disciplinados europeos occidentales miren con desconfianza la anexión de Turquía a su pulcra pandilla? Mientras en otras partes se debate con furia sobre la posibilidad de permitir o no que las niñas de fe musulmana se cubran la cabeza en el colegio, en Estambul conviven minifaldas y burkas (ninguna abunda, es cierto) tanto como melenas y pañoletas. Entre tanta y tan ancha libertad, se antoja poco menos que quimérica la idea de meter costumbres en cintura, por más que los cuantiosos detectores de metales hablen ya de la rabia fundamentalista frente a la esplendorosa Babilonia eurasiática que ni el siglo XXI, tan ordenado él, consigue contener. Vuela la Piaggio a orillas del estrecho y un desfile de aromas impetuosos va penetrando el casco protector, cual si ellos se bastaran para trazar el mapa de la ciudad. No sé por qué ni como, pero me huelo ya que estoy en casa.