sábado, septiembre 25, 2010

Gerontofilia agradecida-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 25/09/10)

Escena de la vida real. Pareja aparentemente cuarentona sentada en una sala de cine, absorta en la película. El final de la cinta se acerca, una de las actrices principales se enfunda un catsuit de cuero negro que hace resaltar sus apetecibles formas veinteañeras y comienza a repartir catorrazos a diestra y siniestra –mejor: a siniestros muy diestros… pero no tanto como ella– en un estilo equidistante del ballet y del kung fu.

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El espectáculo es a un tiempo excitante y hermoso, porque la coreografía de la pelea es eficaz y el ritmo de edición frenético pero, sobre todo, porque la protagonista de la escena ha sido dotada por natura con un cuerpo que hipnotiza y un rostro de proporciones clásicas y aires lúbricos. La esposa observa la secuencia con entusiasmo acaso teñido de envidia: esa fuerza de la naturaleza y del eros que llena la pantalla es hermosa, como lo es la espectadora, pero también joven, como ya nunca lo será.

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El rostro del esposo acusa excitación palpable, sí, pero mitigada. El cuerpo que protagoniza la escena, neumático y aerodinámico a la vez, es muy atrayente. Y el rostro, cómo negarlo, innegablemente hermoso… pero también un poco demasiado joven. Un exceso de ingenuidad en la mirada. Un temblor casi imperceptible en los labios. Y una ligera acumulación de grasa en los pómulos, no de ésa que resulta de la indisciplina alimentaria sino de la que remite más bien a un pasado púber apenas distante (no en vano, en inglés, se le llama baby fat: grasita de bebé, síntoma de la proverbial enfermedad que se cura con los años). No basta para romper el encanto pero sí para someterlo a un tamiz crítico. El esposo lidia con sus reacciones orgánicas, las analiza y, menos por ser caballeroso que por autoafirmarse, susurra su veredicto al oído de su amada:

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—¡Qué guapa va a ser Scarlett Johansson en unos diez años!

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Ese esposo que el único reproche que tiene que hacer a la protagonista de Iron Man 2 es su lozanía, y que se complace en compartir su desdén por su juventud con su mujer –ésa que es más grande que él en todos los sentidos (y eso incluye el cronológico)– soy yo. El mismo que, cuando su tío de 66 años emparejado con una chica de 25 se complace en citar la máxima de Groucho Marx de acuerdo a la cual el hombre tiene la edad de la mujer que acaricia, se deleita en asentir, y en afirmar que ambos son prueba de ello, y en cantar, junto con Maurice Chevalier, “I’m glad I’m not young anymore”.

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Me gustan, pues, las mujeres mayores. Y no sólo la mía –aunque es mi favorita– sino muchas que han logrado sumar a su belleza atemporal el atractivo sereno y retador que dan los años. Así, por ejemplo, Olivia Collins, cuyo turgente trasero de 52 años –me disculpo por el fraseo, pero tal es la feliz realidad– se me apareciera hace unas semanas en un espectacular de la revista Playboy, yuxtapuesto a la leyenda “La Nueva Cara”.

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Ignoro si el copy publicitario se refiere al rediseño de la publicación –afortunado, por cierto–, a que Olivia es quien da la cara por ella, a que en estos tiempos posmodernos una nueva cara es la de una hermosa cincuentona o a que las nalgas Collins entrañan todas las posibilidades expresivas de un rostro.

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Ante la ignorancia, opto por dar por buenas todas las posibilidades. Corrí a comprar la revista.

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Y la contemplé horas. Y la sigo contemplando mientras celebro que Playboy sepa que muchos hombres deseamos una mujer y no una niña. Gracias, desde lo más hondo de mi gerontofilia.

miércoles, septiembre 22, 2010

"Para reírse del Bicentenario"-(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 22/09/10)

Dicen que la mejor medicina es la risa. De ser así, Trino es el doctor que les recomiendo visitar para curarse de la enfermedad llamada: bicentenario.

Con un gran humor y a través de la tira cómica, Trino decide ofrecer al lector una variante de la “Historia Patria” y quitarle toda esa carga simbólica, para desmitificarla y contextualizarla con los tiempos que nos encontramos viviendo. Hidalgo, Allende Zapata, entre otros, serán los próceres que protagonizan la mayoría de estas tiras y el lector los verá llevando a cabo sus respectivas guerras utilizando diversas herramientas como el Facebook o el BlackBerry; etc. ¿Se imagina alguna de estas célebres batallas si en sus tiempos hubieran tenido dichas herramientas tanto sociales como tecnológicas? Pues Trino lo hace posible de manera inteligente, verosímil y entretenida.

Obviamente, no es un libro que busqué acomodarse como un testimonio fiel u ofrezca una postura científica e histórica de dichos acontecimientos, pero sí puede considerarse como un libro lúdico para las nuevas generaciones y así otorgarles la oportunidad de acercarse a la historia sin tanto formalismo, que le pierdan un poco el respeto, para después ya intentar entenderla sin los candados educativos que vienen arrastrando desde la primaria.

A lo largo de 107 páginas Trino no sólo busca hacer pasar al lector un rato ameno en su encuentro con la Historia, también es una crítica audaz de lo inútil de estas celebraciones, porque antes habría que resolver muchas cosas: el empleo, la violencia en la mayoría de los Estados del país y la falta de espacios para el desarrollo de los jóvenes de hoy.

Historias desconocidas de la Independencia y la Revolución ha sido editada por Tusquets y es una propuesta que busca anclarse tanto el público juvenil como en el adulto.

Sin duda, es una lectura que no debe dejar pasar y una mejor manera de seguir festejando a México.

lunes, septiembre 20, 2010

La sombra de Silverio (Diario Milenio/Opinión 20/09/10)

Silverio made me do it

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Conocí a Julián a finales del siglo pasado, quizás un par de años antes de que se le metiera el mal espíritu. Lo recuerdo sonriente y entusiasta, bailando casi cuando hablaba de su nuevo proyecto, en uno de esos desfachatados festines que solían ocurrir en una suerte de tugurio intermitente al que llamaban La Panadería. Desde entonces, no obstante, Julián se refería al fantasma en tercera persona, como si no fuera él quien lo encarnaba, ni por tanto sus méritos y estropicios (entre sí confundibles, yo diría que idénticos) pudieran serle alguna vez acreditados. Lo suyo parecía nada más que un juego, pero no es un secreto que hay unos juegos más peligrosos que otros, especialmente si su transcurso implica traer al mundo fantasmas caprichosos y atrabiliarios que no estarán de acuerdo en dejar de jugar, ya con sus reglas y en su territorio. El juego de Julián iba en ese camino. Su personaje, originario de Chimpancingo, es uno de esos míticos engendros por sí mismos capaces de tomar posesión de su creador y sembrar el terror irremisiblemente. Al día siguiente, Julián regresa al mundo armado de una sólida coartada: Yo no fui, fue Silverio.

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La única razón de verdadero peso para jugar un juego repetidamente consiste en ignorar su desenlace, y de pronto también sus consecuencias. Quien ha visto a Silverio en un escenario sabe ya de lo que hablo. La razón más pesada para quedarse ahí es el hambre de asombro que el personaje azuza entre la turba. Un ritual delirante, macabro y destructor que convoca al concurso de los demonios íntimos de cada cual, a través de una intensa sucesión de agresiones sin freno ni piedad, bajo un yugo electrónico impecable, porque si algo está claro en el show de ese D.J. lovecraftiano es que es un personaje antes que una persona, y como tal hace todo cuanto parece antojable a su misantropía desatada, no bien ha dado a los estribos por perdidos y ya insulta a su público sin el menor atisbo de contemplación. Media hora más tarde, a la vista de una audiencia frenética que lo agrede con la misma alegría, se comprende que la de Chimpancingo sea una contagiosa ciudadanía.

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El fantasma engorilado

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Nada tiene de raro que mi amigo Julián le tema mortalmente a su engendro, si como todas las visitas encajosas llega al primer llamado y no se va hasta ver dormido al anfitrión. Mientras eso sucede, se espera de Silverio no otra cosa que nuevos estropicios, que por sus consecuencias acabarán contando como méritos. El problema es que, insisto, Silverio no se va con el final del show, sino que se empecina en prevalecer, pues resulta que se ha engolosinado en la cabina de mandos y quiere más acción, a cualquier precio. El día que intenté felicitarlo, al fin de una performance en El Imperial que sus fans duros tildan de ligera, dos amigos llegaron a disuadirme. Con los nervios quebrados por el largo endorcismo que implica el espectáculo, Julián debía pelear a solas con Silverio.

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Silverio vino al mundo a compartir el factor común entre fantasmas, monstruos y bestias desatadas: hasta donde se sabe, no tiene límites, como no sean aquellos que le impiden prender fuego al local. Sus excesos escénicos en esencia dependen del nivel de osadía de su público. Si en un bar citadino se le ve deshacerse de la ropa y seguir el performance en calzones, hay memoria de intensos tugurios suburbanos donde el público lo ha dejado en cueros, sin que faltara alguna buena samaritana dispuesta a desnudarse para cubrirlo. De una u otra manera, Silverio se engorila como el protagonista del Donkey Kong, programado para tirar barriles saltarines a todo el que pretenda subir en su busca, y eventualmente baja a jugarse el pellejo entre el gentío, unas veces en pos de un nuevo drink y otras con el puro ánimo de Godzilla injertado en Bee Gee. A estas alturas, pues, lo único que me extraña es que no exista todavía un software de Silverio para el Plastation 3 o Wii-Fit. ¿Cómo saber, no obstante, la clase de gorilas que saldrían del usuario, una vez sometido a los rigores propios de ese juego?

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Sobredosis de azufre

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La penúltima vez que supe de Silverio, aunque no de Julián, fue a través de un cartel, pegado aquí y allá en el centro de Lisboa. Se había presentado la noche anterior, con el ritual telúrico e imprevisible que le ha construido un amplio culto portugués. “Esse cara de pau é meu amigo!”, le mentía a mi chica brasileña cada vez que un video de Silverio aparecía en la televisión, como quien deja de algún modo en claro que en sus tierras también florece la macumba. Y digo que mentía porque lo único cierto es que a Silverio no lo conozco, y quién sabe si quiera conocerlo. Vamos, dudo hasta que Julián haya tenido el gusto de tutearse con él, como no fuera para provocar su ira o instigarle a un jolgorio de consecuencias comprometedoras. Silverio es ese súbito cómplice de farra que conoce el camino más corto hacia el infierno, donde se le recibe con deferencias nunca consignadas por Dante, y del cual cada noche se le saca a patadas.

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Volví a ver a Julián hace una semana. Escuchamos las nuevas tomas de Silverio —en tercera persona: espectro ausente— y hablamos largamente de los monstruos ficticios, sus extraños poderes y esa manía adhesiva tan propia de su especie truculenta. En mi caso no sin algún horror retrospectivo, ya que recién termino de escribir una historia cuyos protagonistas se pasaron cuatro años peleando unos con otros por obligarme a entrar en sus zapatos. ¿Quién más que uno, al final, puede ser el performer de sus ideas tétricas? Serían pasadas las once de la noche que Julián asumió que se le hacía tarde: tenía que tocar a medianoche. “¿Silverio?”, me animé. “¿Cómo crees?”, se burló, más de sí mismo que de mi pregunta. En tal caso, según me explicó, ya habría estado montado en los nervios de punta que preceden y después acompañan al arribo impetuoso de Silverio. De regreso en mi casa, vi de nuevo en youtube al fantasma soberbio y misantrópico. Un tipazo SIlverio, no faltaba más, pero si yo estuviera en los tenis de Julián, ya traería un crucifijo escondido en la bolsa.