viernes, septiembre 17, 2010

La noche de las metáforas-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 17/09/10)

Las muchas ganas de festejar. Las tantísimas ganas de festejar. La necesidad imperiosa (¿desesperada? ¿desesperanzada?) de festejar. Aunque lo que festejemos sea un pasado remoto y que conocemos mal, y no un presente convulso y que nos atemoriza (y que, por cierto, también conocemos mal). Aunque el horno no esté para bollos. Aunque la consigna sea “Despilfarre ahora, pague después (si es que hay después)”. Aunque nadie se haya detenido bien a bien a pensar qué hay que festejar ni cómo sería mejor festejarlo. ¡Viva la catarsis colectiva (pero inconsciente)! ¡Viva México!

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La fiesta como procedimiento médico. Sólo que se antoja difícil tratar una herida que no ha sido correctamente diagnosticada.

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Sólo que se antoja imposible salvar a un paciente que no clama por antibióticos ni por cirugía, sino apenas -y a voces- por morfina. ¡Viva la obturación! ¡Viva el analgésico! ¡Viva México!

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Mujeres guapas vestidas de gala, hombres adustos de traje negro y corbata verde o roja, empeñados en decir cosas más o menos inteligentes, en aportar al respetable (es un decir) algún dato “curioso” (alguna trivialidad histórica). Entre cada pareja, una mesa baja. Y, sobre cada mesa, bolsas de papas fritas, desplegadas para mejor y mayor lucimiento del logotipo de nuestro amable patrocinador. ¡Viva el product placement! ¡Viva México!

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Pero detengámonos en los vestidos de las mujeres. Y recordemos aquella vieja expresión que hacía furor en los 60 y los 70, cuando Julio Chávez vestía a las aspirantes a Señorita México con caftanes a go-gó sembrados de florecitas huicholas. “Estilizado” era el término. Huipil estilizado. Jorongo estilizado. Calzón de manta estilizado. Lo que vestían las chicas esta noche era también estilizado. Y lo que estilizaron los diseñadores que les crearon los atuendos fue una cierta idea ya no de lo mexicano sino de lo indígena. México es flores de colores chillones. México es preindustrial, premoderno y, por tanto, prehispánico. Es el país del civilizado que, por incivilizado, cultiva la nostalgia del buen salvaje. ¡Viva Yan Yak Rusó (o como quiera que se escriba)! ¡Viva México!

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En el mismo tenor: el término “diversidad cultural” entendido como sinónimo de indigenismo. Y el señor que profiere tal expresión y le da tal sentido vestido con una muy europea (y muy envidiable) camisa de toile de Vichy rosa, adornado el bolsillo pectoral con un cocodrilito de Lacoste. ¡Viva la culpa ancestral, perpetuada ad aeternum! ¡Viva México!
La coreografía entendida como calistenia relax y desmadrosa.

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La incapacidad de seguir en personaje una vez que una cámara de televisión está cerca. El vacuo afán protagónico de sonreírle, de saludarla, de dedicarle una ve de la Victoria (de la Victoria Ruffo, supongo), de pintarle güevos, de gritarle “¡Uuuuuuuuuuuu!”. Salir en la tele como meta final de toda existencia, si no humana, cuando menos mexicana. ¡Viva la improvisación (y no aludo aquí a la jazzística)! ¡Viva México!

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Un puñado de escenas hermosas. Kukulcán convertido en dragón chino y rodeado de C3POS con mascarón de Pedro Infante o de Benito Juárez (lucía mucho mejor de lo que suena su descripción aquí: lo juro). Un cabaré de los 50 rodante, y con divas de la canción bien dispuestas ya no al entretenimiento -¡quién podría escucharlas!- sino al reventón. La Directora de Orquesta bellísima, el rostro extraviado por efecto de la música (el Danzón 2 de Márquez, a un tiempo tan pop y tan solvente), la batuta precisa, las jóvenes cancioneras convocadas a estrenarse como solistas orquestales preciosas. Se trata, sin embargo, de ocurrencias sin idea de fondo. No es noche para el relato sino para el relajo, no es momento para la dialéctica sino para el cadáver (semi) exquisito. ¡Viva la vacuidad espectacular! ¡Viva México!

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El Coloso que hace pensar en Colosio -la expresión triste, la mirada gacha, la espada rota-, que, a decir de quien lo esculpió, “denota la pena, el hambre”, y que sin embargo ha sido concebido para alzarse en la plaza principal de la capital, por sobre todos nosotros. ¡Viva la autocompasión institucionalizada! ¡Viva México!

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Y la imagen indeleble, que hubo de ser la primera. El barquito de papel tripulado por niños, que intenta navegar por un mar de nopales. Hilemos la metáfora nomás por joder. ¿A dónde llegará un barco tripulado por críos?

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¿Y cuánto resistirá si está hecho de papel? ¿Y cómo se puede bregar por un sendero de espinas?

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¡Viva el acto fallido! ¡Viva México!

martes, septiembre 14, 2010

Luz María Dávila / I (Diario Milenio/Opinión 14/09/10)

Hace aproximadamente siete meses, las palabras con las que Luz María Dávila imprecara al presidente Calderón le dieron la vuelta a la nación. Apenas unos días antes, en lo que todavía se denomina como una “equivocación”, un comando había asesinado a 17 jóvenes que participaban de un convivio en Villas de Salvarcar, una colonia en el suroeste del centro urbano más peligroso de México, si no es que del mundo entero: Ciudad Juárez. Dos de esos jóvenes eran sus hijos: Marcos y José Luis Piña Dávila, de 19 y 17 años de edad respectivamente. Sus únicos hijos. Los piñitas; así les decían. La reacción de Luz María Dávila ante su pérdida personal y el dolor colectivo no sólo me conmovieron como a tantos otros sino que también me hizo sentir una especie de sedimentado orgullo por ser conciudadana de esa mujer que, como Antígona, no se amedrentaba. Admiré, pues, de entrada, su valentía. Usted no es bienvenido, señor Presidente. Yo no le doy mi mano. Y luego, a medida en que desdoblaba su lenguaje, admiré incluso más su dignidad. Ya lo decía Borges: Los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados y no con los griegos victoriosos. Quizá sea porque hay una dignidad en la derrota que a duras penas corresponde a la victoria.

La noticia de la masacre, una más en una escalada de violencia que no ha dejado de aumentar desde que el presidente Calderón impusiera unilateralmente una guerra del todo fallida sobre el país, dejó impávidos a muy pocos. Luz María Dávila, una trabajadora de una maquiladora de bocinas, había pronunciado palabras que, siendo como eran poderosas y trémulas, también eran básicas y certeras. Por esa razón, decidí entonces resaltar esas palabras suyas, mezclándolas con las de Sandra Rodríguez Nieto, una de las periodistas que reportó los eventos; así como con algunos adjetivos de Ramón López Velarde, el poeta que releía por enésima vez en ese entonces. Lo que resultó de ese primer encuentro apareció en mi blog el 12 de febrero. El texto respondió al título de La Reclamante: Discúlpeme, señor Presidente, pero no le doy/ la mano/ usted no es mi amigo. Yo/ no le puedo dar la bienvenida/ Usted no es bienvenido/ nadie lo es.// Luz María Dávila, Villas de Salvarcar, madre de Marcos y José Luis Piña Dávila de 19 y 17 años de edad.// No es justo/ mis muchachitos estaban en una fiesta/ y los mataron.// Masacre del sábado 30 de enero en Ciudad Juárez, Chihuahua, 15 muertos.// Quiero que usted se disculpe por lo que dijo/ señor Presidente, que eran pandilleros…/ ¡Es mentira!/ Uno estaba en la prepa y otro en la UACH;/ no estaban en la calle,/ estudiaban y trabajaban.// Porque aquí/ en Ciudad Juárez, póngase en mi lugar// Villas de Salvarcar, mi espalda, mi fulmínea paradoja// hace dos años que se están cometiendo asesinatos/ se están cometiendo muchas cosas// cometer es un verbo fúlgido, un radioso vértigo, un letárgico tremor// se están cometiendo muchas cosas y nadie hace algo./ Y yo sólo quiero que se haga justicia,/ y no sólo para mis dos niños// los difuntos remordidos, los fulmíneos masacrados, los fúlgidos perdidos// sino para todos. Justicia.// Encarar, espetar, reclamar, echar en cara, demandar, exigir, requerir, reivindicar.// ¡No me diga ‘por supuesto’, haga algo!/ Si a usted le hubieran matado a un hijo,/ usted debajo de las piedras buscaba al asesino// debajo de las piedras, debajo de piedras, debajo de// pero como yo no tengo los recursos// limosnas para las aves, mis huesos/ mi carne/ de tu carne mi carne// póngase en mi lugar, póngase/ mis zapatos, mis uñas, mi calosfrío estelar// no los puedo buscar porque no tengo/ recursos, tengo/ muertos a mis dos hijos.// Byagtor: entierro a cielo abierto que significa literalmente “dar limosnas a los pájaros”.// Tengo mi espalda. Mi lágrima. Mi martillo./ No tengo justicia. Póngase/ en su sitio: Villas de Salvárcar, ahí/ donde mataron a mis dos hijos.// Usted no es mi amigo, ésta/ es la mano que no le doy, póngase/ Señor Presidente/ en su lugar, le doy/mi espalda// mi sed, le doy, mi calosfrío ignoto, mi remordida ternura, mis fúlgidas aves, mis muertos// Y la mujer bajita, de suéter azul, salió del salón limpiándose las lágrimas.

En aquel entonces no sabía yo que una casualidad me llevaría a conocer personalmente a Sandra Rodríguez en la Ciudad de México y que, todavía un poco después, sería invitada a participar en un festival literario que me llevaría de regreso a Ciudad Juárez y, en consecuencia, a Luz María Dávila. En aquel entonces yo no sabía que, ante la insistencia de la pregunta acerca de los héroes del bicentenario, terminaría pensando en la conducta de esa mujer bajita de suéter azul como una que recupera, concentrándolas, siglos enteros de esas tradiciones de resistencia popular que han mantenido al país a flote ante la ineptitud de sus gobernantes. En aquel entonces no sabía yo, pues, que regresaría a su casa a preguntarle: Y a siete meses de su pérdida que es nuestra, Doña Luz María, ¿qué le diría usted ahora al Presidente?

La svástica y el martillo (Diario Milenio/Opinión 13/09/10)

La edad de la inocencia


Entre los criminales nazis más perseguidos y nunca llevados a juicio, destaca el nombre de Alois Brunner, hombre de confianza de Adolf Eichmann cuya huella se pierde en Damasco, donde se cuenta que llegó a ser muy útil como instructor de policías y verdugos. No se sabe si vive, y como en estos casos suele ocurrir no falta quien afirma haberlo visto vivo, aun en este siglo (tendría que ser fácil reconocerlo, ya que le falta un ojo y varios dedos por sendas cartas-bomba del Mossad). Nacido en 1912, habría cumplido ya los 98 y es seguro que quien pudiera verlo no reconocería a un asesino de la peor calaña en ese viejecillo mutilado, acaso de apariencia bondadosa, o simpática, o al menos indefensa. Y aun en el caso de que fuera detenido, deportado y llevado a juicio, estaría por verse quién propondría colgar o fusilar a un hombre de cien años, o quién lo lograría sin parecérsele.

El último común denominador entre malvados de la talla de Julius Streicher, Hermann Göring, Martin Bormann, Reinhard Heydrich, Hans Frank, Josef Goebbels o Heinrich Himmler fue que ninguno pudo llegar a viejo y concitar así el respeto, piedad o simpatía que en su momento nadie los viera dispensar. El reciente caso de John Demjanjuk, llevado a juicio a los 90 años entre ambulancias y sillas de ruedas, ha dejado una estela de imágenes incómodas, aunque menos que las acusaciones por decenas de miles de asesinatos que lo hacen un anciano nada venerable. Si la vejez nos vuelve olvidadizos, esperamos que aquellos a quienes ofendimos no nos guarden rencores memoriosos, pero he aquí que los nazis y sus valedores se pasaron años luz de la raya, y es así que su ejemplo inalcanzable suele ser hoy en día el más auspicioso: no importa la calaña del malvado, siempre estará debajo de las marcas impuestas por los prototípicos monstruos de la svástica.

Compárome y absuélvome


Tuvo que ser Stalin el primer genocida en compararse ventajosamente con Hitler, de modo que a la fecha el carnicero de Georgia goza de mejor prensa que el palurdo de Linz. Si la figura de éste parece impresentable dondequiera que impere la razón, la villanía de aquél parecería incluso cosa de opiniones, especialmente entre quienes no admiten opiniones diversas a la suya. Si al neonazi, bravucón natural y displicente intrínseco, se le mira con asco, lástima o desprecio, el neoestalinista, fraternal fariseo, se las da de filántropo y progresista, razón que le parece más que buena para ver al distinto como adversario, y en su momento equipararlo a los nazis: una exageración que rinde dividendos invariables, y cuyas regalías paradójicamente corresponden a los propagandistas del nacional-socialismo. Si Goebbels y los suyos impusieron el terror a fuerza de encontrar bolcheviques hasta en el sauerkraut, sus émulos actuales, enmascarados como sus antípodas, son capaces de hallar bigotitos recortados en el armario de su propia madre.

Cuando Fidel Castro llegó al poder en Cuba, había pasado una docena de años desde que se cumplieron las sentencias por los juicios de Nuremberg, Stalin tenía un lustro de ser fiambre y Jrushchov se afanaba en el difícil trance de cambiarlo todo sin por ello tener que cambiar nada. Cincuenta años más tarde, todavía poderoso como nadie en la isla pero ya no oficialmente al mando, el dictador no para de encontrar adversarios, y no lo piensa mucho para medirlos con la vara destinada a los nazis. Ya no es el hombre duro y enérgico que podía dar discursos de doce horas a un público cautivo, literalmente, y en ellos acusar y condenar lo que a su personal entender conviniera, sin réplica posible, sino un viejo sonriente y campechano que se esfuerza en caber en el papel de abuelo sabio, como lo llama alguno entre sus fans. En lugar de sus botas chocando contra el piso, se escucha el resonar de esas sentencias destempladas que suelen ser sus tan mentadasReflexiones, donde el autor invita a sus lectores a ejercer junto a él la desmemoria, y de paso apoyarlo en su misión reciente de salvar al mundo.

El olvido reflexivo


Durante años lo vimos retratado con esos pants Adidas que cualquier cubano puede comprarse, si es que vive en Miami o más allá. Hoy ha vuelto a ponerse el uniforme, y he aquí que en su versión de líder redivivo la edad viene a sentarle de maravilla. Con esa pinta de patriarca otoñal, Castro es hoy día el abue de los progres. Escribir su columna reflexiva es un poco sentarlos en sus piernas y contarles historias de la guerra fría, y dormirlos con cuentos de países remotos donde, como él, los nazis resucitan y deportan gitanos hacia sabrá el demonio qué campos de exterminio. Cierto es que de repente el viejo desvaría, como pasó con el corresponsal ante quien tuvo la graciosa ocurrencia de confesar que el modelo de Cuba no sirve ni siquiera para los cubanos, para luego decir que dijo lo contrario, o cuando menos lo quiso decir, pero en su situación todo se le disculpa. El mismo presidente Sarkozy —cuyo más que evidente narcisismo lo descalifica para ser un Pétain del siglo XXI— se ha abstenido de comentar él mismo al respecto, quizás muy ocupado en verificar que no haya algún gitano metido en el armario de su famosa esposa.

Cada día que pasa, las Reflexiones del Coma Andante lo ponen a resguardo de la crítica, que es al fin como siempre le ha gustado sentirse. Parecería abusivo recordarle que se cura en salud, cuando a leguas se nota que su memoria está dando de sí. Se comprende, no obstante, que sufra y se desgarre las vestiduras por los gitanos arbitrariamente deportados, toda vez que le falla la memoria y no tiene presentes las leyes aún vigentes, comparables a las de Nuremberg del 35, promulgadas por él y sus esbirros, según las cuáles cualquiera puede ir a la cárcel por su pura presunta peligrosidad. Se le habrán olvidado sus deportados, recién echados de la cárcel al destierro sin más alternativa. Se quedaría dormido a media Reflexión. Pero eso sí, algo sabe y no olvida en el tema de los estados policiacos. Si por él fuera, nunca habría dejado salir a esos gitanos. Los habría sermoneado, adoctrinado y aborregado, o en su caso encerrado o sacrificado, si les llegaba a ver caritas de neonazis imperialistas. Que para eso es muy bueno, le ha contado a sus nietos. Si es que todavía vive, Alois Brunner tendría que estar temblando.