miércoles, septiembre 08, 2010

"Una perra novela"-(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 08/09/10)

A mi Kurá hermosa, porque gracias a ti llegué a Laurie.

Una premisa podría decir que un libro escrito por algún actor, actriz o personaje de televisión, es un riesgo alto y nada recomendable.

Afortunadamente, en este caso, el de Huhg Laurie, la cosa es distinta. Laurie está más allá de la súper famosa serie Dr. House. Durante su estancia en la Universidad de Cambridge, Laurie participó en diversas obras de teatro al lado de Emma Thompson y Stephen Fry; en 1981 gracias a una de sus actuaciones obtuvo el Perrier Award. Además de actor se ha ganado la vida como director, músico y escritor, su segunda novela recientemente terminada es The Paper Soldier.

The gun seller publicada por su autor en 1996, llega a los lectores hispanoamericanos gracias a la traducción realizada por Alberto Coscarelli en 2006 con el título de Un noche de perros y fue publicada en ese mismo año por la editorial Planeta. Sólo que su difusión en México ha sido reciente.

Thomas Lang -personaje principal de la novela- un ex-policía es ahora un asesino a sueldo que extrañamente tiene demasiados escrúpulos. Un día cualquiera como todos en su vida, recibe la visita en un alto empresario para ofrecerle un jugoso negocio: matar a Alexander Woolf, un gran empresario norteamericano con negocios tanto en Inglaterra como en Escocia, empero nuestro personaje rechaza la oferta y decide que lo mejor sería avisar al candidato a ser asesinado del riesgo que corre. En el camino, no sólo se involucrará más y más con aquello de lo que pensaba huir, se percatará de una tremenda red de corrupción, mentiras y demasiada violencia, obligándolo a eliminar a unas cuantas cabezas, que en el camino ya no sabe realmente cuál era el objetivo de todo esto y para quién está trabajando, lo que sí tiene claro es que las femmes fatales son las dueñas de su vida y corazón.

Debo decir que Un noche de perros de Laurie no es la “obra” de las obras, pero sí está perfectamente lograda. Laurie logra escribir una excelente novela, ubicada dentro del género negro y llena de un exquisito humor ácido, cabalmente trabajado. Una novela que sin duda, sale bien librada y que los hará pasar un buen rato.

Quizá el problema mayor de Laurie sea la serie de Dr. House, pues para los que saben no es secreto que el personaje de la serie tiene muchas adaptaciones a la personalidad del actor y sin duda, el protagonista de la novela tiene muchas referencias a la personalidad del mismo Laurie.

Ampliamente recomendable para descansar de los grandes escritores y leer una buena novela que puede hacer al lector respirar otros aires, que a diferencia de novelas que prometen mucho –léase Allende o Mastretta-, la de Laurie dejará a cualquiera con ganas de esperar su próximo libro.

País de léperos-Pedro Ángel Palou (revista Poder y Negocios 01/09/10)

Algunas reflexiones sobre la Independencia y la Iglesia (o cómo no festejar el Bicentenario).

Desde el inicio Hidalgo es más una figura y su movimiento un discurso, que una realidad. Su empresa independentista dura cinco meses y es su seguidor, Morelos, quien le da continuidad militar y además ideología.

No es gratuito que en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México José Mariano Beristáin, deán de, la misma, el 19 de marzo de 1815, llamara a Hidalgo el Judas de la Nueva España, el Barrabás de América, por pervertir al pueblo americano y llevarlo a desconocer a Fernando VII como rey. Comparó a los insurgentes con los escribas y fariseos de Jerusalén que condenaron a Jesús engañando al pueblo; de la misma manera aquéllos han seducido y engañado al pueblo americano renegando de un rey enviado de Dios para consuelo y felicidad de sus hijos amados.

Las masas trabajadoras se hacen presentes desde el inicio, pero son algunos ideólogos provenientes de la clase media los que abrazan la causa revolucionaria y toman su dirección intelectual. En ese sentido los periódicos de Fernández de Lizardi son esenciales. La época es turbulenta, pero sobre todo ambigua: lo nuevo no ha llegado aún –tardará décadas–, y lo viejo se haya presente en cada esquina. Las nuestras eran sociedades abiertas, dispersas, heterogénas. Pero además eran sociedades “donde a la palabra hablada se le daba un enorme peso, donde por haber dado su palabra o haber traicionado la palabra de otro, se sellaban pactos y estallaban guerras, donde la abundante cultura local –la cual se organizaba alrededor de la fiesta, la música, el baile y la tertulia– pesaba mucho más que la cultura abstracta y escasa del libro”.

Jean Franco ha demostrado con perspicacia que esa exhuberante diversidad de la cultura popular les estorbaba a los letrados –la Ilustración y su espíritu racionalista y homogeneizador que desembocará en el positivismo comtiano y su Orden y Progreso, veían esa multiculturalidad como muestra del atraso irremediable de nuestro continente-.

Frente al orden estanco de la vida colonial la ruptura radical fue propiciada por nuevas institucones, como el periodismo. Pienso en El Diario de México, de Carlos María Bustamante (fundado en 1805), que lo mismo incluía sermones que ensayos y noticias. En todos los números el periódico critica lo irracional de todas las formas de lo popular y se dedica al didactismo. Allí y en otras publicaciones conviven José María Luis Mora, el propio Bustamante y el primer novelista americano, José Joaquín Fernández de Lizardi, que se convertirá el mismo –como el Karl Krauss del final habsbúrgico austríaco– en un hombre de prensa, un hombre de letras –con las diferencias ideológicas de cada caso– que será el modelo a seguir en todo el siglo XIX. Su autoridad se debe a su esfera pública, no a las formas tradicionales del saber.

Jean Franco afirma que Lizardi es consciente de pertenecer a una nueva generación que considera como una de sus responsabilidades traducir a un lenguaje llano las nuevas ideas europeas y ofrecer nuevos criterios de comportamiento público y privado. Su periódico, El Pensador Mexicano, fue cerrado en 1812 y Lizardi encarcelado por supuestamente haber insultado al virrey. Es el Lizardi laico, secular que aprovecha la nueva libertad de prensa instaurada por las Cortes de Cádiz y que llega apenas a nueve números iniciales. Lizardi asume su papel de maestro de comportamiento porque esta nueva clase que no conoce aún su lugar, pero se sabe no aristocrática, está esperando aún a la burguesía que no llega. La élite y los otros es la única división posible antes de la Independencia. Ahora se trata de civilizar a esos otros. La clase letrada, proveniente de la clase media, quiere educar a ese pueblo menudo que no conoce normas de comportamiento, que no sabe disciplinarse.

Frente al teatro del mundo que la aristocracia había impuesto, una nueva ética de trabajo exige austeridad e industria. En América Latina civilización se equipara a disciplina. Anacrónicos e indisciplinados, o se los tranforma o se los extirpa. “El comportamiento de los humildes, sus ritos religiosos, se convierten para Lizardi en un caos y desorden que no concuerdan con la forma en que debe ser el comportamiento social”. La pregunta que se hace sin empacho Lizardi en su Diálogo de los muertos, es cómo se puede hacer un país con una gavilla de léperos. Esos léperos que, sin embargo, ansían regular.

Las teorías que justifican el movimiento reflejan su constitución social. Junto a las ideas de origen más claramente popular, se expresan concepciones políticas propias de la clase “letrada”. Se distinguen dos etapas en la evolución de su pensamiento. En los primeros años, al lado de las ideas agraristas y del igualitarismo social impuestos por su contacto con el pueblo, perdura la concepción de raigambre tradicional: las tesis del Ayuntamiento de México se reiteran y desarrollan. Conforme la revolución avanza, sus objetivos se vuelven más radicales; la radicalización de la acción revolucionaria provoca, entonces, una transformación ideológica: los dirigentes criollos se abren, cada vez más a las ideas democráticas modernas, en su versión francesa, propias del liberalismo europeo. Estas dos etapas ideológicas pueden considerarse como niveles de radicalismo creciente en la concepción política de la clase media que expresan, a su vez, dos momentos de una misma actitud histórica de negación del pasado y retorno a los orígenes de la comunidad.

Nada tiene el movimiento de similar con la Revolución Francesa. Supone, por el contrario, una actitud defensiva de las instituciones hispánicas fundamentales frente a las innovaciones de los invasores. Por eso Juan Aldama puede escribir que lucha “por una libertad, que no libertad francesa contra la religión”.

A la sombra de Hidalgo está Ignacio López Rayón, y después a la de Morelos están los intelectuales cada vez más numerosos. Algunos ayudan al movimiento desde fuera con sus escritos (como Lizardi y Mier); la mayoría, perseguidos o desplazados por la sociedad virreinal, huyen del territorio realista y se unen a los rebeldes: son abogados, doctores, eclesiásticos del clero medio; unos provienen de los ayuntamientos (como Cos o Quintana Roo), otros son escritores o predicadores (como Bustamante, Velasco Liceaga, Rosains, Verduzco, etcétera).

En los siguientes años de lucha, los insurgentes esbozan una lucha contra la degeneración del clero en teocracia y la utilización de los bienes sobrenaturales en objetivos mundanos; con ello pretenderán hacer posible una elección libre del catolicismo no inspirada por motivos políticos. La reforma que se pretende llevar al cabo es desde el interior de la Iglesia y no desde fuera de ella. Los que la propugnan son, casi en su totalidad, sacerdotes, y expresan la opinión de la mayoría del clero bajo y medio. Se trata de un movimiento que opone la parte del clero más en contacto con sus fieles al alto clero ligado a la clase dominante por intereses bancarios.

El conflicto no proviene de una separación del clero insurgente, sino de la deserción de la jerarquía que abandona y condena a la comunidad de sus fieles, tomando el camino, ya trillado en la Nueva España, de una anticristiana teocracia. Este abandono es el que permite vislumbrar, por primera vez, la necesidad de una reforma eclesiástica basada en la separación de religión y política y en la supresión de la riqueza del clero. La primera raíz del futuro movimiento de Reforma habrá que buscarla en el interior de la comunidad cristiana y no en los liberales de cepa. Casi podríamos decir que no hay época de la historia de México que no haya estado marcada por esa institución ambigua y compleja, la Iglesia católica.

Queremos tanto a Carlos…-Pedro Ángel Palou (revista Poder y negocios 31/07/10)

Estoy de acuerdo con Nicolás Alvarado, sólo existió Carlos Monsiváis: Monsi es un genial invento, un mito de nuestra culturiux… Pero el verdadero Carlos, a quien tanto quisimos y queremos fue un hombre lleno de recovecos, un individuo inapresable por la multitud de registros en los que escribió su prosa y la disparidad de intereses que lo tocaban auténticamente. Cuando lo conocí en 1986 me dijo que no debía escribir una novela sobre Villaurrutia, tan parco, sino sobre Novo –su maestro, por cierto–, tan extrovertido. Monsiváis tenía la melancólica reserva de Villaurrutia y el gusto por molestar al burgués de Novo, peor no era ni lo uno ni lo otro.

Hace unos días Javier Gomá en su contribución en Babelia, de El País, lanzó una provocación. Dijo que se necesita un nuevo arte comprometido. Si la literatura de la subjetividad nos enseñó a ser individuos, a ser libres frente a las opresiones de la sociedad y la familia –nuestro amour de soi a la Rousseau– ahora se trata según él de “hallar la manera de armonizar, en convivencia pacífica, a millones de subjetividades enamoradas de ellas mismas y poco acostumbradas a no concederse a sí mismas todos sus caprichos”.

¿Este nuevo ser humano se pregunta, sin sorna, por qué ha de conducirse como persona civilizada si es más gratificante ser un bárbaro? Urbanizar de nuevo al intempestivo yo –al odioso yo de Pascal– en una poética nueva de las sociedades democráticas.

Carlos Monsiváis hizo de esa ética personal una estética. No hubo un solo tema que le fuera indiferente. Escribía lo mismo sobre poesía mexicana del siglo XIX que sobre los mineros huelguistas de Chihuahua, sobre el cine noir que sobre Isela Vega. Sus últimos libros tenían la impronta de la miscelánea pero también el sabor de la diatriba y la polémica. Pienso, particularmente, en sus preocupaciones sobre el Estado laico –hoy que se filtran las noticias de una intención de modificar el 24 constitucional– que lo dibujaban como lo que era, un liberal de izquierdas, un convencido de que la historia patria encarna en individuos (de allí su cercanía, incluso en tiempos difíciles con Andrés Manuel López Obrador), y en fechas específicas. Él nace a la literatura entre los escritores de la generación que no pueden ya tolerar la realidad, según ha dicho el profesor Ignacio Sánchez Prado, y por ende la mitologizan y utilizan la alegoría como modo de penetrar en medio de ese bosque de símbolos que es para ellos la historia.

Estoy de acuerdo con ello, sin embargo, hay en Monsiváis también un curioso impertinente, como su maestro Novo, que todo lo sabe y todo lo interpreta, como uno de esos sabios medievales que construían redes de símbolos en los tantos cielos de las cosas buscando la signatura de Cristo. El Monsiváis del no es, en ese sentido, tan lejano como parece del último Apokalipstick, a pesar de que el primero sea ficción y el último una recopilación de sus artículos periodísticos sobre cultura y globalidad.

Todo humorista es un moralista encubierto y Monsiváis, quien hizo de la ironía una suprema forma del conocimiento, lo muestra a veces incluso en exceso. Pero es esa mirada de quien no puede tolerar las cosas lo que lo hace esencial: no permite, no acepta, no le parece que exista la negociación con el poder. No, al poder hay que desmantelarlo y la mejor manera de hacerlo es a través del lenguaje. De allí que su columna longeva, ‘Por mi madre, bohemios’, sea el laboratorio de un explorador de los lugares comunes del poder y las formas en que el poder encubre sus mentiras mediante el lenguaje. Sería importantísimo que su editorial, Era, intente la recopilación y ordenamiento de estas colaboraciones periodísticas.

Omnipresente, Carlos Monsiváis aparecía en todo lugar a tal grado que una revista cultural de provincia puso en su directorio la siguiente leyenda: “En esta revista aún no se publica nada de Carlos Monsiváis”. Lo tocaba todo con conocimiento de causa; su archivo era un prodigio y en poco tiempo encontraba el dato o el documento que le permitía ver y mostrar la relación, perversa o no entre las cosas a las que me refería antes.

En el centenario de Villaurrutia y ante la falta de celebraciones importantes por parte de las autoridades oficiales, Braulio Peralta decidió que fuésemos el 27 de marzo, día del cumpleaños del poeta de Nostalgia de la muerte, a su tumba en el panteón del Tepeyac. Allí nos juntamos un grupo de amigos con mi novela, En la alcoba de un mundo, y dos singulares presentadores, Juan Soriano, autor del retrato del poeta que ilustra la edición, y Carlos Monsiváis. Le pedí que presentara también mi Morelos, morir es nada y me acompañó en la ciudad de México. Siempre estaba dispuesto a leer y a comentar a los escritores más jóvenes (y a polemizar con ellos en honor de la verdad a la que dedicaba buena parte de sus esfuerzos).

Lo vamos a extrañar porque es el último intelectual público –dijo José Emilio que el único al que la gente reconocía en la calle, aún sin haberlo leído–, pero sobre todo porque hay un profundo silencio que se escucha desde ya a causa de su muerte: ¿quién puede cubrir su espectro de intereses, quién asumir con gracia y profundidad el papel del crítico impertinente, del curioso impenitente, del que toca todo con el escalpelo de su prosa? Lo vamos a extrañar porque era nuestra mayor conciencia crítica y porque desde esa especial atalaya se atrevió a decirlo todo, a asumir con valentía el estar en los medios masivos –a los que usó sin dejarse usar por ellos–, en la prensa escrita, en los libros imprescindibles del cronista de la colonia Portales, del enamorado de la ciudad de México.

Y de Puebla, también. No se nos olvide que sus miniaturas, compradas a la extinta Teresa Nava y expuestas en el Museo del Estanquillo, son una sociología visual de una Puebla que ya se ha perdido. Por esa Puebla que él amo y por los gobernantes en el poder que él tanto criticó debemos recordarlo. Éste es el momento de mayor crisis moral de nuestro estado. El mejor homenaje a Monsi –de quienes sus parientes ya se han deshecho al poner a dormir a sus gatos, qué triste– es no olvidar su postura intelectual, su papel.

Más nos vale que hablemos antes de que sea demasiado tarde.

martes, septiembre 07, 2010

Correr con suerte (Diario Milenio/Opinión 07/09/10)

Dice que no se lo esperaba. Literalmente dice: “Uno no espera nunca algo así”. Luego levanta la taza del té —una taza pequeñísima, de intrincados diseños orientales, de la que asciende un humo con aroma a jazmín— y se la lleva a los labios con una lentitud casi exasperante.

-

Dice que había decidido caminar esa noche porque sí. Eso lo dice después de titubear mucho, por mucho rato también.

-

—¿Le sirvo más té? —pregunta, con ánimo de interrumpir la conversación, deseando no tener que contar nada. Es asombroso lo que uno puede hacer con un solo brazo: levantar una jarra, servir té, alisarse la falda antes de sentarse, acomodarse el cabello.

-

Dice que no sintió sino que, al inicio, presintió su aparición. Hace un hincapié en la diferencia: sentir y presentir son cosas opuestas o distintas. Algo como un súbito estado de alerta, un latigazo de adrenalina, un silencio ensordecedor: eso la embargó. Éstas son mis palabras; no las suyas. Y después, casi de inmediato, describe la irrupción del zumbido: una abeja tal vez; la mosca que, enloquecida, da vueltas dentro de su propio frasco. Un enjambre.-

—Corrí —dice—, sin saber por qué. Corrí como loca. Corrí, yo que nunca corro.-

Este es el momento en que yo me llevo la diminuta taza a la boca y, por segundos apenas, el aroma a jazmín me hace pensar en las calles estrechas del barrio de una ciudad legendaria cuyo nombre no conozco. Bajo la vista. Guardo silencio. La espero.

-

—Y empecé a gritar —susurra—. ¿Se imagina?

-

Le digo que sí con la cabeza. El gesto, acompañado de la sonrisa muda, quiere decir que me resulta fácil imaginar eso: una mujer que grita en la calle, pidiendo auxilio. Le digo que sí, y la calmo.

-

—Pero no había nada cerca de mí o detrás. Nadie. Hasta los fantasmas debieron pensar que estaba loca.

-

Supongo que a ella eso le preocupa. Esto: dar la apariencia de estar loca. Supongo que a una mujer que tiene la delicadeza y el buen gusto de escoger el tipo de tazas en las que ahora tomamos este té delicioso, este té traído, con toda seguridad, del oriente en pesados barcos fantasmáticos, le debe preocupar lo que los vivos y los muertos piensen de su estado mental. De su normalidad.

-

—¿Y entonces sobrevino el ataque?

-

La mujer se detiene. El mundo se detiene. Suspendida, la taza parece un ingrávido objeto surrealista en el centro de la habitación.

-

—Sobrevenir —murmura. Qué bonita palabra.

-

Parpadeo. No puedo evitar la sonrisa. Si no estuviera tratando de obtener información sobre los ataques de la Mujer Vampiro, la Verídica, seguramente me detendría a considerar todas y cada una de las posibilidades de uso y desuso del sobrevenir, ese verbo. Lo enunciaría con ella una y otra vez hasta que la carcajada se volviera batiente y nada en el mundo importara, nada, excepto la palabra misma. Luego la partiríamos en dos, en mil pedazos. Jugaríamos con las sílabas, acentuándolas en los lugares más incómodos o silenciándolas a fuerza. Podríamos, incluso, traducirla a otros idiomas o retorcerla hasta que soltara el jugo. Haría eso y más, estoy segura, pero tengo una misión. Soy presa de una curiosidad.

-

—El ruido —dice—, el sonido me rodeó. Un batir de alas o de tela. Eso parecía aquello. Golpes que no dolían, ¿me explico? Una gran turbación. Un no saber qué estaba pasando. Todo negro. Y, luego, todo más negro aún.

-

Está tratando de recordar. Ve hacia la pared y ve en dirección al parque donde aconteció todo. Se ve caminar y, luego, correr, y trata de ver más allá. Su contexto. Árboles. Ramas. Raíces. Gotas de lluvia o de sudor. Nubes. Aire. Hojas sobre el pavimento. Un rato después se da por vencida.

-

—Luego ya no supe —concluye.

-

Un batir de alas o de tela. Golpes que no dolían. La turbación. Repito sus palabras mentalmente intentando darles un orden del que carecen. ¿A quién no le ha sucedido algo así? Un no saber qué estaba pasando. A todo eso, en otro encuadre, dentro de otro tipo de conversación, se le llama de otra manera. A todo eso, a veces, se le llama amor.

-

—Debió haber visto algo más —murmuro apenas, incapaz de dejar la historia así, a medias. Y ella, como si despertara en ese momento de un mal sueño, sonríe.

-

—Vi muchas cosas más, en efecto —asegura con los ojos súbitamente abiertos—. Las flores, por ejemplo. Los perros. Las hojas sobre el pavimento —enumera—. Pero nada de eso importa, ¿no es cierto?

-

Sobre el rojo damasco del sofá, la mujer se queda quieta, aún más. Su brazo izquierdo: una lápida de yeso. Su cuello: vendas blancas alrededor. Sus mejillas: rasguños, moretones, inflamación. Me ve verla.

-

—¿Tuve suerte, verdad? —parece que pregunta pero en realidad lo afirma. Parpadeo de nueva cuenta. Asiento. Sobrevenir, qué bonita palabra. Analgésico. Jazmín. Barco. La cabeza, de repente, llena de sustantivos. Esta vez corrió con suerte, sin duda. Pero eso, por pudor, porque el aroma del té ya me lleva hacia ese barrio de calles estrechísimas dentro de un país sin nombre, no se lo digo. Pudo haber sido, en efecto, peor.

La sonrisa de La Barbie (Diario Milenio/Opinión 06/09/10)

Diga whisky, por favor

-
Cuidado con las muecas. Por más que uno se aplique a disimular sus auténticos puntos de vista, y aun sepa controlar sus reacciones a ciertos estímulos extremos, difícilmente manda sobre esas expresiones inciertas que no obstante parecen elocuentes y con frecuencia infame dan de qué hablar entre los suspicaces. Cierto es que algunas muecas —como la de fastidio o la de repugnancia— son bien claras y no dejan lugar a dudas sobre el sentir genuino de quien las enseña, pero hay otras de cuya ambigüedad goza en sacar partido la maledicencia. Gestos que se congelan a media reflexión, sin que ésta necesariamente los ataña, se transforman en muecas que en sí no quieren decir nada, pero he aquí que la ambigüedad de marras permite un auspicioso rango de interpretaciones, de acuerdo a lo que cada uno prefiera comprender o dar por dicho y hecho. Por más que no comulgue con ellas la cabeza, o que esté distraída en pensamientos lejanos en el tiempo y el espacio, las muecas dicen y hacen horrores por su cuenta, y es así que de pronto tergiversan, calumnian o de plano condenan a quien tiene la mala suerte de liberarlas en el momento menos oportuno. Si los ojos pecan de delatores, las muecas no son menos que quintacolumnistas.

-

El morbo, por su parte, es el paparazzo de las muecas. Helo ahí, con los ojos saltones y la baba colgando, ávido de atrapar in fraganti a los labios, los párpados, las mejillas, las cejas, en el instante mismo de plantar una mueca que parezca legible. Esto es, que sea interpretable. Lo de menos, al fin, es si interpreta bien lo que contempla, pues el morbo es como esos guías turísticos que traducen la lengua del cliente según coincide con sus expectativas. Tal como quien esboza la mueca inoportuna es libre de pensar lo que le dé la gana mientras tanto, quien cree que le ha leído el pensamiento se sabe aún más libre de sacar conclusiones, y luego compartirlas y hacerlas esparcir como hechos consumados y objetivos. Pues el morbo, sediento intransigente, narra sus conclusiones para así deleitarse llamando a nuevos gestos, ya de incredulidad, o indignación, o asco, entre tantos posibles: cada uno a su modo jugosa recompensa.

--

Cuéntame qué cara puso

-
De entre todos los gestos, especial avidez causan los del recién caído en desgracia. La idea de ponerse en su lugar, sin por ello dejar el confort del sofá ante la pantalla, y acaso proyectarse en la cabeza un trozo de su historia, es de por sí magnética y apenas resistible. Detrás de la mirada repentina de un forajido con las manos esposadas tiene que haber un thriller escondido; algo que vaya más allá del gesto y nos revele lo que ninguna crónica. Aunque de pronto baste con un detalle para que en cada crónica figure la interpretación idéntica de un gesto; tiene que haber un interés profundo en saber si el matón miró feo a la concurrencia, o si estaba muy triste, o temblaba, o el colmo: sonreía.

-

Lo sorprendente, pues, no era que a un matasiete le llamaran La Barbie y en su expediente hubiera mucho más que siete bocas llenas de moscas, y aun que siete por siete, y se reconociera contrariado porque no lo dejaron terminar su chamba, sino que ante las cámaras esbozara una mueca con pinta de sonrisa, que al no ser franca ni tampoco amigable tendría que entenderse como retadora. No habremos sido pocos, entonces, los morbosos que fuimos en busca de la escena. En lo particular, me convencía poco la fotografía, y he aquí que en milenio.com estaba el video entero de la comparecencia. Casi treinta minutos, varios de ellos con el sicario estelar en close-up, erguido ante las cámaras con su playera de aspirante a polista. Más entero quizá que sus compinches, o en todo caso más consciente de su rango, épica y leyenda. Tamaño show, al cabo, se organiza en su honor, pero ni eso lo pone al mando de sus gestos. No en todos los minutos que permanezca frente a las cámaras, en la más vulnerable de sus horas.

--

The shadow of your smile

-
Si hay en el mundo espectros incontrolables, tienen que estar entre ellos los que torturan al cautivo solitario durante las horas que siguen a su captura. Una bola de nieve de miedos paranoicos y atropellados que eclipsan todo rastro de raciocinio frío, más aún si se esperan tres décadas de encierro y una ruina inminente, para empezar. Cualquiera que se acerque al video de La Barbie delante de las cámaras, lo verá inmerso en un monólogo interior que lo tiene moviendo los labios detrás de las ideas en tropel que como es evidente no puede parar. Imposible leer en esos labios, pero ya la mirada —plena de un cierto pasmo tragicómico— delata un malestar rendido a la evidencia. En un momento, el sicario se frota el párpado derecho, un ademán comúnmente asociado a la represión tardía del llanto. Pero es aún más tarde para que el sanguinario Édgar Valdez Villarreal convenza a nadie de sus nobles sentimientos, de modo que por más que masque rabia y lamente entre dientes su suerte de proscrito en la picota, los cronistas verán no más que una sonrisa desafiante. La del duro entre duros, en un mundo de blandos.

-

No basta, por lo tanto, con que la bestia sea sanguinaria, sino que hay además que maquillarla para que luzca así, luego entonces dé miedo y mueva a repugnancia, y alivie la conciencia saberla finalmente tras las rejas (tanto como tal vez la alteraría descubrirle por ahí un rasgo humano), y de algún modo quede al fin del día el buen sabor boca de quien vio caer no al malo, sino al Mal. De aquí a treinta años, no será raro que hasta el mismo Valdez Villarreal dé por buena y se crea la historia de esa Barbie injertada en Gatúbela que se reía en la jeta de Batman. Porque en última instancia muertos hay todo el día y a toda hora, pero qué tal villanos fotogénicos. Pasen a ver al león, solían decir los clásicos, y tóquenle la melena.

La locura, memoria exacerbada-Verónica de la Luz /Israel Velázquez (Diario Milenio-Puebla/Cultura 06/09/10)

Cristina Rivera Garza. La Castañeda: narrativas dolientes desde el Manicomio General, México, 1910-1930.

---

Como hace 8 años en Nadie me verá llorar (Tusquets, 1999), Cristina Rivera Garza retrata secretos de rostros olvidados que consciente o inconscientemente perdieron la razón.

-

Los internos de “La Castañeda”, aquél manicomio general inaugurado en septiembre de 1910 por Porfirio Díaz, atendió durante 58 años a 70 mil internos en un inmueble que al mismo tiempo de encerrarlos, los liberaba para dejarlos descubrir su incipiente álter ego.

-

En un momento de crecimiento y desarrollo para México era impensable incluir en la sociedad a quienes no hacían lucir un país influenciado por las tendencias europeas de infraestructura; imposible que los epilépticos, alcohólicos y todos aquellos que mostraban comportamiento anormal, deambularan por las calles. La solución era desterrar a los locos.

-

Con una investigación de cientos de expedientes de aquellos olvidados, Cristina Rivera Garza reabre las puertas del lugar mediante la novela documentada La Castañeda: narrativas dolientes desde el Manicomio General, México, 1910-1930 (Tusquets, 2010).

-

La autora de La cresta de Ilión, Lo anterior y La muerte me da, siempre expuesta al mundo como la escritura –en sus palabras–, charla con Milenio Puebla para mostrar que quizá vivimos en una “Castañeda”.

-

El primer concepto asociado con La Castañeda es la locura, ¿qué es la locura?

Uno de los argumentos del libro es que es muy difícil, sino es que imposible, dar una definición única y transitoria. Finalmente la locura es una relación, es una definición relacional que se establece entre lo que tiene la experiencia del cuerpo con estas situaciones límite, el aparato institucional que los trata, el aparato médico que se hace cargo de ciertos aspectos… digamos que la locura es un fenómeno en este sentido histórico, cultural desde niveles de complejidad mayúsculos.

-

¿La locura es trágica?

Cuando empecé a hacer esta investigación, tenía todavía visiones más bien románticas del loco, y creo que lo explico al inicio del libro, lo que me encontré en los expedientes –sin quitar que algunos son los grandes locos, los grandes visionarios– fueron sobre todo historias trágicas, historias dolientes, historias de vidas rotas, partidas en muchos pedazos, en ese sentido son historias trágicas. También son historias trágicas en el sentido de sujetos de la historia activos que están haciendo un esfuerzo enorme por articular la narrativa de su propia vida pero que no necesariamente eso los pone en una posición de cambiar las cosas o el estado de las cosas. Si tomamos el término trágico en el sentido más amplio y no nada más en el de la catarsis aristoteliana, sino también el de quien está señalando continuamente la fuente de su infortunio y por lo tanto es parte de un discurso crítico de lo real, si eso lo tomamos en serio sí son historias trágicas.

-

¿Tiene algo de mágico?

He tratado de esas nociones que son un poco más románticas… el loco visionario, el loco rebelde, el loco poeta maldito. No dudo que existan pero al menos los expedientes con los que yo tuve contacto más bien son del otro lado, del enfermo que sufre, de la familia que tiene dificultad para cuidar de un enfermo crónico, del último recurso que es “La Castañeda”, por una parte; por otra, claro, cuando hablamos de la locura, cuando leemos libros o poesía y cuando la utilizamos más como herramienta metafórica que como un análisis de la experiencia sí hay muchos otros niveles de interpretación y de conocimiento.

-

La novela se sitúa en la frontera entre ficción e historia documentada, ¿qué tanto tiene de ficción?

Toda lectura es un acto de imaginación, cuando leo documentos lo hago desde una posición del presente, una posición social con todas las características de género, de clase, de generación, de etnia, de miles de otras cosas y eso es importante; y entre todo eso la imaginación cuenta. La gran diferencia, creo yo, entre situarse como alguien que escribe un libro de historia y alguien que escribe una novela es que en el libro de historia más vale que tu aparato documental sea fidedigno y que sea preciso, pero eso no quita la imaginación.

-

Finalmente, los documentos en un archivo no te ofrecen la historia, no hay una cronología; aquellos que han estado en un archivo saben el tipo de violencia que uno ejerce sobre la misma documentación para obligarlos a contar una historia que queremos y estamos interpretando. En el caso de la historia estamos interpretando apegados, honrando ciertas reglas para que el aparato documental sea preciso y fidedigno.

-

¿La imaginación tiene un límite?

La ficción no es libre de todo, la ficción tiene sus reglas, una serie de elementos como personajes, tiempos narrativos y perspectivas con los que lidiamos cuando estamos escribiendo. La ficción no se escribe de la nada, se escriben ciertas tradiciones que se honran, y claro, si quieres hacer un trabajo un poco más avezado hay que transgredirlas, pero con previo conocimiento de qué se trata.

-

¿Cómo te conviertes en novelista a partir del estudio de la historia?

Primero y antes que todo en mi vida soy escritora de textos… después decidí estudiar sociología porque me pareció importante conocer a mayor profundidad el mundo contemporáneo, más tarde decidí hacer un doctorado en historia porque la consideré relevante y que podía ser de gran uso para mí como escritora de novelas, cuentos, ensayos. Aquí ese orden está revertido.

-

¿Cómo consigues el paso de la ciencia a la literatura?

Fue al contrario porque hice primero la novela como tesis de doctorado y en lugar de escribir inmediatamente este libro que es mi libro, digamos, serio y académico, escribí Nadie me vera llorar hace 10 años, era todo lo que no pude decir en el libro. Después de esa novela y de otros nueve libros me decido a publicar éste, pero ya en un registro muy distinto.

-

¿Cómo se constituye el hecho histórico en lenguaje?

El hecho histórico es un documento, es una pieza, un objeto, puede ser texto, fotografía o un pedazo de algo para los arquitectos o arqueólogos, y lo que estamos haciendo en este momento es rondar ese texto para construir narrativas que nos den cuenta del presente más que del pasado.

-

¿Qué distancia hay entre los locos de la modernidad y los de La Castañeda?

La diferencia es cómo los tratamos. Hay rupturas, hay momentos de gran estrés en la mente y le ponemos distintos nombres, depende en qué contexto nos encontremos. En 1910 alguien con epilepsia seguramente terminaría en “La Castañeda”, sobre todo porque se trataba de enfermos crónicos que representaban una gran carga para las familias, ahora no abría alguien aceptado en un hospital psiquiátrico sólo por ser epiléptico. Hoy no tenemos una gran “Castañeda”, tenemos una serie de hospitales que de distintas maneras se dedican a tratar a enfermos diagnosticados como enfermos mentales.

-

Lo que cambia no es en sí la locura sino cómo la tratamos y cómo la ubicamos socialmente desde el espacio urbano hasta el espacio más abstracto de la ciudadanía como tal.

-

¿Vivimos en una “Castañeda”?

De repente me levanto, sobre todo a últimas fechas, con la sensación de que no se cerró sino que “La Castañeda” se abrió y estamos todos adentro. Hay procesos generales que lo muestran, sobre todo el grado de violencia que estamos viviendo y la falta de escucha de nuestros gobernantes que entran ya en asuntos patológicos.

-

¿Los generadores de violencia deberían pertenecer a una “Castañeda”?

Sabemos que parte de la violencia que se está viviendo, desde mi punto de vista, se debe a que no se ha legalizado el consumo de drogas. No se trata nada más de decir dónde los ponemos y cómo los reprimimos sino cómo cambiamos todo un sistema para que nadie se beneficie económica y políticamente de una situación como la actual.

-

Soy y sigo siendo una convencida de que el día que se legalice el consumo de drogas –con cuidado y estudios médicos– y, sobre todo, cuando se haga un énfasis mucho más grande sobre prácticas cultuales en la ciudad, empezaremos a preguntarnos qué tipo de sociedad queremos crear y qué tipo de libertades podemos incentivar, qué tipo de vida más plena queremos vivir…

-

Es decir… ¿no desterrarlos cómo hace 100 años?

Los porfirianos respondieron con la exclusión. Creo que hoy más valdría repensar nuestro proyecto de ciudad, repensar qué es el centro y la orilla, qué es el adentro y el afuera, antes de decidir unilateralmente a dónde va alguien o quién es ciudadano y quién no…

-

Twitter… ¿última adicción?

Ya me estoy curando, estoy tratando de regresar a la realidad, por ahí de abril y mayo estaba twitteando demasiado, es un ejercicio maravilloso con la compresión del lenguaje, una comunidad muy interesante de escritores jóvenes que he tenido la gran fortuna de estar leyendo. Me parece que si se utiliza para leer, es una herramienta que puede producir tipos de escritura muy interesantes.

-

¿Las redes sociales pueden generar el proyecto repensado de nación?

No sé si se pueda, lo que sí es seguro es que vemos una participación ciudadana mucho más horizontal. Creo que muchas veces de manera exagerada los que participamos en redes sociales nos sentimos como periodistas del mundo con la responsabilidad de estar reportando a cada instante qué es lo que sucede en esta exterioridad, algunos lo hacen muy bien.

-

Me parece muy importante que nuestra fuente de información no esté concentrada sino diseminada y en este sentido me parece muy interesante el ejercicio de las redes sociales. A mí personalmente lo que más me interesa es el ejercicio escritural más que lo otro pero puedo ver lo otro también.

-

¿Las redes sociales fortalecen?

Si las sabes usar son fuentes de comunidad y creo que es lo que necesitamos en esta sociedad donde no sabemos escuchar muy bien, no hacemos prácticas que nos produzcan como comunidad de abajo hacia arriba sino de arriba hacia abajo

-

¿Próxima novela?

Traigo varias cosillas por ahí, a lo mejor regreso con una historia de estas pornográficas… hasta ahí puedo llegar…una probadita viene este mes pero estará para mediados de 2011…

-

La Cédula Real...

Increíble y muy padre… además es una cédula que dice que soy real.

-

Más que una enfermedad, ¿la locura es una pérdida y un olvido…?

Igual podemos decir que es una memoria exacerbada... una pérdida y un olvido… si acaso, una memoria exacerbada.

---

Cristina Rivera Garza, escritora oriunda del estado de Tamaulipas, estuvo en Puebla el 2 de septiembre, en el Palacio Municipal, para recibir una copia de la Cédula Real.

-

Antes de presentar en Profética, casa de la Lectura La Castañeda: narrativas dolientes desde el Manicomio General, México, 1910-1930, Cristina Rivera Garza agradeció el galardón: “me gustaría pensar que éste y cualquier otro reconocimiento que se le dé a un escritor es sobre todo un reconocimiento a las labores culturales de una sociedad, especialmente en un país tan volátil y tan violento como el que hemos creado todos nosotros”.