sábado, septiembre 04, 2010

Dónde quedó el presidente-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión 04/09/10)

Pertenezco a una generación que ha servido de catalizador a las anteriores y posteriores, a veces empeñosamente y a veces de manera circunstancial y porque era lo que le tocaba. Fue la masa de los nacidos en los años 60 la que se organizó sin intervenciones de ninguna autoridad para hacer cuadrillas de rescate en el temblor de 85, la que bajo el liderazgo de sus mayores defendió de manera pacífica pero intransigente la democracia municipal en Baja California, Guanajuato, San Luis Potosí; la que salió a votar en masa a favor de Cuauhtémoc Cárdenas y la que consiguió mediante presión en las urnas que la capital tuviera una Asamblea de Representantes y un Alcalde electo; la que sacó de la Presidencia al PRI, la que ha planteado la urgencia de proteger y ampliar los derechos de las minorías y ha conseguido transformaciones decisivas en estados como Coahuila y –otra vez– el DF.

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También es la generación que comenzó a consumir drogas masivamente, produciendo el mercado interno que desató la guerra entre los cárteles; la que se ha sustraído elegantemente del deber de pagar sus impuestos completos y tiene al país en una crisis de recaudación perpetua; la que está descubriendo –tardísimo– que no es suficiente con salir a votar y que ha transformado la política en la forma más onerosa de la industria del entretenimiento; la que subió la nota roja a la portada de los periódicos.

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El jueves por la mañana escuché el informe del Presidente por radio. Lo que encontré revelador no fue ninguna de las partes de su contenido –que sí importa– sino el hecho de que, pasados los primeros diez minutos del discurso, los noticiarios volvieron a su programación común, dejándolo primero sólo como sonido ambiental y desapareciéndolo una vez que se iban a corte comercial. Después de esos primeros diez minutos, me tomó tiempo volver a encontrar una estación en la que pasaran el informe completo y sin interrupciones. Tuve que prender la tele.

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El discurso mediante el cual el Presidente le informa a los votantes lo que ha hecho con su mandato y dinero era menos importante –en los noticiarios de radio que frecuento–, que el chisme de la federación mexicana de futbol o la renuncia o no de Cecilia Romero. Los nacidos en la década de los 60 somos responsables, también, de que la Presidencia de la República haya dejado de ser relevante.

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No hay explicaciones únicas ni responsabilidades no circunstanciales en este fenómeno, como sucede siempre en lo que podría ser materia de escritura: el Congreso no tiene una mayoría absoluta, pero no es culpa de nadie que el sistema mexicano sea tripartito (y anexas insuficientes); tampoco se puede encontrar un solo responsable de que las saludables interpelaciones a los informes de Salinas de Gortari hayan degenerado en que el Presidente simplemente no pueda poner un pie en el pleno de San Lázaro –una incongruencia a la que ya nos acostumbramos. Hay una mezcla de razones atávicas y miedos fundamentados que explican que el informe se haga a las nueve de la mañana de un jueves cualquiera. Hay incluso un regocijo más bien muy triste en que ya no exista “el día del Presidente”, como si ser presidente de México no fuera honroso o mereciera ser ocultado.

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Recuerdo el fervor con que leí a Paz y a Zaid de joven, la emoción con que me identifiqué con la crítica de Krauze al presidencialismo monolítico y la revelación que me significó descubrir por su vía a Cossío Villegas. Convertimos a México en una democracia, la federalizamos y municipalizamos, hicimos sujetos de crítica feroz a la figura presidencial y sus avatares por todo el ejecutivo. Lo que no recuerdo que alguien nos haya reclamado es el paso a la irrelevancia del presidente.

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¿Qué van a pensar de nosotros las generaciones del futuro? El trauma de la dictadura de partido ya no es pretexto para dejar hablando sola a la figura dirige el gobierno y encarna al Estado.

viernes, septiembre 03, 2010

Nostalgia de la hospitalidad-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 03/09/10)

La toma cenital se interna a ritmo de jazz en los concéntricos confines de una moderna torre de Babel. Las balaustradas de metal cromado se esfuerzan en vano por contener la actividad enfebrecida que bulle abajo, en el lobby, sobre las lajas marmóreas cuyo duotono no hace sino poner en relieve el colorido de la poblada y dinámica y embriagante escena (y esto en una película en blanco y negro).

Repica la campanilla del mostrador en solicitud de un botones que se ocupe de las maletas del hombre que se va, derrotado, o de la pareja, feliz, que arriba. Un mesero se apresta a su destino, sobre la palma extendida una charola de plata. Un mozo acude con un telegrama, otro libera a una mujer de sus paquetes de compras, otro más escolta a una familia a sus habitaciones.

Egresan por la puerta giratoria, que nunca interrumpe su danza circular, tres hombres de negocios que terminan de discutir un asunto que ha de enriquecerlos (o al menos eso creen). Ingresa al tiempo una mujer joven, maletín en mano: ha sido llamada como mecanógrafa pero sospecha ya que el cliente ha de requerir de ella también otros servicios. Un sonido puntual pero punzante anuncia el arribo del ascensor y, con él, el de la prima ballerina, sepultado el rostro bajo el cuello de su abrigo de visón para evitar las miradas de los curiosos, o acaso el dolor de estar viva. Un hombrecillo, perchado el cuerpo enclenque sobre el mostrador, reclama para sí la mejor habitación disponible, anuncia que la tarifa es lo de menos (el empleado que lo atiende con velado desprecio no lo sabe, pero acaso sea ésta su última morada). Otro -parece un hombrazo, fuerte y elegante, pero es aún más miserable- conversa en un rincón apartado con quien imaginamos su chofer; ha de ser, sin embargo un malviviente, así disfrazado para cobrarle -si es necesario con la vida- una deuda de juego. La cámara, paseante hasta ahora, se fija de pronto en otro personaje, que descansa con desdeñoso donaire en una butaca. Su sentencia es sucinta: “Grand Hotel: people come, people go, nothing ever happens”.

Va la gente, viene gente y nada sucede nunca: tal ha de ser el ethos de un gran hotel, como lo definiera la escritora alemana Vicki Baum en su novela del mismo título, y como muestra con deslumbrante solvencia la primera secuencia de la película basada en ella, dirigida por Edmund Goulding en 1932.

Me gustan los hoteles. Y no sólo como residencias temporales, destinos vacacionales o sedes propicias para la escapada amatoria sino, sobre todo, como espacios públicos, fin para el que fueron imaginados en el siglo XIX. En un gran hotel, cierto, se duerme, se descansa o se deleita uno en devaneos decadentes pero también se practican actividades que no precisan de una cama para su buen término. Un gran hotel es para casarse, para hacer negocios, para ver amigos, para comer, para comprar revistas, para leer el periódico, para cortarse el pelo, celebrar juntas y beber martinis. Es una oficina (pero cálida), un restaurante (pero amplísimo), un club (pero jamás privado).

Es, pues, un emblema de civilización y de democracia (aun si, qué remedio, elitista).

Acaso sea por ello que, ahora que vacaciono en Ixtapa, me enojó tanto lo que nos aconteció

a mi mujer y a mí hace apenas unos días. Veníamos de comer en un restaurante de Zihuatanejo pero habíamos decidido postergar postre y café para tomarlos en una heladería recientemente abierta en el Hotel Las Brisas, portento casi piramidal proyectado por Ricardo Legorreta en un acantilado. Al acercarse nuestro auto al edificio, nos sorprendió ver el acceso bloqueado por una cadena y a un tipo, uniformado y malencarado, apostado junto a ella. Con la mano nos hizo gesto de seguir nuestro camino hacia otra parte. Lo desoímos y perseveramos pero, limitados por la cadena, paramos. Se acercó. Bajamos la ventanilla para mostrarle nuestros rostros azorados: “Venimos al hotel”, le anuncié. Su respuesta fue la de un burócrata de caricatura: “¿Asunto o motivo?”. Tal fue el aplomo lógico de mi mujer al responderle “Pasear” que no pudo más que franquearnos el paso, aun sin con un mohín de triunfo imbécil.

La culpa no es suya sino de este nuevo mundo all-inclusive, tan excluyente. La culpa es de una sociedad paranoide y solipsista, que no comprende ya qué es el espacio público, que todo privatiza y, sin darse cuenta, a todos aísla. Sigue sin pasar nada, cierto, pero ahora nadie viene, nadie va, nadie ve. Una lástima.

Esta no es una presentación-Miguel Maldonado

Cristina Rivera Garza, La castañeda, México, Tusquets, pp. 331.

Me declaro irresponsable. Confieso que estaba dispuesto a hacer una presentación cabal y en forma, del modo que las hacen los más cumplidos: describen el tema central del libro, nos obsequian datos curiosos y encuentran correspondencias con autores de culto, los más profesionales eligen una cita representativa. Conozco muy bien a estos responsables presentadores que envidio, y seguramente elegirían la siguiente cita del doctor Rivadeneyra, precursor de la psiquiatría moderna: "Un cerebro rodeado por vicio, borracheras, descontento y pleitos, sólo podría reaccionar de forma amarga; de allí parte el inicio de la locura". Estos engolados presentadores proseguirían diciendo que Cristina Rivera Garza describe las maneras en que la locura se vincula desde siempre con el orden moral del poder en turno, que en nuestros días las cosas no han cambiado tanto. Pero yo, el presentador irresponsable, me opondría a esa idea rotundamente, diría que Cristina simplemente ha deseado presentar historias humanas, las formas en que un hombre se enreda en sus silogismos y otros los padecen, padecen los errores humanos, sufren, como diría Vallejo, golpes como del odio de Dios. Y que esto ha sucedido desde la verdura de los hombres. Un segundo presentador simpatizaría con el primero, haciendo labor de gremio, y diría que la modernidad, con su discurso del orden y el progreso, inaugura la relación de la locura con el poder: los enfermos mentales los designa el príncipe. Yo ya no insistiría en mi idea de que todos estamos en la nave de los locos, pacientes, psiquiatras y presentadores, y que lo importante es que Cristina ha dado luz a hombres de carne y hueso que han vivido en el margen. Luz al ruido triste que hacen los cuerpos cuando se aman, diría Cernuda. No, lo he dicho, no intervendría, me iría a casa con un acceso de cólera más que merecido.

Juro que me esforcé en hacer una presentación como el que más. Pero mis empeños se veían interrumpidos a cada giro que me provocaba la lectura. Enfebrecido comenzaba a divagar, repetía para mi coleto que estamos jodidos desde el neolítico, recordaba películas sólo para locos, aquella elipsis de Kubrick en 2001: Una odisea en el espacio, la elipsis más larga en la historia del cine donde salen cavernícolas golpeándose a garrotazos y de inmediato astronautas dándose de coscorrones, clarísimo, me decía, Cristina hace una elipsis de cien años, allá en 1910, en La Castañeda, dando electrochoques a humillados y ofendidos y aquí en el 2010 a ráfaga de bala y coscorrones, coscorrones. Inmediatamente me contradecía, recordaba aquél cuento después película de García Márquez: el cuerdo que encierran por accidente o el loco que se siente cuerdo. Está claro, Cristina encontró la corriente literatura que hay en las instituciones, Kafka navega subrepticiamente a lo largo del libro (como podrán atisbar, empezaba a hilar frases de presentador responsable). Pero me refutaba de nuevo: qué tonto he sido, lo que Cristina cuenta son las vidas reales inadvertidas, es literatura de la realidad, como las de la Atwood, como aquel interno de La castañeda que por veintiún años entraba y salía sin que nadie de le diera derecho a decir una palabra (después se supo que fue ojalatero, campesino, creyente de la reencarnación y en un dios guardián del trueno), así como el cuento de Paz, llega el intendente y lo acusa de introducir sal en el agua, enseguida llega el jefe de comisaría y le echa en cara ser el hombre que vierte substancias en las aguas, después el prefecto de la policía lo interpele diciéndole "con que usted es el envenenador del agua.

Angustiado, alternaba mi lectura de La Castañeda con Nunca me verán llorar, pasaba de un libro a otro guiado por el ritmo de mi desesperación, acaso allí encontraría la clave del asunto, en esa novela de Cristina Rivera Garza basada en una interna de La castañeda, Matilda Burgos en la novela y Modesta B en los archivos de La Castañeda, y en el fotógrafo de los internos de nuevo ingreso, Joaquín Buitrago en la novela (personaje acaso inspirado por la personalidad de artista Julio Ruelas), enamorado de Matilda Burgos Modesta B., mujer que le preguntó cuando ella era prostituta y él fotógrafo de burdeles cómo se llegaba a ser fotógrafo de putas, y ahora de nuevo le pregunta cómo es que se llega a ser fotógrafo de locos. Y ahora me pregunto cómo es que se llega a terminar una presentación. Trabajo de locos.

Joaquín Buitrago fue fotógrafo de putas en los burdeles, de reclusos en las cárceles y de locos en La Castañeda (véase el desorden, ahora estoy haciendo una reseña de otro libro ), era el retratista de los lugares perdidos. Todos estos sitios son los espejos invertidos de la sociedad, en ellos el tiempo transcurre distinto, o más bien no transcurre, dice Michel Foucault que hay lugares que niegan el tiempo, sí, contradicen el discurso del progreso, de las almas buenas, se les exilia y a la vez se les idilia, cuántos que no han vivido en el encierro, infierno a veces, no lo prefieren a convivir con los usos de la sociedad. Está claro, me dije, La Castañeda es el espejo invertido de una época empecinada en la pulcritud y obstinada en el orden.

Con esta última frase: "La Castañeda es el espejo invertido de una época empecinada en la pulcritud y obstinada en el orden", creí haber encontrado el primer punto de mi participación este día, pero este hecho me incomodó, me hizo sentir el tercer presentador responsable, y como en mi imaginación ya me habían contradicho los otros dos, no aceptaba unirme a ese grupo de necios.

Decidí entonces, hace un par de días, escribir una participación jocosa, algo así como María Cristina nos quiere confundir, y yo me pierdo y me pierdo en la lectura de un libro que es dos, de una historia que es cien veces cien, de una materia médica que es también poética y profundamente humana en el afán de comprender a los otros, me pierdo en los laberintos del dolor, de la injusticia, de la ineptitud y sobre todo, en la complejidad de los afectos humanos, presentes también, o más presentes, en la vida en los márgenes.

En esta misma idea de una participación jocosa quería iniciar diciendo:

Sabía usted que un interno llamado Marino García, ingresado en 1919, fue ignorado durante doce años, que en su expediente no viene una sola palabra de sus labios, hablan de él el director, el jefe, el secretario el jardinero, pero nunca él habla de él.

Sabía usted que Rosario E. fue diagnosticada a su ingreso de padecer psicosis histérica, luego locura moral y años más tarde concluyeron que mejor tenía mal de melancolía.

Sabía usted que los pabellones de La castañeda tenían la señalética: pabellón de los imbéciles, pabellón de las sifilíticas, de los epilépticos, pabellón de los furiosos.

Sabía usted que hubo una época de un gobierno extremadamente conservador que consideraba el consumo de drogas, el alcoholismo y la conducta licenciosa como ofensas al Estado que ponían en riesgo el progreso, y que este régimen quería imponer su idea de orden a ultranza desembocando en la derrama de sangre de cientos de miles. Si usted sabía de esa época porque carajo no evito que se repitiera hoy día.

Todas los elementos del libro conspiraban contra mí, no podía concentrarme, la lectura siempre me desviaba, quizás esa es la gracia del libro, La castañeda nos remite a uno mismo y al otro, al primer dolor que sentimos aquella tarde remota, a la injusticia de institución que padecimos, a la primera esperanza cumplida, la cura lograda, el sosiego por fin.

Intenté también una presentación del todo académica, traer, por ejemplo, a Derrida y su libro Mal de archivo, donde enseña que los documentos ocultan más de lo que descubren, cosa que Cristina sabe y por ello quiso llenar los enormes vacíos con una novela que nos complicó más las cosas, que se conociesen los intersticios de Matilde Burgos/Modesta B. Quise decir que Roselyn Rey, en su libro Historia del Dolor, como muchos otros, ha ilustrado la relación íntima entre moral, poder y enfermedades, que compré el libro de Roselyn en Montreal en 2003, justo cuando padecía escasez y penurias, quería conocer las maneras históricas del dolor.

En fin, hago pública esta noticia de mi incumplimiento con la finalidad de que el grupo cultural la fuga –que estando en todos lados no hace honor a su nombre, a menos que ya hayan abandonado este recinto-, conozca los detalles de mi despropósito y me conceda las atenuantes del caso, a fin de no ser descartado en futuras colaboraciones.

Presenta Cristina Rivera Garza La Castañeda: narrativas dolientes (Diario Milenio-Puebla/Cultura 03/09/10)

Una obra que hurga en el México porfiriano.

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Cristina Rivera Garza, escritora y colaboradora de la edición nacional de Milenio, estuvo ayer en Puebla para presentar su más reciente novela La Castañeda: narrativas dolientes desde el Manicomio General, México, 1910-1930.

La Castañeda era una institución estatal que tenía por obligación recibir a pacientes mexicanos y extranjeros, que llegaban ahí ya fuera por su voluntad o porque eran llevados por sus parientes o por policías que los levantaban por medio de redadas, una de las prácticas usuales del gobierno de Porfirio Díaz.

Rivera Garza revisó los archivos de La Castañeda para realizar su tesis doctoral, y de esa revisión surgió el libro que presentó ayer jueves en Profética, Casa de la Lectura.

La escritora, quien es originaria del estado de Tamaulipas, estuvo acompañada por los también escritores Juan Carlos Canales, Miguel Maldonado y Alejandro Badillo.

jueves, septiembre 02, 2010

Cristina Rivera Garza en Puebla

6:00 PM
Sala de Cabildos del Palacio del Ayuntamiento de Puebla
recibe Cristina Rivera Garza
la copia de la Cédula Real de Puebla
de manos de la alcadesa Mtra. Blanca Alcalá Ruíz

Presentación del libro:
"La Castañeda. Narrativas dolientes desde el manicomio general, México 1901-1930"
de Cristina Rivera Garza
Participan: Juan Carlos Canales, Miguel Maldonado, Alejandro Badillo y la autora.
Jueves 2 de septiembre
7:00 PM
Profética, casa de la lectura (3 sur #701)

"La Castañeda, el testimonio de la locura"-(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 01/09/10)

Con gran atino, la editorial Tusquets ha sacado una colección Centenarios, donde se engloban una serie de ensayos y novelas que buscan abrir una discusión alterna a la planteada por el discurso oficial. Y dentro de esta colección que aparece el libro más reciente de Cristina Rivera Garza: La Castañeda. Narrativas dolientes desde el manicomio general, México, 1910-1930, un ensayo netamente histórico, pero con una narrativa completamente literaria.

Conformando por 264 páginas, este libro que antes fue la tesis tanto de Maestría como de Doctorado de la autora; cuenta el proceso de conformación del célebre nosocomio psiquiátrico La Castañeda, el cual iniciara su vida pública en medio de las celebraciones del centenario de la Independencia de México, inaugurado el 1ero de septiembre de 1910, hospital era una de las tantas representaciones que dentro régimen porfirista se alzaban como símbolo de progreso y modernidad.

Con soltura y sin la pesadez de un texto histórico Rivera Garza va llevando al lector por cada uno de los pabellones, pasillos, talleres y jardines que constituyeron a la clínica. Bien documentado y respaldado en teorías tanto psiquiátricas como en las memorias que diversos investigadores han aportado alrededor del propio lugar, Rivera Garza va desglosando cada uno de los aspectos que hicieron posible la existencia de este hospital, tan afortunada en sus inicios y accidentada en sus finales, el libro va explicando cómo se escogían a los internos y doctores, bajo qué condiciones se trabajaba y se era ingresado a dicho lugar; de igual forma los procedimientos bajo los cuales se dictaminaban ciertas enfermedades y el porqué de la distribución y división de los pasillos, donde eran ubicados los pacientes. Libro que evidencia las innumerables buenas intenciones que se tenían, sin embargo eran más las carencias para entender, interpretar, registrar y atender cada uno de los casos. De forma tal, que La Castañeda durante sus 58 años de existencia fue un hospital, un lugar de cobijo, una semi-cárcel y un asilo.

La Castañeda. Narrativas dolientes desde el manicomio general, México, 1910-1930, es al fin, un testimonio de cada las conversaciones e historias que tuvieron vida dentro de este lugar. Es también un libro que invita a regresar a otro: Nadie me verá llorar, la novela hermana de este ensayo histórico, cuyo personaje principal es una de las habitantes de este lugar: M. Burgos.

Un libro que también es una clara crítica la incapacidad de reacción que se ha tenido a lo largo de los años ante los avances y necesidades de una sociedad, pues al parecer en México es común hacer las cosas sin calibrar sus alcances y carencias.

Invitación

El jueves 2 de septiembre Cristina Rivera Garza recibirá a las 6:00 PM la copia de la Cédula Real en el Ayuntamiento de Puebla y a las 7:00 PM presentará La Castañeda. Narrativas dolientes desde el manicomio general, México, 1910-1930 en Profética, casa de la lectura. La acompañan Juan Carlos Canales, Miguel Maldonado y Alejandro Badillo.

martes, agosto 31, 2010

Red de agujeros (Diario Milenio/Opinión 31/08/10)

Salieron de Ciudad Victoria a las 4 de la mañana con tal de llegar a Zacatecas a eso del mediodía. Queríamos aprovechar mi participación en un festival, el mítico punto medio que a veces sorprende a la geografía, y el gusto compartido por la ciudad colonial para llevar a cabo una cita ya muchas veces postergada. Hay que aceptarlo: suele llegar el momento en la vida en que ni el FB ni el TW ni el MSN bastan para colmar las ganas de verse, como se dice, en vivo. Esa vieja costumbre. Me dio gusto verlos llegar, desvelados pero furibundos. Me dio gusto abrazarlos e iniciar, alrededor de una mesa, la conversación que nos ata desde que nos encontramos por primera vez, años atrás, allá en la tierra de origen que compartimos: Tamaulipas. Pasó muy poco tiempo para que Claudia Sorais Castañeda lo reconociera: venía muerta de miedo. Tanto Marco Antonio Huerta como Sara Uribe, poetas que residen en el puerto de Tampico, lo admitieron de inmediato: ellos también. Ninguno había tenido el ánimo de admitirlo en el coche que manejaba Claudia bajo el cielo norteño, pero cada kilómetro que avanzaban los obligaba a estar despiertos y a guardar silencio. La plática ligera. La sonrisa forzada. La alarma en todo lo demás. Por esos mismos caminos, aunque un poco más al norte, el Ejército había masacrado no hacía mucho a los niños Martín y Bryan Almanza Salazar, en una acción que permanece impune hasta el día de hoy. Por ejemplo. Por esos mismos caminos asesinaron no hace mucho también a un candidato a gobernador. Por esos mismos caminos, aunque más al este, fueron encontrados hace apenas un par de días los cuerpos de los 72 migrantes masacrados por el narco. La plática zacatecana no podía evadir los hechos. “¿Están las cosas tan mal como dicen los diarios?”, pregunté, refiriéndome al ámbito íntimo del barrio o la familia. Cuando volvieron la cabeza y bajaron la voz para empezar a responder supe que las cosas eran todavía peor.

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Los caminos sin ley es el título de un libro de Graham Greene. Se refiere, desde entonces, a México.

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Pero estos fueron, esos mismos caminos de Tamaulipas, los caminos de mi infancia. Y los quiero de vuelta. Por ahí avanzábamos de madrugada o en plena luz, desde Matamoros hasta Tampico, pasando ineludiblemente por San Fernando, para visitar amigos o parientes. ¿Cuántas veces no salimos tempranito de Matamoros para ir a Reynosa y ahí cruzar por MCallen? Por las carreteras y, luego, por las brechas ejidales, por ahí manejábamos también para llegar hasta el minúsculo cementerio de Santa Catarina, donde descansan los huesos de los más viejos de nuestros viejos. Íbamos de Tampico a Mante para visitar una tía en pleno verano: si eso no es el infierno, entonces ¿qué es? Recuerdo la tarde en que viajábamos en la caja de una pick up —el viento en la cara, la primeriza luz de algunas estrellas— justo antes de llegar a San Fernando para cargar gasolina. El cruce en chalán, por ejemplo, de Tuxpan a Tampico. Las colas de coches o de personas en el puente que une Matamoros con Brownsville. No son los caminos sin ley de Greene; son los caminos de mi familia y de familias como mi familia. Son míos. Son nuestros. Y lo dicho: los quiero de vuelta.

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Acabo de darle RT a un tuit de Elda Cantú, residente fronteriza entre Nuevo León y Tamaulipas, que dice esto: En veinte años contaremos sobre el 2010: Por la noche había tiros y de día íbamos a trabajar. En el camino, bloqueos. Será un mal recuerdo.

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No pude contestar un mensaje que escribió Claudia Sorais desde Ciudad Victoria, Tamaulipas: Abrazos virtuales desde este norte que duele.

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He leído ya ¿Es esto una fiesta?, el artículo con el que Sara Uribe cuestiona, desde Tamaulipas, la conmemoración del bicentenario.

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En esto seguimos: una guerra fatalmente fallida contra el narco. En esto estamos: una respuesta característicamente blanda del Presidente ante la masacre de los 72 migrantes.

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Por esto y más estuve tentada a unirme a la iniciativa de luto activo lanzada entre la comunidad FB. La acción ha sido sencilla pero imponente: se ha tratado de reemplazar la imagen del avatar personal con un recuadro negro. El resultado a primera vista: dramático. A medida que aumentaba el número de participantes, la pantalla se fue convirtiendo en una colección de hoyos negros. Frente a ellos no pude dejar de preguntarme, con las palabras que utilizaran los vencidos frente a una ciudad de México ya tomada por el enemigo: ¿y será nuestra herencia una red de agujeros?

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Otra manera de hacer la misma pregunta es: ¿y me quitaron para siempre ya los caminos de la infancia como a otros los caminos de su porvenir?

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Respeto y comparto la indignación que anima la iniciativa del luto activo en internet. A diferencia de los cínicos o los nihilistas, todavía creo que este tipo de acciones producen lo que más necesitamos hoy en día: un sentido y una práctica de comunidad. Un reconocimiento en otros. Me resistí, sin embargo, a cubrir el rostro con el color negro porque creo que eso, borrar el rostro bajo el manto de la oscuridad, es precisamente lo que hace la violencia. El asesino mata antes de apretar las sogas o de dar el tiro de gracia; el asesino mata cuando cubre el rostro del otro con la sábana del silencio o de la indiferencia. Contra el pusilánime que nunca da la cara o el corrupto que evita encarar las consecuencias de sus actos, yo prefiero exponer el rostro. Porque la cara, tal como lo decía Levinas, la cara requiere. La cara clama. La cara, por el mero hecho de existir, precisa de una respuesta: ésta: la presencia. Ya lo decía también Peter Sloterdijk en el primer tomo de Esferas: “fue por la apertura del rostro —más que por la cerebralización o la formación de la mano— que el hombre se convirtió en animal abierto al mundo o, lo que importa más aquí, abierto al prójimo”. Así las cosas: mejor dar la cara y obligar a los culpables a encarar los hechos. Mejor abrirnos al rostro del otro, reconociendo su humanidad. Honrándola. El rostro es una puerta. El rostro conecta, sin remedio. Un hacia-afuera: el rostro. Un hacia-ti. Mírame, nos dices. Todos seguimos aquí.

Los demonios del domingo (Diario Milenio/Cultura 30/08/10)

Días de no guardar

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Para algunos, entre los que me cuento, el domingo es un día muy difícil. Antes, cuando no hallaba qué hacer en su transcurso, lo encontraba vacío y deprimente como un tugurio a la una de la tarde. Si la semana entera —incluido el lunes, sólo por el gustazo de haber dejado atrás la tarde ingrata del séptimo día— podía parecer intensa y suculenta, el domingo era pura desconexión, y en un descuido mero hueco existencial. Como si todo el mundo se confabulara para alimentarle a uno la misantropía, en esas horas grises cuando ya ni los vicios se pintan tentadores. Siempre me ha parecido asombroso que el dinero sea capaz de convocar a las mismas personas en el mismo lugar a la misma hora, cinco días a la semana poco menos que durante el año completo, pero el mero recuerdo de una tarde de domingo sugiere que no es sólo el dinero lo que vuelve a la gente confiable y predecible. ¿Quién querría vivir una semana de siete domingos? ¿Qué es la jubilación para el empleado estrella, sino un domingo largo que termina en velorio?

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Escribo de memoria, presa de un cierto horror retrospectivo por aquellos domingos angustiosos a los que hace diez años no he vuelto a ver, gracias a una medida draconiana que consistió en hacerme con una columna que se publica todos los lunes. Para quien se ha enseñado —y de paso ensañado, con algún fanatismo de ludópata— a vivir entre el lunes y el sábado construyendo ficción y ninguna otra cosa, el domingo le deja todo menos desconectarse. Por el contrario, toca hacer tierra. Dejar el viaje interno e irrumpir en el mundo a gritos destemplados, así éstos sean de miedo porque se teme a veces que cualquier día la monomanía termine por comerse a la realidad, y entonces ya no pueda uno escribir desde ella, y después del avión se le vaya a uno el tren y mañana el periódico salga sin uno. Nótese el aire fúnebre de esta última frase. ¿Es fortuito que uno acabe asociando a la columna periodística con cierta forma de respiración básica cuyo ritmo permite ubicarse en el tiempo y encontrarle medida, como lo haría un metrónomo vital?

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Lujuria por la noria

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Está por acuñarse todavía la traducción al término workaholic. ¿Trabajólico? ¿Tareadependiente? ¿Faenómano? ¿Bregadicto? ¿Güevófobo? De lejos, nos parece una persona infeliz, aunque lo cierto sea que muy pocos obsesos lo son. Prueba de ello es que apenas consiguen dormir entre que empiezan y terminan con la chamba, y si al cabo concilian el sueño lo hacen con la esperanza de seguir trabajando en su transcurso. Si de niños soñamos con un mundo fantasioso donde nunca paráramos de jugar, la edad adulta admite la posibilidad de encerrarse en un cosmos hechizado del que han sido extirpados los domingos. El oficio protege con su monotonía, y hasta el más creativo tiene un poco de noria. No va uno a trabajar todos los días sólo porque le van a dar dinero; también para evitarse la locura desértica del domingo sin fin.

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Cada mañana, ir a trabajar me toma en torno a los cinco minutos, el tiempo en el que bajo hasta el jardín y acomodo en su sitio las herramientas. A partir de ese punto debo pelear en contra de un vacío no pocas veces angustiante, similar a una tarde de domingo con riesgo permanente de naufragio. No suele ser lo mismo ir que ponerse a trabajar, más aún si el trabajo desde siempre es un juego, y los juegos son crueles, y la conciencia juega a ser capataz, de forma que no toma por trabajo tres o cuatro horas de reflexión profunda, o desesperada, o desconsolada, si todo aquel penar no se hizo tinta. Cuando eso pasa, al fin, el romance florece y la vida no es menos que una noche de viernes sin final. Y es evidente que eso crea adicción, y en tanto ello establece una distancia entre la realidad cotidiana y aquella que gobierna el proyecto narrativo, ciertamente más nítida y sensible que la que vengo a ver cada domingo, como se acude a una cita romántica cuya única certeza es la puntualidad. Cada lunes mi esposa, la novela, se hace la remilgosa y me rechaza porque sabe que estuve con mi amante, la columna, que a diferencia de ella me recibe sonriente y obsequiosa, tal vez porque tampoco quiere pasarse sola el domingo en la tarde. No en balde vio pasar antes otras novelas que en su momento se enseñorearon y la hicieron menos y me arrancaron de cuajo del mundo, sin jamás conseguir evitarme esta fuga semanal que encuentro preferible a un simple día de asueto.

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La fiel adúltera

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Me gustaría decir, ya metido en el overol del chambadicto, que sostengo este ritmo el año entero, pero he aquí que la novela, vicio al fin, es animal celoso y posesivo, del cual se hace preciso escaparse de juerga no por dos o tres horas, sino varias semanas, de repente. Otras veces ella es la que se va, y el porvenir entero parece entonces una infinita sucesión de domingos. Al séptimo, no obstante, regresa la columna. Si la novela exige la música precisa y la atmósfera de todos los días, nada le gusta más a la columna que encontrarme en lugares inesperados, remotos y hasta incómodos. De una u otra manera, su presencia absorbente no me permite el lujo de atender a más expectativas que las suyas, y así me prohíbe igual el desconsuelo que el mal humor que la holgazanería. Y en lo tocante al tema de conversación, el contraste no puede ser más extremo, pues mientras una no habla sino de sí misma, la otra cambia de tema siempre que puede. ¿Quién va a querer la pausa de un domingo sosegado, con ese par de locas peleándose por monopolizarlo?

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Cada domingo, el último párrafo me da la sensación de estar en un andén. La columna se va sin volver la cabeza, libre de todas esas aprensiones que hacen de la novela un prefecto íntimo. “Nos vemos el domingo”, me ha dicho, como siempre, mientras le revisaba los renglones y ajustaba palabras aquí y allá, y yo le he sonreído también como siempre. Ya sé: me la he pasado hablando de la otra. “Estoy por terminar”, le he prometido, pero igual no le importa. Ella quiere el domingo, ni más ni menos. Para el lunes se ha vuelto toda tinta.

Una tarde con Sergio Pitol. El último de sus libros, un retorno a sus orígenes en la escritura.-Verónica de la Luz (Milenio-Puebla/Cultura 30/08/10)

Como si el clima hubiera dado tregua a la ciudad, mostrando el esplendor de su zócalo y edificios coloniales, Puebla recibió al escritor Sergio Pitol para que presentara lo que, el mismo ha dicho, su último libro Una Autobiografía Soterrada. Ampliaciones, Rectificaciones y Desacralizaciones (Almadía 2010), además de honrar con su presencia al Ayuntamiento para recibir copia de la Cédula Real.

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El personaje que ha recorrido un largo camino por las letras, la diplomacia y más aún, por la vida, arribó al Palacio Municipal con una emoción que no hacía falta expresar con palabras, desde su entrada al recinto denotaba su sentir con su sola mirada.

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Atento, sentado entre la presidenta Blanca Alcalá y el regidor Jaime Cid, Sergio Pitol escuchaba la introducción del acto con la lectura de su biografía y bibliografía, una reseña que apenas dejó entrever su trayectoria: inicialmente estudió la carrera de derecho, para después fungir como editor, traductor, cuentista, novelista y viajero incansable.

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A sabiendas de su dificultad para hablar por su padecimiento de afasia progresiva, Pitol caminó hacia el estrado y emitió un breve pero emotivo mensaje de agradecimiento por recibir la Cédula Real, un reconocimiento que se suma a premios como el Juan Rulfo en 1999 y el Cervantes en 2005.

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Contó que por una necesidad casi física de volver a convivir con su idioma y escucharlo a todas horas, regresó a su nación luego de radicar 28 años en Europa; así, en 1988 volvió al México del que nunca se sintió alejado con el propósito de emplear tiempo y energías sólo en la escritura.

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A sus 77 años, Sergio Pitol reflexionó dos facetas de su vida, una larga, gris, tosca y gregaria que describe en Una Autobiografía Soterrada como “entorno abigarrado… donde la vida social era más que agobiante” (P. 70). Sin embargo, fueron las vivencias derivadas de la actividad social a la que se veía obligado por motivos protocolarios, las que nutrieron parte de sus novelas.

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La otra etapa es la soledad, descrita por él mismo como un regalo de los Dioses: la ha disfrutado en su casa de Xalapa leyendo, escribiendo y ahora como consejero editorial de la revista La Nave.

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Pitol dio cuenta de su ascendencia italiana y su estancia en Córdoba, Veracruz, pero afianzó su origen poblano que siempre exige, sea plasmado en su obra. Finalizó su agradecimiento con una dedictoria a esta ciudad: “ya en sí es un regalo a la vista y a la memoria de su historia”.

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Con un cigarrillo encendido y pausas que le permitían admirar la avenida Reforma, Pitol caminó con una pequeña guardia de amigos, periodistas y lectores hacia el salón de de proyecciones del edificio Carolino de la Universidad Autónoma de Puebla (UAP) donde presentaría Una Autobiografía Soterrada. Ampliaciones, Rectificaciones y Desacralizaciones.

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En la mesa, le acompañaron su colega Rodolfo Mendoza, el colaborador de La Jornada, Javier Aranda, el escritor poblano Eduardo Montagner y como representante de la UAP, el director de fomento editorial, Carlos Conteras.

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Pitol inició la presentación recordando los años de amistad con Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, relató que por horas hablaron sin tregua de literatura, vieron cientos de películas, frecuentaron juntos el teatro, visitaron exposiciones, asistieron a conciertos, fueron a marchas...

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Dijo que la parte final de su último libro contiene una conversación con “Monsi”. Ésta retrata la admiración de ambos por la obra de Jorge Luis Borges, quien es ya un clásico porque “los jóvenes lo leen con asombro. Borges es por sí mismo un Universo” (p. 122). Abordaron a autores europeos como Charls Dickens, Virgina Woolf o Joseph Conrad, quienes “han visto el movimiento del mundo, su época, sus derivaciones, los movimientos que mueren y los que se han incorporado…Para que se pueda decir que los novelistas (que van a ser los clásicos del presente y el futuro) lleguen a esa altura, se necesita la muerte, unos meses, un par de años” (p.130).

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Así, quien se dijo discípulo en las letras, la moral y la política, mostró su último libro.

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Amigo y colega de Pitol durante casi 20 años, Rodolfo Mendoza, inició con los comentarios expresando que la literatura es otra forma de lo real, posiblemente la más verdadera. “Sergio Pitol, nos has enseñado que la literatura es un forma íntima de la utopía”, le dijo.

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La pasión, formuló, es la característica del autor que ya es imprescindible de la literatura; para él no existe la palabra indiferencia sino la entrega total a la literatura “nada le es ajeno, la pasión es su alma”.

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Al final, contento y satisfecho

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“Me siento contento” dijo Pitol después de una tarde de emociones encontradas. Él deja de escribir por imposibilidad pero está conforme con la obra que ha hecho y que, sobre todo, le ha dejado en paz haber realizado el corpus en el Fondo de Cultura Económica, dijo en entrevista Rodolfo Mendoza, quien convive con él casi a diario: “escribió cuentos magistrales, novelas insuperables, libros que además de clásicos se han vuelto referente para las nuevas generaciones de México, Latinoamérica y España que ven en Sergio a su gran maestro”.

Soy los libros que he leído, la pintura vista, la música escuchada: Sergio Pitol-Yadira Llaven (La Jornada-Puebla/Cultura 30/08/10)

“Yo me aventuro a decir que soy los libros que he leído, la pintura que he visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos triunfos, bastante fastidio. Uno es una suma mermada por infinitas restas. Uno está conformado por tiempo, adicciones y credos diferentes”.

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Así se describió Sergio Pitol Demenéghi (Puebla, 1933), el único poblano y el tercer mexicano que ha merecido el Premio Cervantes, durante el homenaje que le realizó el ayuntamiento capitalino, el pasado viernes, donde le entregó copia fiel de la Cédula Real de Puebla.

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El escritor apareció en la sala de cabildo mucho antes de lo anunciado, en compañía de Rodolfo Mendoza, editor de la colección Sergio Pitol Traductor de la Universidad Veracruzana, y de su amigo Javier Aranda Luna, colaborador y fundador de La Jornada.

Llegó sonriente, amable, saludó de mano a algunas personas del público, a manera de recompensa por llegar temprano.

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Al escritor ya se le notaban los años. Su andar cansado, su tez pálida y su ralo cabello platinado, hacen de él uno de sus propios personajes literarios.

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Vestido de un saco negro, pantalón beige y unos lentes de armazón de pasta, que se ponía y quitaba en repetidas ocasiones, Sergio Pitol leyó y releyó el documento que lleva escrito.

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Pese a que el también traductor y diplomático advirtió que no hablaría debido a la enfermedad que padece y que le ha debilitado la voz, finalmente se animó.

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Con voz trémula y pausada, emprendió la difícil lectura. “A finales de 1988 regresé definitivamente a México. Durante mi estancia de 18 años en Europa escribí y publiqué varios libros; algunos se tradujeron a otras lenguas y recibí premios. Fui traductor, profesor, editor, labor a la que ahora me dedicó con pasión, y los últimos 15 años fui diplomático”.

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“Volví al país –continúa– con el propósito de emplear mi tiempo y mis energías sólo en la escritura. Pero en ningún momento me sentí alejado de México, ni de mi lengua. Es así que sentí una necesidad casi física de convivir con nuestro idioma, escuchar a todas horas el español del mexicano”.

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“Mi familia era italiana, pero nací en Puebla. Estudie desde la primaria hasta la preparatoria en Córdoba, Veracruz; sin embargo, mi familia y yo viajábamos durante las vacaciones de verano a Tehuacán por un mes, y al siguiente visitábamos al resto de nuestros parientes en la ciudad de Puebla”, relató.

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“Es sí que Puebla y Veracruz son mis raíces. Cuando se publica algún libro mío, ya sea en México o en el extranjero, exijo que aparezca Puebla como mi lugar de nacimiento”, concluyó con la voz entrecortada; mientras el público lo ovacionaba de pie.

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En la atestada sala de cabildo, la presidente municipal, Blanca Alcalá, consideró que “las nuevas generaciones de poblanos debemos de aprender y sentirnos orgullosos de un poblano como usted, que ha puesto en alto a su ciudad y a México, en el mundo”.

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“La escritura es un acto profundo de libertad. La Cédula Real se engalana al ponerse en sus manos. Bienvenido a su casa que es Puebla”, dijo Alcalá segura, en su breve intervención.

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El recorrido

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Después de hora y media, el protocolo terminó. Los fotoperiodistas cercaron al autor de Nocturno de Bujara. Algunos asistentes al homenaje pidieron la obligada foto junto al Premio Xavier Villaurrutia. “Aunque sea, tómela con mi celular”, pidió insistente uno de los lectores de Pitol a Abraham Paredes, colaborador de esta casa editorial.

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Los estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Puebla, lo apresuraron. “Sergio, ya lo están esperando en el Carolino”, le dijo uno de ellos, a lo que el escritor responde notoriamente emocionado: “nos iremos caminando”.

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Sólo una calle divide al Palacio Municipal del edificio Carolino de la UAP, donde Pitol presentó su último libro, Una autobiografía soterrada. Estudiantes, escritores, funcionarios académicos y reporteros acompañaron al escritor en el recorrido.

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Previamente, Pitol Demenéghi se paró en dos ocasiones antes de llegar al antiguo edificio universitario. La primera vez fue para tomarse una foto sobre las escalinatas del patio del ayuntamiento, y la segunda para fumarse un cigarro que intentó prender en repetidas ocasiones.

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Pitol iba feliz por las calles de Puebla, el rostro lo delataba. Saludaba con un ademán a los curiosos, que no le quitaban la vista por la turba de gente que lo acompaña. Los flashazos interrumpían su andar lento.

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“¿Quién será?... creo que lo conozco, pero no sé de dónde. No será que están filmando una novela”, le dijo una señora a otra, convencida de que Pitol era un actor de la pantalla chica.

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Un reportero le confirmó a las sexagenarias que se trataba de un famoso escritor nacido en la ciudad, pero poco conocido por su propia gente. “Ha regresado a Puebla para recibir un homenaje”.

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El encuentro con los universitarios

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Unos minutos después del periplo, Pitol llegó a la Sala de Proyecciones del edificio Carolino, donde unas 200 personas lo recibieron con palmas, tras casi dos horas de espera.

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Antes de que comenzaron los comentarios sobre Una Autobiografía Soterrada, el escritor dijo tomar el micrófono y no hablar más. “Fui amigo de Carlos Monsiváis más de 55 años. Le dediqué el primer cuento que escribí y a él le dedico mi último libro, que pone fin a mi obra”.

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Finalmente, en su oportunidad, Javier Aranda Luna, colaborador y fundador de La Jornada, aseguró que pocos escritores han animado tanto la narrativa como lo ha hecho Sergio Pitol. “El humor, la parodia, la farsa, se han convertido en el signo de identidad de sus libros, en la corriente subterránea que habita su prosa. Pero Pitol no se ha convertido en un clásico moderno sólo por eso, sino por haber transgredido los límites de los géneros literarios con tal eficacia que nos ha permitido oír, sentir y ver mejor las historias que nos propone”.

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Aranda Luna expuso que la parodia, la farsa, la burla, el choteo son las formas más virulentas de la crítica. También que toda crítica debe empezar con la autocrítica. Partiendo de ello, aseguró que “pocos escritores han tenido la capacidad de autoparodiarse, de burlarse de sí mismos con la saña con que Sergio Pitol lo ha hecho. El escarnio que hace de algunas zonas de su pasado, de los versos dadaístas que escribió impresionado por el mar e incluso de ciertas ensoñaciones resulta de una crueldad que sólo puede provocar la carcajada”.

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Además de ser un delicioso libro, Una autobiografía soterrada, destacó, “es un estupendo estudio sobre el cuento, la novela, la farsa, la parodia. También una invitación para acercarnos a la alquimia de la literatura donde todo converge, y un razonado inventario de libros y autores como Borges, Reyes, Gombrowicz, Wilkie Collins, Pappini, Chejov, Gogol, Tolstoi, Conrad, Tabucchi, Faulkner, Bolaño, Below”.

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Por último, el periodista Javier Aranda resumió: “Sergio Pitol nos ha enseñado, quizá sin proponérselo, que lo fugitivo permanece, que el esperpento, la fiesta y el espantajo pueden hacernos mirar de mejor manera la vida que le tocó presenciar al escritor, esa vida que forma parte de la vida de todos”.

Otorgan Cédula Real a Sergio Pitol-Luz Elena Sánchez (Cambio 30/08/10)

Blanca Alcalá reconoce la trayectoria del escritor poblano

El escritor agradeció el reconocimiento e indicó que al descubrir su vocación decidió dedicar todo su tiempo y su energía a ella, por lo que, dijo, escribir se volvió una sola opción

Como reconocimiento a su trayectoria literaria, el escritor poblano Sergio Pitol recibió de las manos de la presidenta municipal de Puebla, Blanca Alcalá Ruiz, el documento más importante de la capital, La Cédula Real de la ciudad.

En un evento realizado en el Salón de Cabildo del Palacio Municipal, la presidenta municipal Blanca Alcalá Ruiz aseguró que tanto para los ciudadanos como para su administración, entregar la Cédula significa un gran honor: “Recibirlo nos da cuenta de que hoy los poblanos nos sentimos muy orgullosos, porque realmente se engalana de poner en sus manos el documento más importante de la ciudad, un poblano del cual esta generación debemos aprender mucho, un poblano cuya visión ha transcendido fronteras, donde su trabajo es una forma de sentir lo nuestro”.

Del mismo modo, la edil poblana expresó que este escritor ha hecho de la literatura su única realidad, logrando recrear a través de las letras imágenes terribles, dolorosas, espléndidas y sublimes: “Redactar bien lo pueden hacer un gran número de personas, pero encontrar el cauce de una emancipación creadora que impacte los sentidos y le dé razón a lo demás se ubica sólo en la genialidad de los más grandes escritores como Sergio Pitol”.

Por su parte, el escritor Sergio Pitol agradeció el reconocimiento de la Comuna e indicó que al descubrir su vocación decidió dedicar todo su tiempo y su energía a ella, por lo que, dijo, escribir se volvió su única opción.

Finalmente, a pesar de sus años vividos en el continente europeo, expresó: “Volví a mi país con el propósito de emplear mi tiempo en la escritura. En ningún momento me sentí alejado de México, sentí una necesidad de convivir con nuestro idioma. Nunca me sentí alejado de México ni de mi lengua, y sentí una necesidad de volver a Puebla, que siempre ha sido un regalo a la vista”.

Cabe mencionar que entre las obras de este escritor poblano resaltan las novelas El tañido de una flauta, Juegos florales, El desfile del amor, Domar a la divina garza y El mago de Viena; entres sus premios y reconocimientos ha obtenido el premio Xavier Villaurrutia en 1982, el premio Herralde de Novela en 1984, el premio Mazatlán en 1996, el premio Juan Rulfo en 1999 y el premio Cervantes en 2005

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Presentan Una biografía soterrada en la UAP-Miguel Ángel Cordero

El escritor Sergio Pitol presentó su obra Una biografía soterrada, libro compuesto por una amplia colección de recuerdos, viajes y personas que han formado parte de su vida, destacando una conversación con Carlos Monsiváis.

El escritor, traductor y diplomático mexicano, invitado por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Puebla, agradeció a la institución la invitación para la presentación de su último libro.

La presentación se efectuó en el Salón de Proyecciones del edificio Carolino. Los comentarios estuvieron a cargo de Rodolfo Mendoza Rosendo, Javier Aranda Luna, Eduardo Montañer y Carlos Contreras Cruz, director de Fomento Editorial de la UAP.

Al hablar de la obra, Mendoza Rosendo dijo que Pitol es uno de los pocos escritores que ha animado tanto la narrativa, el humor, la parodia, la farsa, y que se ha convertido en el signo de identidad de sus libros, en la corriente subterránea que habita su prosa.

“Para Sergio Pitol la literatura nunca ha sido imaginaria, sino la sustancia más tangible que nos ha enseñado lo que es una forma íntima de la utopía (…). Pitol no se ha convertido en un clásico moderno sólo por eso, sino por haber transgredido los límites de los géneros literarios con tal eficacia que nos ha permitido oír, sentir y ver mejor las historias que nos propone”, expresó.

Por su parte, Javier Aranda Luna comentó que Una biografía soterrada es uno de los textos más sorprendentes, que nos muestra con claridad la fuga de textos literarios donde conjuga un sin fin de emociones, un libro que recupera el centro del cuento y de la novela, y donde el lenguaje es una aventura.

Eduardo Montañer dijo que, como lector, desde sus inicios descifra al autor Sergio Pitol como uno de los pocos escritores que le han permitido realizar una reflexión de él mismo, y en donde ha aprendido a través de sus textos a sentir sensaciones que había buscado con el paso del tiempo.

Adiós a Sergio Pitol y sus letras-Xavier Rosas (El Columnista 30/08/10)

Leyendo unas líneas en las que refería a su amigo y recientemente fallecido escritor, Carlos Monsiváis, el escritor condecorado el viernes por la noche con la Cédula Real, Sergio Pitol, se despedía de todos sus lectores y seguidores, dejando con su obra “Una autobiografía soterrada”, las últimas líneas que compartirá al mundo de su escritura.

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Escritor nacido en la ciudad de Puebla que cursó estudios de Derecho y Filosofía en la Ciudad de México en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Reconocido por su trayectoria intelectual, tanto en el campo de la creación literaria como en el de la difusión de la cultura, promoviendo el patrimonio artístico e histórico mexicano en el exterior. Estudiante en Roma, traductor en Pekín y en Barcelona, profesor universitario en Xalapa y en Bristol, y diplomático en Varsovia, Budapest, París, Moscú y Praga. En sus libros se encuentran escritos autobiográficos, sueños con su perro, fragmentos de diarios, reflexiones sobre el arte, crónicas sobre la actualidad, viajes y homenajes a sus autores preferidos.

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“Puebla y Veracruz son mis raíces”, comentaba al momento de dar su discurso en la entrega de la condecoración que se les da a los poblanos distinguidos, aunque a decir verdad, más tiempo ha pasado en el extranjero y sobre todo en Xalapa, lugar actual de residencia, del que se han desprendido una infinidad de ideas y letras que constituyen la obra del autor poblano.

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“Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos siempre, algún triunfo (…), escribir se volvió una sola obsesión para mí…”, comentaba a todos los presentes que lo acompañaron en la entrega de la Cédula Real, dejando en espera de escuchar las palabras que referiría de su última obra; sin embargo, el Carolino se quedó esperando más del autor, ya que sólo leyó unas cuantas líneas que duraron al menos 5 minutos, en las que daba por finalizada su genialidad.

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Los que acompañaron a Sergio Pitol en el presidio, no dejaron de recordarle a los presentes la obra grandiosa que deja el autor al mundo, pero sobre todo a México, destacando esa capacidad para dejar en quienes tienen sus relatos en sus manos, la experiencia de leer “textos vivos”, llenos de una pasión que parte de ese sentir, de sus vivencias, de todo lo que lo conforma y lo ha llevado a recorrer el lenguaje y las letras; pero sobre todo a releer y dejar en el imaginario una fuerza interna de la utopía, de aquel querer ser y estar en aquellas descripciones que lo han hecho merecedor de los más prestigiados premios en Europa y México, como el premio Herralde en 1984, el premio Xavier Villaurrutia en 1981, el premio Juan Rulfo en 1999 y el premio Cervantes en 2005.

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Con la obra de Sergio Pitol, uno puede entender una de las frases que enmarcaron aquella pequeña exposición de los ponentes ante su última obra, que destaca la facilidad con la que cuenta el autor al plasmar con las letras sentires, aromas, esencias y colores, dejándonos entender a quienes lo hemos leído que “su patria es el lenguaje”.

domingo, agosto 29, 2010

Una autobiografía soterrada: El libro del adiós (El Columnista/Suplemento "Sergio Pitol. Una despedida anticipada"-27/08/10)

Escribir es un oficio muy sencillo, dicen que sólo se requiere saber leer y escribir. Pero lograr escribir con sencillez, de forma estructurada y coherente, requiere mayor responsabilidad, destreza y dedicación. Y para escribir bajo el amparo de algún género literario, Nabokov nos recuerda que se necesita entablar un pacto con el sentido artístico, la memoria, la imaginación y sobre todo con el lenguaje; claro debe ser un gran lector. La autobiografía, quizá, es el género literario más complicado, pues se requiere de mucha objetividad, para no convertirla en un panfleto sentimental o en la construcción de un monumento egocentrista. En otras palabras, una autobiografía es hablar de sí, sin buscar ocupar el papel principal. Y una autobiografía literaria es una invitación al lector para que navegue por el mundo que configuró la vida y el pensamiento del escritor y así comprender de mejor forma la construcción y evolución que tuvo la obra del mismo.
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Una autobiografía soterrada (ampliaciones, rectificaciones y desacralizaciones) (Almadía, 2010) de Sergio Pitol es una clara muestra de lo que hablo. Fiel a su obra literaria y a su modo de escribir, este libro es inclasificable dentro un género, ya que conviven de manera magistral el diario, el ensayo, la memoria y –por primera vez- la conversación. Textos que en su conjunto son un breve, pero amplio recorrido por el perfeccionamiento de la obra de Sergio Pitol. Escritos que hablan de los viajes, los recuerdos, las lecturas y las traducciones que marcaron su vida, siempre literaria.
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Leer a Pitol es, siempre, una experiencia reconfortante. Leer Una autobiografía soterrada es, prácticamente, imprescindible; pues aquí Pitol decide compartir con el lector amplias reflexiones respecto a su obra, haciéndolo de forma concisa y con la precisión de un bisturí. Como casi ningún escritor, Sergio se quita el traje de escritor y opta por el de un cirujano para hacer un estudio adecuado de su obra, pues el Pitol de este libro, no es el mismo que escribió Victorio Ferri cuenta un cuento, hay más lecturas, amistades, viajes y experiencias. Y leer este libro es revivir, sentir y sufrir al lado de Sergio Pitol; ya que caminamos a la par con él por las calles de La Habana y los pasillos de La Pradera, donde asiste a tratamiento para mejorar los problemas que está teniendo con el lenguaje; y también conocemos a fondo el origen de la mayoría de su obra literaria. Sin duda, la parte más emblemática de este libro es la conversación que sostuvo con Carlos Monsiváis, la cual nos llena de más luz acerca de cómo eran los momentos que estos dos escritores solían compartir.
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Mejor título no pudo encontrar para este libro, debido a que es un texto donde personaje y obra van a la par, ninguno por encima del otro, aunque debe decirse que Pitol prefiere hablar más de sus procesos literarios, que de él. Clara muestra de la sencillez que irradia nuestro Premio Cervantes y de la grandeza que lo conforma, pues ha preferido darle prioridad a su reflexión, su crítica y su pensamiento; por encima del personaje de “escritor”.
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Un libro necesario en la biblioteca de cualquier lector, pero sobre todo de los lectores Pitol, porque es –según su autor- el final de su obra, su último libro.

Sergio Pitol recibió la Cédula Real de Puebla (27/08/10)

Sergio Pitol presentó su último libro “Autobiografía Soterrada”-Leticia Gutiérrez Miguel (Síntesis/Esfera cultural 27/08/10)

“Este es mi último libro y el final de mi obra” con esta frase el escritor Sergio Pitol finalizó la presentación de su “Autobiografía Soterrada” el texto donde reabordó sus obras para “desmitificarlas”.
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El escritor se presentó en el Salón de Proyecciones del edificio Carolino, sede central de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) lugar donde convivió brevemente con estudiantes y catedráticos universitarios quienes le manifestaron y agradecieron la influencia que sus obras han ejercido no solo en la formación literaria sino en su vida misma.
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Sergio Pitol es un escritor mexicano originario de Huatusco, Veracruz, empero es un escritor universal puesto que tiene ascendencia italiana, puesto que forma parte de los descendientes de migrantes italianos que hace mas de un siglo llegaron a México para fundar dos pueblos: Huatusco en Veracruz y Chipilo en Puebla.
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Pero más allá de sus orígenes está el trabajo que sobre México y el fenómeno de la migración desarrolló durante su estancia en Europa donde tuvo la oportunidad de escuchar muchas lenguas pero sobre todo esa su lengua madre: el Venetto.
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Uno de los presentadores del libro, Eduardo Montagner, escritor originario de Chipilo comentó que conoció la obra de Sergio Pitol por morbo pues “estaba leyendo a uno de los Huatusco” y que cuando tuvo la oportunidad de conocer al autor en persona “se rio a carcajadas del comentario”.
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Montagner subrayó que la obra se Pitol ha sido y será una importante e influyente autor contemporáneo puesto que su obra lleva varios matices entrelazados con la raíz migrante y la añoranza de un país y una lengua que conoce y anhela “Sergio conoció la obra de los autores que influyeron en su vida, yo tengo la fortuna de conocer la obra y al hombre” señaló emocionado.
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Aun con su avanzada edad y los inevitables efectos del tiempo en su persona Sergio Pitol dedicó unas palabras al auditorio en las que evocó a un entrañable amigo y colega:
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“Fui amigo de Carlos Monsiváis por más de 55 años le dedique el primer cuento que escribí: “Victorio Ferri cuenta un cuento”, durante cinco o seis años Monsi, -Sergio- Pacheco y yo fuimos grandes amigos, hablamos sin tregua de literatura, vimos cientos de películas en un cine club, también al teatro, exposiciones, conciertos y a marchas en la calle. En la última parte de este libro hay una conversación ente Monsi y yo, que muestra la complicidad y donde se advierte que fui un discípulo en los campos de las letras, la moral y la política. Este es mi último libro y el final de mi obra” concluyó el escritor.
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“Lo único que ha de saber un escritor es que su única patria es el lenguaje” Sergio Pitol Demeneghi, escritor mexicano contemporáneo.