jueves, agosto 12, 2010

"Carolina y el DF (el andar por la historia mexicana)- Parte IV "(Columna El Guardián del diván-Diario El Columnista 11/08/10)

A Carolina, porque tu sabia voz evita que me pierda.
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Visitar la ciudad más transparente y no darse una vuelta por los museos que ésta aloja, se convierte en un verdadero crimen y más en estas fechas bautizadas con el nobiliario título de “Bicentenario”. Dos eran los destinos: El Castillo de Chapultepec y el panteón cívico de Dolores, donde se encuentra la Rotonda de las personas ilustres de nuestra historia nacional.
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El Castillo de Chapultepec es impresionante, los momentos históricos que ahí se guardan son importantes. Hace años que lo visité., tantos que no recordaba casi nada del Castillo. Este bello recinto es un recorrido muy breve por algunas partes importantes de la memoria histórica, desde 1521 hasta el año 2000 aproximadamente. Nueve son las salas que lo conforman; seis de estas unidades temáticas que se muestran corresponden al repaso histórico y las restantes nos muestran los usos, las costumbres y las ambiciones de los antiguos habitantes de México. Aquí, Carolina y yo pudimos gozar las colecciones que integran dicho museo, sobre todo con todo aquello que era alusivo a Don Porfirio Díaz: el héroe que la Historia Nacional no se ha atrevido a reivindicar. Cada pieza referente a este personaje, hacía que la admiración y el cariño hacia tal prócer creciera más. Todo buen observador y lector de la Historia mexicana, sabrá que la ideología liberal que ayudo a forjar a este México, tiene su mayor cimiente en el pensamiento masónico. Por ello no fue extraño encontrar diversa simbología tradicional como los gorros frigios o el famoso ojo que todo lo ve; pero algo que nos llamó fuertemente la atención, fue encontrar una imagen de la Virgen de Guadalupe la cual descansaba en una base tridente y en cada punta había una representación de bala de cañón, sosteniendo a la imagen en sí estaban tres figuras de cañones apuntalando como si fueran columnas, por último, en la cima del marco que abrazaba a dicha imagen un águila ,similar a la juarista, mirando a oriente; lo que a luces pareciera un sincretismo extraño entre las creencias católicas y las simbología masónica. En fin, lo que pudimos observar en el Castillo nos agradó mucho. Algunas piezas faltaban en sus vitrinas y otras carecían un letrero que explicará de qué se trataban. Algo que sin duda habrá que atender.
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Conocer la Rotonda de los personajes ilustres era uno de nuestros objetivos en este viaje al DF, el cual acabo siendo nuestro mayor desencanto. A pesar de estar ubicada en el cementerio más importante del Df y de contar en el acceso a la misma con anuncios alusivos a los festejos del Bicentenario; está completamente descuidada; existen tumbas que ya no se puede leer quién descansa ahí, otras están a punto de caerse y por si fuera poco el espacio destinado para la lámpara votiva (“representa un voto, (…) una ofrenda a la memoria de los personajes que ahí yacen, y la promesa de no olvidar su legado. En honor a ese voto, la llama siempre encendida de la lámpara simboliza la permanencia imperecedera de la obra y vida de cada uno de los personajes”, http://rotonda.segob.gob.mx/2_historia.html), estaba apagada y la inscripción que rodea a dicha flama es ilegible pues muchas de sus letras ya no existen.
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En lugar de gastar esas millonadas en los festejos, deberían invertirlo en el mantenimiento y cuidado de los museos; y en la formación de públicos capaces de aprovechar con los que cuenta cada ciudad. La mejor manera de celebrar el Bicentenario es rescatando, cuidando y transmitiendo los acontecimientos que forjaron a México. No veo de otra, lo demás es vanidad.

miércoles, agosto 11, 2010

La Giganta / I (Diario Milenio/Opinión 10/08/10)

Apareció en la esquina, justo a un lado de los señalamientos de tráfico. Tenía sed y por eso pronunció la palabra agua. Luego se entretuvo observando las ruinas que la rodeaban: los edificios partidos en dos, las cúpulas abiertas de las iglesias, las antenas rotas, las banderas rasgadas. El polvo la obligó a toser varias veces. El polvo le irritó los ojos. Una de sus manos se posó sobre el cofre de un coche, destrozándolo. Eso le pasaba muy seguido al inicio: destruir cosas sin darse cuenta. Avanzó varios metros hacia la derecha y, sin motivación alguna, sintiéndose perdida, regresó al lugar del inicio. Se detuvo, indecisa. Observó el cielo: un azul muy diluido que se asemejaba al gris. Luego, como si ya no tuviera otra cosa por hacer, exhaló. El ruido de la respiración asustó a una parvada de diminutos pájaros que se escondía entre la estructura metálica de un espectacular. La ráfaga que salió de su boca impregnó la tarde de un olor agrio y añejo. Aire de lejos. Aire lleno de tiempo.
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Primero cayó sobre la banqueta con ánimos de sentarse pero, cuando ya no pudo más, cerró los ojos y se tendió sobre la calle. No sabía que estuviera tan cansada. Durmió de lado, el antebrazo izquierdo como almohada bajo su oreja. Soñó cosas extrañas. Soñó que corría sobre una pradera interminable entre vacas inmóviles y margaritas agitadas por el viento. Reía. Soñó que su cuerpo se remontaba hacia el cielo ayudada por el cordón de un papalote. Soñó que levitaba, luego, por sí misma. Entonces se despertó con un sobresalto.
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—Agua —se dijo—. Necesito agua.
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Nunca supo cuanto tiempo había dormido pero, cuando se incorporó, la ciudad seguía igual: deshabitada y destruida. Una nube de polvo al ras del suelo. Concluyó que tal destrozo sólo podía ser el resultado de una guerra. Se preguntó, cabizbaja, por la suerte de los ejércitos, por el destino de los triunfadores, el tamaño de los cementerios. Luego avanzó por la avenida central con cuidado, tratando de esquivar árboles y vehículos. El tiempo le había enseñado a ser cuidadosa con eso. Cuando avizoró el estanque no pudo ocultar su gusto. Se aproximó aprisa e, inclinada sobre el líquido, bebió hasta saciarse. El ruido de la parvada de gansos al escapar. El ruido de los sorbos avorazados. No fue sino hasta que se limpiaba los labios con el dorso de la mano derecha que recapacitó en que no sabía donde estaba.
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La ciudad tenía límites difusos. Parecía estar a punto de desaparecer varias veces sólo para irrumpir, con renovados bríos, tras montañas o puentes. Vista desde lo alto daba la impresión de ser el lomo de un animal prehistórico que se movía despacio. Había altas torres de comunicación y, por eso, supuso que la urbe contaba con radio y televisión. Había presas. En uno de los extremos se extendía una gran hilera de aviones: asumió que ahí había estado un aeropuerto. Pudo reconocer con facilidad las iglesias y los cementerios; los edificios donde se asentaba el poder, pesados y pétreos; los parques. A pesar del polvo y la sequía, los parques lucían un verde que era muchos verdes. Un verde extraño. Llegó a pensar que los habían pintado. Las casas provocaron su curiosidad. Tendida sobre el pavimento se asomó por los ventanales de unas cuantas: no había nadie dentro. La ausencia le provocó una súbita melancolía y, minutos más tarde, una indescriptible sensación de alivio. Los muebles, por otra parte, parecían normales: mesas, sillas, camas, espejos. En uno de ellos vio el blanco de sus ojos y salió corriendo.
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El ruido del helicóptero la obligó a virar el rostro. Se había recostado sobre una colina, esquivando con destreza árboles y antenas, muy cerca del lago que la había salvado de la deshidratación. El hombro derecho sobre el pasto, la espalda curva, la mente en blanco. Había visto de reojo las nubes que, nimbadas de colores rojizos, anunciaban el fin de otro día. Una lenta puesta de sol. El guante de la noche. Al inicio pensó que el sonido de las aspas era producto de su imaginación y, luego, antes de verlo, sintió miedo. Pensó que no sabía qué hacer con su vida y, por eso, no se movió. Las luces del helicóptero pasaron cerca de su cintura, a un lado de la cadera, pero no alumbraron ni su rostro ni sus manos. Entonces, cuando pensó que el helicóptero retrocedía, se atrevió a virar poco a poco la cabeza. Un lento movimiento milenario. Un desplazamiento de muchos siglos. La tierra. Le dio tiempo para ver que algo caía del vehículo en movimiento, pero no para saber qué era. Le dio tiempo de sentir el contacto del aterrizaje en algún lugar de su cabeza, pero no para llevar la mano hacia el cabello y averiguarlo.
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Jean De Mandeville escribió El libro de las maravillas del mundo entre 1357 y 1371, después de haber desaparecido por aproximadamente 35 años de su lugar de origen, el que, por otra parte, todavía es incierto. Capítulo a capítulo, en una prosa ágil y no exenta de humor, Mandeville relató así sus aventuras en tierras cada vez más lejanas, aderezándolas con señeras descripciones de seres improbables. Árboles cuyos frutos eran unos corderos diminutos, por ejemplo. Países donde los hombres tenían los pies al revés u orejas que alcanzaban la cintura. Frentes que albergaban un ojo. La mujer tentó con precaución su cuero cabelludo, intentando localizar lo que había caído del helicóptero pero no logró hacerlo. Volvió a recostarse sobre el pasto y a pensar que no sabía qué hacer con su vida. Ya casi lo había olvidado cuando sintió algo sobre el cuello, muy cerca del hueso izquierdo de la clavícula. Fue ahí que logró detenerlo. Tan pronto lo atrapó, lo colocó frente a sus ojos. El capítulo LV del libro de Mandeville se intitula “De una tierra donde son los hombres muy pequeños y pelean con las aves”. En eso pensó la mujer cuando le hizo la primera pregunta.
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—¿Y de dónde vienes tú?
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El aliento de la mujer movió sus largos cabellos. El hombre, que colgaba por la parte posterior de la camisa, se llevó las manos a las orejas. Cerró los ojos. Pataleó en el aire. Parecía gritar algo porque mantenía la boca abierta, pero de él sólo emanaba un sonido ininteligible y agudo, más parecido a un silbido que a una voz.
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—¿Me entiendes? —susurró ella después, muy despacio, colocándolo sobre la palma de su mano con una extraña suavidad. Vestía unos pantalones a rayas que lo hacían parecer gracioso y unos zapatos relumbrantes, de color negro. Una barba tupida le cubría la parte inferior del rostro.
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—Así está mejor —grito él, las manos alrededor de la boca para acentuar el sonido. Por su frente caían unos chorros de sudor.
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—Pero tú no eres de verdad —musitó ella luego de un rato, incapaz de dejar de verlo—. No hay manera de que tú existas.
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—Mira quién habla —contestó él, gritando. Ella tuvo que inclinarse para poder oírlo y, notando el gesto, él repitió:
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—Yo creo que quien no puede ser de verdad eres tú.

lunes, agosto 09, 2010

¿Por qué legalizarlas? (Diario Milenio/Opinión 09/08/10)

Por justicia. Valdría que preguntarse qué derecho puede tener la sociedad, el Estado o el vecino a prohibir que cualquier persona de bien siembre, ya en la maceta o el jardín, las hierbas que prefiera para untárselas, fumárselas o bebérselas como cualquier té.
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Por congruencia. Si es legal y socialmente legítimo vender y consumir drogas cuyo abuso es nocivo para la salud, y así se nos advierte en la etiqueta, ¿cómo justificar la satanización de otras que ni de lejos son causa de afecciones tan serias y extendidas como cirrosis y enfisema pulmonar?
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Por estrategia. Castigar el quehacer del narcotraficante es elevar el precio de su producto, y en tanto eso premiar su osadía con ganancias geométricas, y al cabo estratosféricas. ¿Es o sólo parece un despropósito perseguir al malandro con medidas que lo hacen más y más rico?
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Por lógica. No se puede esperar que la despenalización de las drogas convierta a quien fue narco en persona de bien, pero sí que le corte el flujo ilimitado de efectivo, y con él su infinito poder corruptor. ¿O es quizás un secreto que entre más rico es uno, menos entra en la cárcel?
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Por decencia. ¿Merecen los adictos ser tratados como enfermos… o condenados a sobrevivir al purgatorio infame de esas cárceles freelance que son los anexos? ¿Qué porcentaje de ellos podría pagarse unas buenas semanas en Oceánica, Monte Fénix o algún equivalente californiano? ¿Cuántas clínicas de rehabilitación podrían construirse y mantenerse con sólo una porción del dinero invertido en la guerra de nunca acabar?
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Por la familia. Si lo que se defiende con la guerra a las drogas es la familia —más la salud, la vida y lo que al señor cura se le ocurra— las decenas de miles de muertos y encarcelados en el empeño demuestran que el remedio es varias veces peor que la enfermedad.
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Por conveniencia. Cuarenta años atrás, las compañías tabacaleras empleaban por aval a médicos pagados por decir que el cigarro era inofensivo. Aun si las compañías mariguaneras del futuro no van a dar a mejores manos, quedarán cuando menos sujetas a controles sanitarios, a la vista del público escrutinio y por supuesto a merced del fisco.
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Por seguridad. Prohibición y castigo obligan al consumidor a amarchantarse con bandas criminales, y eventualmente mirarse indefenso frente a un poder de intimidación y revancha cuyas leyes son aún más severas y crueles. Habrá quien se le escape a la policía de los buenos, no así a la de los malos.
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Por derecho. Amén de la prerrogativa elemental de vivir seguro y en paz, al ciudadano le asiste el derecho a ser alertado e informado en torno a las substancias cuyo consumo el Estado permite, controla y reglamenta. Nada habría más justo y necesario que destinar los ingresos fiscales por la comercialización de las drogas a campañas y acciones preventivas, en lugar de seguir derrochando el dinero de todos en balas, juicios, rejas y sarcófagos.
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Por salud. Si las substancias criminalizadas son, en efecto, tan peligrosas como se nos dice, parece cuando menos irresponsable dejar su producción y venta en manos de rufianes, siempre más ocupados en esquivar a perseguidores y enemigos que en cuidar la presunta pureza del producto.
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Por la imagen. A ojos adictos, los perjuicios causados por la droga parecen inferiores a sus recompensas. ¿Cómo no va a lucir atractiva la idea de probar una cierta substancia misteriosa en torno a la cual se arman tamañas matazones? Placer prohibido al fin, el de la droga obtiene su sex appeal de todo cuanto la hace condenable.
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Por ética. En la guerra a las drogas el ciudadano se parece al inversionista cuyo dinero es invertido en bonos de una empresa condenada a la eterna bancarrota, cuyos competidores, cada día más ricos, además lo intimidan y amenazan. En términos más simples, se diría que estamos pagando protección.
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Por sentido común. ¿Cuál es la matemática estrambótica que nos permitiría comprender una guerra a las drogas que mata varios miles de personas al año, allí donde las muertes por sobredosis difícilmente llegan a quinientas?
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Por caridad. Es obsceno que a la vista de tanta pobreza extrema y tan escasos medios para superarla, persista allí el magneto de ese negocio inmenso del que cualquiera puede obtener el acceso y ninguno el control. Si al Estado ya se le dificulta el trabajo de hacer crecer las oportunidades reales, tendría cuando menos que cercenar las falsas.
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Por decoro. Va a ser muy vergonzoso que de aquí a cincuenta años se nos mire como a una tribu de fanáticos hipócritas y atávicos, habituados a borrar con el codo cuanto habían escrito con la mano.