sábado, julio 17, 2010

Palou explora el abismo de la desilusión amorosa (Yanet Aguilar Sosa-El Universal/Kiosko 17/07/10)

Su novela cuenta la historia de un triángulo sentimental: una amante, un amado que destrozó y un ser que oye y consuela
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UNA VIDA LITERARIA
• Nació en la ciudad de Puebla en 1966.
• Ha escrito en varios géneros literarios, entre ellos, cuento, ensayo, novela y, recientemente, poesía.
• Algunas de sus obras más conocidas son: “Música de adiós”, “Amores enormes”, “Los placeres del dolor”, “La ciudad crítica”, “La casa del silencio”, “En la alcoba de un mundo”, “Paraíso clausurado”, “Con la muerte en los puños”, la trilogía “Muertes históricas” y “Catalogo de las aves”.
• Entre los reconocimientos que ha recibo están el Premio Jorge Ibargüengoitia; Premio René Uribe Ferrer; Premio Nacional de Historia “Francisco Javier Clavijero” y el Premio Xavier Villaurrutia.
• Ha sido chef, editor y árbitro.
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No requirió de nombres para sus personajes, por el contrario, Pedro Ángel Palou quiso que los protagonistas de su nueva novela La profundidad de la piel fueran epítetos: “El pintor del mundo flotante”, “Mi amiga del cuello largo”, “La ciudad enana del país frío”; esas ausencias fueron fundamentales para escribir la que considera su novela de amor y desilusión amorosa, más profunda e intensa.
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El narrador mexicano no tiene duda de que toda la novela “está todo el tiempo diciéndote que el amor es intraducible, incompartible incluso, que la pintura y la música también son intraducibles”. Desde esa certeza construyó su historia como una exploración de dos ópticas totalmente distintas, la de oriente y occidente; la de un hombre que ya vivió de todo, un músico que ha renunciado a la música, aunque la sigue leyendo; y una mujer que se enamoró perdidamente de un pintor japonés que la abandonó.
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“Él es un hombre que no oye música ni en una sala de conciertos ni en la reproducción de un disco; el límite de ese arte es leer las viejas partituras de sus maestros antiguos; mientras ella padece la desilusión amorosa y recurre a él para ser consolada. Quise explorar los dos territorios, el del amante y el amado, y lo quise hacer de la manera más cruel, pero también de la manera más elegante posible”, comenta Pedro Ángel Palou.
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La obra literaria de su vida
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Afirma: “quise escribir una novela elegante, contenida, pura, sin exceso de descripción para que el lector estuviera sujeto a la pura intensidad amorosa de los afectos que se relatan”, suma esta nueva historia a la gran obra literaria de su vida: El libro de la desilusión.
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“Ese es el único libro que yo he estado escribiendo, el de la desilusión política, la desilusión amorosa, la desilusión religiosa, la desilusión de la amistad que puede ser tan dura como el amor. Pero en el caso del amor, este es el libro más maduro”, asegura el narrador que siempre ha tenido una obsesión por la novela de la desilusión amorosa.
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Al mismo tiempo, dice que en las ocasiones anteriores su narrativa exploraba el amor desde su óptica y en ésta hay un ejercicio de qué es el amor para ella y no para el músico quien finalmente está allí para consolar a la que es su gran amor, aunque él la llame Mi amiga del cuello largo. En la historia hay un triángulo amoroso donde hay un amante, un amado que destrozó y un ser que escucha y consuela. “Los mexicanos diríamos que es el momento más ardido del amor”.
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En esta nueva historia del escritor poblano hay una referencia plena a la oralidad oriental, pues la historia se intercala con el cuento La canción del dolor imperecedero, una historia muy vieja de origen chino, pero contada en Japón miles de veces sobre la favorita del Emperador; todo para que el lector se dé cuenta de que el amor es eterno e impersonal.
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“A todos nos va igual, somos el amante, somos el amado, somos el despechado, somos el que quiere amar y no puede, somos un eterno vacío. La exploración amorosa del libro termina demostrando que el otro siempre será el otro”, asegura Palou, quien plantea en la novela la doble terminología entre desear y usar para complacer.
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Sobre la crueldad
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Acepta que desde sus primeros cuentos en Los placeres del amor hay una exploración de la crueldad amorosa, porque el amor es cruel, por eso le gusta y disfrutó mucho la personalidad del músico, pues con todo y su vacío “es un masculino sin las nociones terribles de la masculinidad; es capaz de desposeerse de su masculinidad tal como la entiende Occidente para poder realmente ser amigo de ella. Es capaz de amarla cuando ella ama a otro que es quizás el acto de amor más grande: ‘te sigo amando en la medida en que tú no me amas a mí, amas a otro’”.
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Hay una doble mirada también en lo cultural. Hace varios años que a Palou le interesa Oriente y en especial Japón; es fan de lectura japonesa y un apasionado de su vida y de lo que llaman la occidentalización que ha supuesto para los muy tradicionales un desvirtuamiento de la verdadera esencia de lo japonés.
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La profundidad de la piel se suma al libro de la desilusión, porque para él la desilusión amorosa, como la política o la religión, existe porque así como hay ilusos hay desilusos. “El amor requiere a veces más que la misma política o la religión, una suspensión de tu moralidad, de tu autonomía moral. El verdadero enamorado, así le dure un día o un año la ilusión, tiene que haber suspendido su autonomía moral por lo menos para tener la ilusión, es la desposesión personal, la desidentificación del yo que es necesario para la ilusión amorosa”.
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Las nuevas historias
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En su labor de seguir construyendo el libro de las desilusiones, Palou ya trabaja en una nueva obra sobre la desilusión religiosa. Después de su exitosa novela El dinero del diablo, trabaja en la novela sobre el cristianismo primitivo, en la que trata los primeros 40 años del siglo I.
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“Ese para mí es el momento en que se inventa Occidente, es el momento en que por lógica yo tenía que terminar estudiando después de mis trabajos en novela histórica, novela política, novela amorosa. La siguiente fase tenía que ser el origen mismo de las nociones de poder, de las nociones de trascendencia que se inventan cuando Pablo de Tarso inventa a Cristo”, adelanta el narrador.
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En esa nueva labor todo marcha bien, de los 21 capítulos que la contendrán, Palou escribe el cuarto, el cual representó un trabajo de mucha investigación, pues es un siglo muy lejano y muchas capas que lo han cubierto son las revisiones teológicas de Occidente. “Ha sido un trabajo de desmenuzamiento teológico, he leído tres tradiciones teológicas: catolicismo, judaísmo y protestantismo”.

Fuera de serie (y de foco)-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 17/07/10)

Hace ya ocho años que la veo semana a semana –cuando menos mientras está en temporada– y ahora lo único que veo, con tristeza, es que en unas poquísimas semanas ya no la veré nunca más. Lo admito sin pudor: soy un fan de 24, conozco no sólo cada literal minuto de la vida ficticia de Jack Bauer sino que he padecido cada instante con él.
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Bien sé que no faltará quien, ante semejante confesión, me acuse de pro imperialista, de militarista, de derechista, de hiperviolento. Se equivocará en el diagnóstico pero no en reprobarme. Porque, lejos de haber alterado mis convicciones merced a su apología de la tortura y la paranoia xenofóbica, lo que ha hecho con ellas 24 es aplicarles un poderoso anestésico cuyo efecto dura lo que cada capítulo.
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La serie me ha convertido –aun si durante no más de una hora a la semana– en una persona que cultiva con pasivo deliquio una obra cuyos valores se contraponen a buena parte de lo que piensa. Dicho de otro modo, en un idiota moral.
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¿Por qué he permitido con toda conciencia (es un decir) que una serie de televisión me sorba los sesos a lo largo de 192 capítulos? Fácil: porque lo importante de 24 no es lo que dice sino cómo lo dice. Cada una de las temporadas de la serie hubo de ser idéntica a la anterior: un atentado terrorista que se resuelve a media temporada pero que engendra otro(s), unos villanos ostensibles y ostensiblemente extranjeros (siempre rusos, vagamente árabes o vagamente latinoamericanos), otro villano sorpresa, camuflado de bueno pero a fin de cuentas (es decir de temporada) traidor. Las amenazas a la seguridad nacional de Estados Unidos, sin embargo, no serán en 24 más que, para ponerlo en términos hitchcockianos, McGuffins: meros pretextos narrativos cuya función sería detonar una serie de acciones acaso intrínsecamente absurdas pero altamente emocionantes. ¿Y qué las hace emocionantes? La absoluta eficacia de guión, dirección y edición ayudan, desde luego, pero cabe un elemento aun más importante: la premisa que le da nombre y que la conmina a la narración en tiempo real, representación seriada de una jornada frenética que transcurre al ritmo paroxístico de un reloj en permanente tic tac.
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Por eso me enoja a priori el anuncio de que las aventuras de Jack Bauer continuarán pero ya no en la tele sino en las salas de cine, a donde llegará el próximo año una película de dos horas y pico de duración que, sin embargo, pretenderá condensar las proverbiales 24 en tan breve ventana temporal. Doy por descontado que la veré –todo lo que tenga que ver con esa serie me chifla y, por cierto, a mi mujer también– y que incluso en alguna medida la disfrutaré. Ello, sin embargo, no me exime de reprobarla desde ahora, en términos, digamos, de moral artística.
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Antes que una serie sobre inteligencia contraterrorista, 24 es, por definición –y en el título lleva el destino– una cuya premisa supone la narración de una jornada en el tiempo justo que tomaría vivirla. Es, por tanto, un producto intrínsecamente televisivo –no hay película comercial que dure 24 horas– cuya naturaleza se ve pervertida en el instante mismo en que es metida con calzador a la horma ajena que le supone el cine. Y ni siquiera es el suyo un caso aislado (aunque si uno excepcional): de Los Vengadores y Hechizada a Sex and the City 2, el cine ha mostrado no poder hacer suyos productos que nacieron en y para la televisión.
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Pero nadie experimenta en cabeza ajena. Y menos aún Jack Bauer.

miércoles, julio 14, 2010

"Carolina y el DF (o cómo se dio el reencuentro con Pitol)- Parte II"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista”-14/07/10)

A Carolina, porque tus ojos son mi libertad.
A Sergio Pitol, por el honor de considerarme tu amigo.
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Terminado el recorrido por los cuartos, los retratos, las pinturas y los patios que conforman la Casa Azul y una vez adquiridos los recuerdos deseados, era momento para que nuestros pasos abandonaran aquella casa. Ahora había que dejar Coyoacán y acudir a nuestra próxima cita: la librería Rosario Castellanos del FCE, en La Condesa, donde se presentaría “Una biografía Soterrada” de Sergio Pitol (Almadía, 2010). Odisea que una vez más nos invitaba a sumergirnos en las entrañas de esta gran ciudad para movernos en Metro, profundidades de las que nadie quiere formar parte: de Coyoacán a Centro Médico y de este a Patriotismo, pasar en total 7 estaciones. Terminales que al ojo de cualquier transeúnte foráneo ofrecen una diversidad de estampas: desde el que va con cara de pocos amigos, pasando por las parejas que están a punto de usar dicho transporte como un motel móvil.
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Llegado al punto deseado, era cuestión de caminar unas cuantas cuadras y así llegar al segundo motivo de este viaje: el reencuentro con Sergio Pitol, que presentaría su más reciente libro, lo acompañarían Álvaro Enrigue y Juan Villoro. Camino a la librería, vendría la otra sorpresa: Ignacio Padilla sentado en un restaurante cercano a la librería. Nos dimos el abrazo adecuado, también iría a lo de Pitol. Sin nada en el estómago, Carolina y yo decidimos que lo mejor era quedarnos en la librería, faltaba media hora para que el evento iniciara. Estando a las afueras de la librería, nos percatamos que Pitol también iba llegando, hermosa coincidencia, esperamos ahí para poder saludarlo, después de hacerlo entramos a la Rosario Castellanos para descansar y calmar un poco el hambre en la cafetería y ahí estaba sentado Daniel Sada, otro viejo conocido.
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Satisfecha el hambre de Carolina y faltando unos cinco minutos para el inicio del evento, fuimos al lugar destinado para la presentación del libro de Sergio Pitol, casi a la entrada otro viejo amigo aparecía: Jorge Volpi, quien venía acompañado de otra amiga: Paola Tinoco. Entramos al lugar y estaba al tope, por suerte nos percatamos de que existían dos lugares al frente y tomamos plaza. Mejor lugar nunca. El evento empezó a la hora anunciada, Enrigue y Volpi acompañarían a Pitol, Villoro se había quedado atorado en alguna parte de la ciudad, razón por la cual mandó a un representante a leer su texto. Hecha la presentación protocolaria, habló en primer lugar Sergio Pitol para decirnos: “Fui amigo de Carlos Monsiváis más de cincuenta y cinco años. Le dediqué el primer cuento que escribí: “Victorio Ferri cuenta un cuento”. Durante cinco o seis años, Monsi, Pacheco y yo fuimos grandes amigos. Hablamos sin tregua de literatura, vimos cientos de películas en un cine club, también al teatro, exposiciones, conciertos y a marchas en la calle. La última parte de éste libro…hay una conversación entre Carlos y yo, que muestra la complicidad y donde se advierte que fui un discípulo en los campos de las letras, la moral y la política. Este es mi último libro y el final de mi obra”. Palabras que conmovieron a todos los que estábamos ahí presentes: uno de los mejores escritores estaba anunciado su retiro. Todos aplaudimos de pie, casi por cinco minutos, quizá más… Sergio se puso de pie para aplaudirnos y desde su distancia, nunca tan cercana, brindarnos un abrazo que venía acompañado de una mirada triste, conmovida y apunto del llanto. Y sí, quizá en el fondo, todos los que fuimos a dicho evento sabíamos que ese era el verdadero motivo de querer estar ahí. Porque ahí estaban Mario Bellatin, Margo Glantz, Anamari Gomís, José de la Colina, Javier Aranda Luna, Ignacio Padilla, Eloy Urroz, Daniel Sada y otros allegados a Sergio Pitol. Todos amigos, pero sobre todo lectores de Sergio Pitol. Luego vinieron los discursos de Enrigue, Volpi y Villoro, todos ellos conmemorativos, precisos y antologadores. Textos que en su contenido agradecían su obra, su amistad y su existencia; palabras que le pedían no cumplir sus palabras, porque nunca se está preparado para las despedidas. Pero Sergio, como un padre literario, como un amigo de sus lectores, ha optado por prepararnos, dejando en nuestras manos un bello libro.
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Al término de la presentación, vino el coktail y la firma de libros, donde Pitol con suma paciencia y cariño atendió a cada uno de sus lectores.
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Y la pregunta es: ¿Qué espera la BUAP para otorgarle el Honoris Causa a Sergio Pitol?, porque aunque a Pitol no le hace falta, a la BUAP sí y a Puebla también, pues a pesar de que él se dice más habitante de Xalapa que de Puebla, el nació aquí y seguimos en deuda con él.

martes, julio 13, 2010

La vida privada (Diario Milenio/Opinión 13/07/10)

El verano parece invierno allá afuera (y los rayos y truenos de la tormenta matutina así lo confirman). Los que parecen lejos están cerca y viceversa. Todo, a veces, tiene cara de contradicción. Lo mismo pasa con la así llamada vida privada. Me despierto pensando en eso, en la vida privada, en el secreto que se supone ubicado en el centro mismo de su propia definición. Ciertos altos muros alrededor de su médula. Ahí, en lo privado reina el espacio que, como la boa, se muerde la cola. Broche que cierra. Eslabón. En el otro extremo, por supuesto, queda el exhibicionismo de la vida pública. La revelación. Los pudorosos y los discretos, se dice, guardan silencio y conservan las formas. Sólo los extrovertidos y los sinvergüenza lavan la ropa sucia fuera de casa. La vida privada, esto también se cree, ocurre detrás de las puertas. Si es que existe un detrás, si es que las puertas se cierran. Hay algo tan terso en la dicotomía que coloca en sitios tan simétricamente opuestos al secreto y lo privado vis a vis la revelación y lo público que no puedo evitar entrar en sospechas. Ya se quejaba Paul Virilio (y en eso se ha parecido, válgame dios, a Simon y Garfunkel) contra aquellos que, con tintes autoritarios, han condenado el silencio al silencio, presumiendo, claro está, que el silencio de hecho va preñado de voces. Y qué, me pregunto yo haciéndome eco de esa queja, ¿no se hicieron las puertas con el sólo fin de escuchar algo a través de las puertas?
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La Declaración de los Derechos Humanos la protege: “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su correspondencia, ni de ataques a su honra o su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques”. George Duby le ha dedicado al menos cinco volúmenes de candente observación, esto en Europa desde el imperio romano hasta, al menos eso reza el último título, nuestros días. La historia de la vida cotidiana, con un especial énfasis en la esfera de lo privado, también ha dado como resultado sendas colecciones de historia en México (pienso, sobre todo, en los volúmenes dirigidos por Pilar Gonzalbo que van desde la era mesoamericana hasta el siglo XX). Con todo y eso, y acaso sólo debido a la tormenta que ya hace rato se fue, me levanté con la sospecha, que es de suyo terrible y de suyo escabrosa, de que la Vida Privada, así con mayúsculas aunque en voz muy baja, terminó en 1844, el año en que Edgar Allan Poe escribió The Purloined Letter, aquel cuento en que el prefecto de París pide ayuda al detective Auguste Dupin para encontrar una carta robada. El detective Auguste Dupin descubre que la carta que se suponía robada no había sido sustraída sino que se encontraba ahí, expuesta a la mirada ajena, abierta. Se expone para ocultarse mejor, la carta. Eso, que es lo que parece estar diciendo Poe en una historia intrincada y amena, tal vez es lo mismo que nos vienen a ensañar las redes sociales, en especial el twitter. Entre más expuesta (la carta o la vida privada), más inaccesible.
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En el cuento de Poe, las autoridades saben quién robó la carta (un ministro con ojos de lince) y, en general, el lugar donde el objeto puede encontrarse (la casa del ministro). Sin embargo, después de una búsqueda minuciosa, acaso exhaustiva, los policías no pueden dar con ella. Dupin, quien está al tanto de que el ladrón es, además de ministro, poeta y matemático, llega a la conclusión que la carta no está escondida, cuando menos no de la forma convencional. Dupin la rastrea en un lugar distinto: no en la profundidad de los escondites extraordinarios, sino en la superficie. Y ahí es, precisamente, donde la encuentra. A la vista de todos. La carta arrugada y puesta de revés parece otra, pero es la misma.
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Unos cien años más tarde, Jaques Lacan analizó este relato en su famoso seminario de los miércoles, curiosamente en la misma ciudad donde Poe situó su relato original. La lettre volée. Al psicoanalista le preocupaba, entre otras cosas, promover el siguiente principio: “que en el lenguaje, nuestro mensaje nos viene del Otro y, para anunciarlo hasta el final: bajo una forma invertida”. También se planteaba desde ahí la siguiente pregunta: “si el hombre se redujera a no ser más que el lugar de retorno de nuestro discurso, ¿no nos regresaría la pregunta de para qué dirigírselo?”. Tal vez. Es muy posible que al psicoanalista, en realidad, le interesaran muchas más cosas pero, tal como él mismo lo afirmó a menudo, la verdad sólo puede ser enunciada a medias. En todo caso, no sugería Lacan dejar cosas a la vista para esconderlas mejor, sino llamar la atención sobre el hecho básico de que nada “por muy lejos que venga una mano a hundirlo en las entrañas del mundo, puede estar escondido en él, puesto que otra mano puede alcanzarlo allí”. El misterio es simple y raro al mismo tiempo, tal como lo había enunciado Poe.
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Hacia el final de la primera parte del seminario, después de verse confirmado en el rodeo por el objeto mismo que lo lleva a él, Lacan sentenciaba que una carta siempre llega a su destino o, en otras palabras, que el lenguaje entrega su sentencia a quien sabe escucharlo. Edgar Allan Poe y Jaques Lacan parecen haber compartido cierta fascinación por aquello que se esconde a la vista de todos, eso al menos parece quedarme claro.
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Hay un juego interesante en twitter que los usuarios habituales saben jugar bien. Como es sabido, es posible responder a un mensaje en particular usando la arroba para identificar claramente tanto a quien emite como a quien recibe y, en su caso, contesta el mensaje. La aparición de la arroba constituye, luego entonces, una clara indicación de que una intercambio “privado” está tomando lugar a la vista de todos en esa plaza pública que es el Time Line. La invención de la arroba invisible, una treta que algunos atribuyen a @assiain y otros con años de trayectoria en twitter asocian al mismo origen de los tiempos digitales, permite, sin embargo, sostener un diálogo “privado” frente a las miradas no advertidas de los que, sin duda alguna, miran. El mensaje se emite y, oculto de sí, después de atravesar el campo minado de las miradas, logra entregar su sentencia al receptor que sabe leerlo. Que este proceso ocurra y, aún más, que tenga que ocurrir frente a los ojos de todos para pode ocultarse, me obliga a considerar con cuidado el concepto mismo de lo privado en estos tiempos en que la intimidad se dirige se produce y se dirige de afuera hacia fuera. Estas mañanas de extimidad.

lunes, julio 12, 2010

La piedad cochambrosa (Diario Milenio/Opinión 12/07/10)

Asesinos de bien

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La historia es recurrente, y encima redundante. Tras un juicio tan turbio y obtuso como el cerebro de jueces y fiscales, una mujer es condenada a muerte por lapidación, y quienes la defienden logran que el caso tenga ecos planetarios. Cada vez que esto pasa, se hace preciso que leamos o escuchemos de nuevo datos escalofriantes como el tamaño justo de las piedras para que la agonía se prolongue, o hasta dónde se debe enterrar al condenado antes de proceder con la primera piedra. No son informaciones raras, ni secretas. Las reglas a aplicar en caso de lapidación están contenidas, por ejemplo, en el código penal iraní. No hay más que consultarlo para enterarse de los pormenores de una crueldad extrema y enfermiza —tortura hasta la muerte— hoy día perfectamente institucionalizada y no menos legal que aquellos ahorcamientos perpetrados en plena vía pública, con la ayuda de grúas que alzan al condenado diez metros por encima de los transeúntes.

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Ahora bien, las pedradas son en petit comité, toda vez que las dosis de sevicia requeridas pecan de incompatibles con la escena callejera, donde no todo el mundo comulga con los tenebrosos tirapiedras, entre los que se cuenta el juez de cada caso. Si, por ejemplo, el adulterio se sostiene en la confesión del acusado, al juez le corresponde disparar el primer proyectil, según reporta Ángeles Espinosa, desde Teherán para El País: una encomienda temeraria de origen cuya protagonista se llama Shakine Mohammadí Ahstiani.

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A la señora Ashtiani, de 46 años, se le acusó primero de relación ilícita con quien se cree que mató a su marido, por lo cual recibió la friolera de 99 latigazos. Otra instancia, no obstante, dio por hecho que el muerto aún estaba vivo cuando la relación inició, y así calificaba como adulterio. Sin testigos ni pruebas, sostenido en apenas una confesión de la que la acusada se retractó, el juez la ha condenado a la lapidación que, según dice la ley, deberá iniciar él a mano limpia, acompañado de cuando menos dos verdugos más. Los tres (o cuatro, o seis, o diez) tirando piedras contra una mujer enterrada en el suelo hasta arriba de los senos, no vaya a ser que los santos varones se expongan a visiones impuras, e incluso se calienten mientras terminan de martirizar y asesinar a la sentenciada. Un trabajo cansado y comprometido, que amén de puntería y paciencia exige grandes dosis de saña rencorosa. ¿Cómo, si no, quienes se dicen hombres de bien pueden ir adelante con la masacre de quien llora, grita, se desangra y suplica piedad? Pues he ahí la coartada, son Hombres de Bien, tanto así que su fanatismo intransigente se toma por virtud de referencia. Son tan puros, tan buenos y tan incorruptibles que pueden apedrear en pandilla y hasta la muerte a una mujer inmóvil sin arriesgar su honorabilidad.

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Los piadosos atroces

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Se absuelve uno bien fácil, nada más compararse con aquellos jueces habilitados como ejecutores. ¿O no es acaso de mala conciencia que todo esto se trata? Si, como es de esperarse, la opinión pública internacional consigue que a la condenada le conmuten la pena, es de creerse que el resto de los sentenciados al mismo castigo reciban sus pedradas sin mayores sobresaltos, ya que, como se afirma, la señora Ahstiani es inocente y en ello la respaldan sus dos hijos. ¿Es la única inocente que espera ejecución? ¿Y si fuera culpable? ¿Sería menos atroz la sentencia? En realidad, los jueces iraníes mandan matar a cientos de infelices por año, no pocas veces presos de conciencia, sin que nadie en el resto del mundo se entere ni por tanto salte de indignación. Recientemente, crece entre los condenados el número de adversarios políticos de un régimen impuesto por maleantes racistas y fanáticos, capaces de acusar a quien sea de lo que sea. Antes que importunar el curso de tamaña enfermedad, parece preferible atosigar al síntoma. Que no se diga que a las buenas conciencias la atrocidad ajena nos viene guanga.

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Al tiempo que el asunto de las piedras ganaba una vez más espacios en los medios del mundo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos llevaba sus conciencias a la lavandería universal mediante una curiosa apelación, que detuvo la extradición en curso —de Bélgica a los Estados Unidos— del clérigo Abú Hamza, reputado como secuestrador, terrorista y fundador de un campo de entrenamiento de Al Qaeda en Oregon, porque hay el riesgo de que reciba cadena perpetua, y ello podría ser un castigo inhumano. Puritano extremista y adúltero probado, Hamza se ha distinguido por esparcir el odio e incitar al asesinato en su prédicas, pero hay quienes opinan que unos poquitos años de estar guardado le harán reflexionar y volverá a las calles a predicar amor y concordia. Y si así no lo hiciere, sus valedores del Tribunal no deben de encontrar mayor peligro en que quien tiene el rango de imán continúe esparciendo entre sus feligreses el rencor y la saña propios de un juez convertido en verdugo.

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Conciencias fotogénicas

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Cuesta menos trabajo entender a un verdugo ignorante, fanático y despiadado, que a un tribunal piadoso con los matones. No es de dudar que al cabo resulte más dañino éste que aquél. Echemos, si no, cuentas de conciencia: mientras el despiadado está claro, pedrada tras pedrada, de que hace un gran servicio a la sociedad, el piadoso tiene mala conciencia, y antes que nada le urge sacarle brillo: juzga para no ser después juzgado, y ya sabe que de este lado del mundo la imagen de piadoso añade fotogenia. Finalmente, nadie puede medir el daño que ocasiona la piedad para con los discípulos del odio. Y en cambio sí podemos calcular lo que puede sufrir un orgulloso asesino múltiple recluido en una celda de máxima seguridad. ¡Cosita, pues, qué triste! Hay que ayudar a esos pobres muchachos, ¿cierto? Mostrarles el camino, enseñarles la senda de la tolerancia. Que no tiren pedradas, por ejemplo. Que no fabriquen bombas. Que cualquier día de estos terminen de aprender que los infieles somos retetiernos.