miércoles, junio 30, 2010

Elegir-Pedro Ángel Palou (Diario El Columnista 29/06/10)

Este es mi última colaboración antes de las elecciones del 4 de julio. Esta es una semana sin encuestas, desde el miércoles además sin propaganda política, apta para la tranquilidad y la reflexión. O al menos esa es la idea de la ley electoral. Los ánimos en Puebla se han caldeado pero siguen siendo casi ausentes las propuestas originales (o si las ha habido las ha opacado la gritería y la suciedad).
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Hace tiempo que yo dije aquí mismo que había que encender los ánimos electorales con propuestas, que debíamos inyectarle al proceso pasión, no sólo marketing electoral. Ya todo lo que hayamos dicho es irrelevante para el único tema que les interesa a los candidatos por ahora, el día domingo.
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Y el día domingo viviremos un escenario inédito en Puebla: la guerra de las estructuras. Obviamente será quien mejor sepa movilizar el voto el día de la votación quien obtenga el mejor resultado. La mayoría de las encuestadoras serias hablan de un virtual empate técnico, lo que quiere decir que en materia de preferencias, de percepción, aún no hay nada para nadie. A partir de ese presupuesto es que deberían hacerse todos los análisis. Esta es la elección más reñida –no más competida, pues la competencia implica otras reglas de urbanidad democrática que nos hemos pasado por el arco del triunfo-, la única en la historia reciente en la que un candidato de oposición logra imponerse frente a la marca PRI y su peso gubernamental (aunque, curiosamente, se trate de un expriísta). Es la primera vez en que el partido que ha gobernado ochenta años de la vida de Puebla pueda no despachar en Palacio en 2011.
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La guerra de las estructuras, decía. Estamos de acuerdo. Pero también la posibilidad hoy aún inédita y que dará seguramente pasto para los politólogos, de un importante votoswitcher –indeciso, se dice en español- que ante ciertos actos de campaña (un mal debate, llenar el Estado Cuauhtémoc) puede decidirse, ir el domingo a votar pensando que no está tan lejos la posibilidad de un cambio real. Ese votante inmóvil que se moviliza a sí mismo no es permeable por las estructuras, pero representa más del diez por ciento de la votación real.
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No es posible que la única movilización social importante en Puebla haya consistido en lograr que nos descuenten una hora en Angelópolis. Es la clase media lábil y miedosa la que puede hoy salir y hacer una diferencia histórica que no está en el manual electoral.
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Si eso no pasa, serán sí las estructuras las que decidan el domingo. Por un lado las consabidas del PRI y de su burocracia (de los distritales a los seccionales y a los jefes de manzana, las famosas pirámides, tu llevas diez y cada uno lleva diez a la urna; más los cien pesos, la comida y la movilización real con camiones y dinero) y por otro, la de Elba Esther que mostró comportarse como aplanadora en el caso de Baja California aplastando a Hank y su fortuna neta…
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Como nunca en Puebla, también, se quintuplicaron los observadores electorales. Observar una elección no consiste sólo en acompañar la transparencia del día de la elección, debería consistir en seguir cuidadosamente el proceso electoral. En el caso de Puebla estas cansadísimas campañas, de tres meses, están llenas de irregularidades que pueden empañar el día domingo (y aquí, como dice un amigo es tan cochino uno como marrano el otro).
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Valga por eso una consideración económica. Cuando la transición democrática, hace más de quince años, todos estuvimos de acuerdo en las grandes cantidades de dinero que necesitaba nuestra democracia niña. La pregunta ahora ya no es para Woldenberg y el antiguo IFE que era legítimo, sino para las autoridades electorales, los partidos políticos y los candidatos actuales, ¿les parece justo gastarse el dinero de nuestros impuestos en un cochinero de campañas, ausentes de propuestas, llenas hasta el cansancio de descalificaciones? A mí no. Creo que hay que retirar el dinero público cuanto antes de la democracia mexicana. Que sean los candidatos quienes consigan, como en los países desarrollados, sus recursos.
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Es la ley electoral la que tiene que madurar –junto con los ciudadanos a quienes el secuestro de la democracia por los partidos políticos han borrado del mapa. Y urgen cambios que hagan también de nuestra democracia algo más que una democracia electora (reelección en ciertos cargos, plebiscito y referéndum son reformas impostergables).
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Mientras tanto con esta muy imperfecta democracia los poblanos debemos salir el domingo a votar. Es una decisión personal, libre y secreta. Pero que no nos confundan los discursos fresas del voto nulo. Ya nos sale demasiado caro que haya democracia como para echarla en saco roto. Uno u otro candidato a lo mejor sólo ganan por diez o veinte mil votos (ya cincuenta mil serían contundentes en este escenario). Y el que gane debe comprometerse a co-gobernar, a acabar con todo autoritarismo, todo caciquismo. Debe empezar a gobernar con transparencia y rendición de cuentas. Debe dar los pasos para modernizar políticamente a Puebla y lo tiene que hacer como su primer acto de gobierno.
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Sólo quien así empiece será digno de la confianza ciudadana. Y esa Puebla del futuro que anhelamos todos tiene que ser, ya, por fuerza, una Puebla de los ciudadanos. La política al servicio de las grandes causas, la ética como el sustento de cada acto de gobierno.
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¿Es mucho pedir? ¿No que querían nuestros votos?

martes, junio 29, 2010

Estamos muy lejos de todo (Diario Milenio/Opinión 29/06/10)

[para que Gruel siga con su tesis]
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Entre 1942, la fecha de su arribo a América, y 1953, año en que volvió a establecerse en Francia, Max Ernst emprendió un viaje singular que lo llevaría al norte de México, apenas del otro lado de la frontera con Estados Unidos, justo a ese sitio donde da inicio el intrincado macizo de montañas conocido como La Rumorosa, ahí donde se encontraba ya languideciendo desde entonces el conjunto de edificaciones llamado Campo Alaska. Poco se sabe de esta extravagante excursión que Ernst llevó a cabo sin compañía alguna, en 1946, puesto que en un mutismo cuidadosamente elegido y, por lo mismo, extraño, decidió expurgar de sus diarios y cuadernos de notas cualquier mención de su visita. El guía de Mr. Ernst en Campo Alaska, un ingeniero taciturno que poco ya recordaba del alemán, su lengua natal, no pudo dejar de hacer anotaciones, sin embargo, en hojas cuadriculadas partidas a la mitad. A ese conjunto de notas él eventualmente lo llamó sus Papeles Personales. Una rápida pesquisa en los archivos de la localidad me reveló que en un día indeterminado de marzo:
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Mr. Ernst paseó cabizbajo por las lomas parcas, recogiendo aquí y allá piedras o alambres. A veces se detenía a ver el cielo azul, respirando hondo y sonriendo, se diría que a su pesar. Aunque se lo ofrecí con amabilidad, se negó a probar alimento durante la mañana y, en cambio, se entretuvo por horas armando figuras peculiares con los alambres que encontraba a su paso. Eso hizo por horas: caminaba, miraba el cielo y, mientras tanto, sus manos formaban las figuras que, luego, sin pensarlo demasiado, arrojaba otra vez hacia el camino pedregoso.
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El guía de Mr. Ernst, como llamó a su invitado las dos veces que lo mencionó en sus Papeles Personales, no le otorgó demasiada importancia a las “peculiares figuras de alambre”. Describió someramente algunos de sus contornos, en efecto, pero en ningún lugar dejó constancia de que las hubiera recogido del “camino pedregoso” o de que le hubieran gustado. Resulta evidente que el ingeniero alemán no tenía la menor idea de quién había sido el hombre canoso que un superior había tenido a bien poner a su cargo durante una jornada de 48 horas.
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Una excursión tan extravagante como la que emprendió Max Ernst en 1946 me llevó a Campo Alaska a inicios del 2009. No iba sola, como Ernst en aquel primer año de la posguerra, sino en compañía de mi hijo y de una amiga a quien le gustaban estos viajes intempestivos. Si alguien me preguntara ahora por qué elegimos las ruinas de un viejo manicomio a los pies de unas montañas secas como lugar de paseo de fin de semana, no tendría respuesta alguna para eso. Si existiera la interrogante, no me quedaría otra alternativa más que callar. Sucedió sin que lo pensáramos demasiado, eso es cierto. Yo había realizado una investigación por años enteros sobre el Manicomio de La Castañeda, establecido en 1910 en la Ciudad de México, y desde entonces cualquier mención a hospitales psiquiátricos llamaba mi atención. Esto podría funcionar a manera de vulgar explicación. Las fotografías que aparecieron en la pantalla de la computadora, en todo caso, nos convencieron.
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Llegamos un poco después de medio día y, tal como lo habían sugerido las imágenes cibernéticas, las tres edificaciones que componían el complejo de Campo Alaska estaban en ruinas. Sin techos, traspasadas por pintas de colores, cubiertos aquí y allá por el blanco de la cal, el antiguo hospital para tuberculosos y la escuela primaria y la casa de gobierno que solía hospedar durante el agobiante verano mexicalense al personal de alto rango del gobierno estatal provocaban una extraña melancolía. El único edificio que la remodelación había logrado sacar de su natural deterioro era el manicomio, convertido ahora en pequeño pero bien organizado museo. De un breve recorrido por sus salas logré recordar las argollas minúsculas pero fuertes que sobresalían de varios lugares del piso y las fotografías de la construcción del Camino Nacional, iniciado en 1916.
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—¿Ve eso? —preguntó el vigilante del museo, señalando las argollas.
Incliné la cabeza para indicarle que, en efecto, las veía.
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—De ahí los encadenaban —dijo en voz baja, como si en realidad no quisiera brindar ese tipo de información.
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—A los furiosos, supongo —contesté, acuclillándome frente a una de las argollas y estirando la mano para poder tocarla.
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El tiempo. El paso del tiempo.
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—A todos en realidad. No siempre, pero a todos en realidad —aclaró—. Nunca hubo suficiente personal, sabe. Y pues estamos lejos de todo.
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Miré alrededor. No era difícil comprobar lo que decía. El cielo tan azul. El ruido hosco de las ráfagas del viento. Estábamos lejos, ciertamente. Lejos de todo. Lejos incluso de nosotros mismos. La sensación pronto me provocó un leve mareo y, luego, cosa que atribuí al exceso de café, náuseas.
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Deseaba alejarme del Museo-Manicomio pero, al mismo tiempo, quería estar lo suficientemente cerca de mis acompañantes. Caminé a paso lento, eligiendo los caminos más empinados para evitar perderme en la lejanía. No toqué nada hasta encontrar el árbol perfecto y, bajo el árbol, del que luego supe el nombre: piñonero, la piedra redonda y suave que me sirviera de asiento. Sobre ella me quedé inmóvil, viendo el cielo. Desde ahí estuve lo más lejos. Incesante, el ruido del aire. Altísimo, el cielo tan alto. La devastación. Hasta allá llegaban, entremezclados con el ulular del aire, los ecos de los gritos de mis compañeros de excursión cuando encontraban algo. Asumí, equivocadamente ahora lo sé, que la causa de la sorpresa y el gusto serían las piedras. Cuando por fin regresaron, sudorosos y exultantes como les corresponde a los naturalistas de cepa, mi hijo traía las manos llenas de unos extraños alambres oxidados que parecían representar algo.
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—Mira —dijo, extendiendo las manos con orgullo—. Te los regalo —añadió sin esperar siquiera a registrar mi reacción. Guardé silencio al observarlos con cuidado y, luego, al tocarlos. Guardé silencio cuando, después, los deposité en una caja cualquiera e intenté olvidarlos.
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—Podría ser algo así –me dije. Pero sacudí la cabeza y me dediqué a pensar en cosas más productivas o, al menos, reales. Max Ernst alguna vez dijo: Pero yo guardo en mi santuario la cabeza y los brazos que han tocado el trueno.

"Monsi, el imprescindible"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista”-23/06/10)

Cuando empecé a colaborar en las páginas de El Columnista con mi columna semanal: “El guardián del diván”, uno de mis primeros tenía como fin conmemorar los 70 años de vida del ubicuo Monsi. Quién diría que, hoy, me encontraría escribiendo un texto para invitar a ustedes, los lectores, a que no lo olviden, pues desde el sábado pasado se ha convertido en el colaborador y cronista de un más allá.
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Monsi en vida fue cronista, narrador, ensayista y periodista, ah claro, ¡coleccionista por más de 30 años! de diversos objetos como alcancías, calendarios, luchadores, comics, maquetas, álbumes y de obras de diversos autores reconocidos: Claudio Linati, José Guadalupe Posada, Andrés Audiffred, Constantino Escalante, Ernesto García Cabral, Leopoldo Méndez, Abel Quezada, Ríus, Teodoro Torres, Roberto Ruíz, Teresa Nava, Francisco Toledo y Nacho López, vaya hasta gatos llego a coleccionar nuestro prolífico e indispensable autor. Liberal en su ideología.
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Pero ¿realmente hemos perdido a Monsiváis? A Monsi, como le dicen sus lectores y amigos con cariño, sólo dejaremos de verlo constantemente. Sus opiniones ya escritas, ya televisivas, ya radiofónicas son las que no volveremos a ver. Pero a Monsi no lo hemos perdido, al contrario, a partir de su muerte hemos obtenido la vitalidad eterna de su palabra. Fuentes lo dijo de mejor manera: "No hemos perdido a Carlos Monsiváis; un escritor no se muere porque deja una obra. No se pierde a Monsiváis: se ha ganado a Monsiváis para siempre". Probablemente extrañaremos su apunte crítico en el momento preciso, otros sentirán un gran vacío al ya no volver a verlo caminar por las calles del DF en busca de alguna cosa coleccionable y desde luego, como señaló Elenita unos más, sus allegados, extrañarán sus llamadas. Empero, nos queda mucho más de lo que creemos.
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¿Qué nos queda? Desde luego su imprescindible obra, la cual debemos releerla y leerla para aquellos que no han tenido la oportunidad de acercarse a sus diversos ensayos y crónicas. Quizá nuestra responsabilidad más importante, para los que ya leímos parte de su obra, es la de convidar y apasionar a las nuevas generaciones para que se acerquen a todo lo escrito por Monsi. Obra que se caracterizó por ser variopinta pues fue capaz de hablar de varios temas como la “Familia Burrón, María Félix, José Revueltas, Salvador Novo, Raúl Velasco, y hasta de Hugo Sánchez. Monsiváis Aceves, inconmensurablemente rebelde sin tapujos; tremendamente irónico y contestatario, se atrevió a polemizar con la “gran caca literaria” que es Octavio Paz. Pues a diferencia del autor del “Laberinto de la soledad”, el Pikachu mexicano (denominado así por Ana del Sarto en la “Revuelta” número 5”) fue sencillo, simpático, nada odioso, hubiera sido imposible no simpatizar con él, aunque sea una vez. Definidor de lo mexicano. Todólogo. Hagiógrafo. Ironista. Utopista. Populachero. Autor hecho en México de y para el pueblo. Autor que en vida estuvo fue un constante luchador social, casado con la izquierda pensante, y no con la vociferante. Etapa que algunos pudimos conocer ya sea a través de la breve crónica que Pitol, su eterno amigo, nos ofrece en “El arte de la fuga” de un joven Carlos repartiendo volantes en solidaridad con Guatemala o que, como yo, algunos pudimos verlo apoyar a AMLO en el zócalo capitalino pidiendo el “Voto x Voto, Casilla x Casilla “, causa de la cual supo mantener su distancia y ejercer la crítica debida cuando los caminos se desvirtuaron al tomar las calles del DF.
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Sin duda, hacer que otros se acerquen a Monsi, no será una tarea tan complicada, pues Monsi quiso educar a su pueblo. Un México que si no fuera por la voz de Monsi no habría enterado de la condición de las diversas minorías sociales que lo conforman, las cuales defendió con ahínco. Un México que si no fuera por la pluma de Monsi, seguiría sin saber el por qué y el cómo se ha ido configurando el nuevo México.

lunes, junio 28, 2010

El set infinito (Diario Milenio/Opinión 28/06/10)

Las neuronas atletas

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Esa tarde, lo inaudito me pescó en el teléfono. Le puse, por lo tanto, mi atención dividida, y hasta lo desprecié, por incongruente. Había dejado muda la televisión; me entretenía con el auricular esperando no obstante comprender las imágenes que desfilaban por la pantalla. Cosa imposible en numerosos casos, pero a medias probable en los deportes, más que nada merced al marcador, presente en una esquina de la pantalla. Y allí estaba el entuerto: a medio marcador. “¡Pero qué estúpidos!”, comenté en el teléfono, con algún descreído desconcierto. Entiende uno que por pocos segundos el marcador registre un disparate, no así que éste se instale por minutos sin que alguien lo señale y sea corregido. Me expliqué en el teléfono: “Estoy viendo un partido de tenis, pero según el marcador es basquetbol.” ¿Qué exactamente quería decir aquel 46-45 en la primera ronda de Wimbledon? ¿Nuevas reglas, quizás, para sorpresa y horror de todos? No bien colgué el teléfono y subí el volumen, entendí que se disputaba en el All England Tennis Club el primer set infinito de la Historia, y muy probablemente también el último.

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“Me gustaría ver las estadísticas”, comentaría John Isner tras disputar siete horas el mismo set, todavía inconcluso al cabo de 118 juegos al hilo. Su rival, Nicolás Mahut, recién había dado un heroico salto de tigre sobre la cancha, y aterrizado luego de panzazo, en una de las tantas desmesuras a las que, ahora sabemos, conduce la pelea por un set infinito. Habían sonado las dos de la tarde cuando los contendientes retornaron a la cancha dieciocho, listos para jugar la quinta manga de un partido iniciado el día anterior a las seis de la tarde e interrumpido por falta de luz, cuarenta y cinco juegos más tarde. Es decir que ninguno llegó fresco, aunque habrán esperado que en cuestión de una hora, con suerte sólo media, estarían de vuelta en el vestidor. Mas antes que los números del sentido común estaba la obsesión por la pugna mental que cumplía ya veinte horas de disputa. Cree uno saber los límites del cuerpo, cual si el cerebro no fuera parte de él. Dejar un duelo a medias es sentenciar a incontables neuronas a cumplir horas extras ilimitadas, por más dormido que se piense el usuario. Y por más que deslumbren los números de un set infinito, ninguno alcanza para consignar la proeza de sostener un duelo estratégico mientras el cuerpo pega y corretea sin apenas parar, a lo largo de siete horas continuas.

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Maratón de maratones

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Es posible que el Guinness de las marcas mundiales merezca, como ya se ha dicho, la jerarquía de libro-más-idiota-del-mundo. No tanto por los hechos que registra, la mayoría insulsos y no pocos ñoños, como porque juntarlos y revolverlos equivale a mostrar lo extraordinario de una forma en extremo ordinaria: lo meritorio al lado de lo accidental, la odisea confundida con la promoción, el rigor en las manos del narcisismo. Experimenta uno angustia narrativa cuando presencia un hecho extraordinario, pues teme que de ahí a un par de meses, o semanas, o días, él mismo descreerá de cuanto vio y oyó, si ya la desmemoria le habrá robado el alma a esos instantes que parecían eternos y de los que no quedan sino cifras e imágenes, ninguno ya bastante para causar el pasmo original, amén de esa ilusión de permanencia que suele dar la Historia cuando se escribe enfrente de los pasmados.

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La cancha 18 del All England tiene un cupo modesto para la imparidad de la ocasión: 782 espectadores allí donde, según informa la guía del torneo, puede escucharse hasta el mismo resuello de los jugadores. “Es como un maratón”, declaró Venus Williams, anclada a uno de esos preciosos lugares, y en un instante procedió a corregirse: el duelo entre el francés de 1.91 metros y el americano de 2.06 —ambos a todas luces gladiadores— equivalía a varios maratones. Y ya ni hablar del desgaste mental. Pelear durante siete horas por un set, y añadir una más al día siguiente, luego de las primeras tres del anterior, es un empeño necio y no se entiende sin equipararlo con una lucha a muerte donde quien hace las grandes jugadas ya no es el deportista, como el instinto de supervivencia. Jugar épicamente, hasta el fin del aliento, como si el mundo fuera a acabarse mañana. Ir contra la prudencia elemental y aplicarse a luchar en la primera ronda como si fuera el partido final. Disputar esas siete mil quinientas —la diferencia de una ronda a otra— como si fueran el millón de libras que de aquí a siete duelos va a llevarse el campeón, a sabiendas de que un desgaste así cancela de antemano el porvenir. Pelear por nada, al fin, y en ese trance jugárselo todo: puro romanticismo con raqueta.

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Buzkashi sin caballo

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Nunca antes se había dado un premio a un jugador en la primera ronda, y en la cancha 18 lo mereció de pasó el juez de silla, Mohamed Lahyani, “por controlar el juego y a sí mismo” en el partido más largo de la historia. De manera que hasta Isabel II, esa tarde presente en la cancha central luego de no poner Sus Reales Pies allí durante décadas, fue noticia pequeña frente al milagro de Isner y Mahut, que a puro pundonor redujeron a trizas las leyes de la probabilidad. Si ellos habían, al cabo, jugado un set de ocho horas y alcanzado un 70-68 que da miedo, de puro inconcebible, el infinito era una opción más. ¿Cómo no distinguir en el aire circundante un tufillo tramposo a inmortalidad, si al fin de eso se trata la gesta de los dos jugadores más tercos del mundo?

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No cabe en este espacio la cantidad de cifras involucradas en el set infinito. Para hoy, las hay por cientos en internet, así como toda suerte de crónicas periodísticas extensas, detalladas y atónitas. Personalmente, me temo que para encontrar antecedentes de similar nivel sea preciso ir hasta el Coliseo romano, o acaso a esas montañas afganas donde por días y noches se jugaba a fuetazos el buzkashi, consistente en pelearse a caballo el cuerpo de un carnero degollado. A todo esto, el partido se lo llevó John Isner; y perdió al día siguiente en una hora y catorce minutos. Faltaba esa pequeña cifra frívola.

Pedro Ángel Palou en "Primero el Mundial" hablando sobre la eliminación de México ante Argentina

domingo, junio 27, 2010

60 maneras de conocerme

NOTA IMPORTANTE: Esta lista tiene una deuda inmediata con mi Kurá, por ayudarme a nadar en lo que me atormenta.

1. Me considero adicto a la Coca-cola.

2. Soy hereje.

3. Extraño a mis abuelitas: Salud y Juanita.

4. El primer libro que leí fue “Macario” de B. Traven y hasta la fecha no se me olvida la historia.
5. Soy un lector demasiado joven. Gracias a la guía de Pedro Ángel Palou –amigo y maestro- comencé a leer en serio. Estamos hablando del año 2004 aproximadamente, antes de eso lo único que tenía leído era “Diablo Guardián” de Xavier Velasco, “Macario” de B. Traven, “Momo” de Michael Ende, “Extraños peregrinos: doce cuentos” de Gabriel García Márquez, “Che. Sueño rebelde” A. A. V. V.; y sí, uno que otro de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. Ahora ya van cerca de 220 libros.

6. Mi mayor trauma es no haber podido seguir jugando fútbol. Cuando realmente tenía la oportunidad para poder hacerlo. Razón por la cual odio a mis papás.

7. Reprobé el primero de secundaria en el Benavente al propósito, era la única forma de huir de ese pinche colegio de mierda. Razón por la cual mis jefes no creen en mí y me consideran un fracasado.

8. Mis primeros verdaderos amigos son: Ingo Escutia Kobe y Fernando Gil.

9. Si Dios tuviera una representación a mi modo de ver tendría que ser como el “Che” Guevara.
10. Creo en Porfirio Díaz, Morelos, Zapata, Riva Palacio, Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez, por encima de cualquier otro prócer mexicano.

11. Suelo desconcentrarme con mucha facilidad.

12. Odio fallarle a la gente.

13. Cundo se murieron mis abuelitas, yo soñé con ellas, dos días después antes de que pasará y se despidieron de mí.

14. En el 97 Jugando soccer le rompí la jeta al hijo de Alfredo Tena, cuando este jugaba en el Instituto Damicis de Puebla y su padre dirigía al Puebla, por segunda ocasión.

15. Siempre logro lo que me prometo.

16. Llegué a pensar en dejar la escuela por las críticas de la gente que me odiaba.

17. Me gusta pisar las hojas secas en otoño.

18. No sé nadar, ni patinar, ni andar en bicicleta.

19. He perdido a mucha gente valiosa y no valiosa, por mi orgullo y mal carácter.

20. Disfruto mucho el estar solo.

21. No soy mucho de arreglarme, más bien todo depende de cómo me encuentre de humor.

22. Me gusta cocinar, aunque se muy poco.

23. Mi color favorito es el negro.

24. Hace un par de años soñaba con dar clases de literatura, ahora lo hago y no he podido desenvolverme cómo pensaba que podía hacerlo.

25. Mi papá y mi mamá me pegaban de chico porque no me aprendía mis apuntes.

26. Tengo una memoria bastante mala. No suelo acordarme de lo inmediato, pero sí de lo pasado.
27. Tengo hueva todo el tiempo.

28. Le tengo miedo a las víboras, no puedo ni verlas por televisión o fotografía.

29. Alguna vez fui Scout, integrante del movimiento Rotario a través de Interact, donde llegué a destacar muy pronto; pero me aburrí de la rutina y de la hipocresía.

30. No me gusta mi físico, siempre me he sentido incomodo con mi persona.

31. Me gusta usar barba porque es una forma de protección. El no tenerla me provoca mucha vulnerabilidad.

32. Siempre quise usar lentes, creo al propósito busqué quedar medio ciego. Ahora que los tengo, me siento un poco más seguro, sin ellos siento que falta una parte esencial de mi persona.

33. A pesar de uno se forja su futuro, también es cierto que se es víctima de las circunstancias. Creo en esto.

34. Nunca tuve amigos imaginarios de chico.

35. Me gustaba jugar a la comida, al marido y mujer, a las muñecas con mis primas.

36. Soy muy inseguro.

37. Soy muy sensible, es fácil que las personas me lastimen.

38. Pierdo fácilmente la confianza en mi persona y eso hace que abandone muchos proyectos y tire todo a la basura.

39. Llevo un buen rato atorado con la escritura, es tal mi sequía que estoy considerando hacerme a la idea de que no sirvo para dedicarme a la creación de textos literarios.

40. No sé escribir cosas felices, casi siempre tiendo a los textos cargados de soledad, abandono y desencantamiento del mundo.

41. Tengo miedo a ser feliz, quizá eso explique mis tendencias a tener relaciones tormentosas.
42. Mi pasado amoroso, todo, ha sido incomodo, doloroso y traumatizante. Ahora me cobra factura, pues por fin encuentro una relación sana y pareciera que poco a poco la estoy echando a perder.

43. Me molesta la gente que no puede estar en silencio ya oral, ya escrito.

44. A pesar de que tengo una hermana y la amo mucho, por las vivencias vividas y los aprendizajes compartidos, Alejandro García Godínez (mi primo) lo considero como un hermano mayor que nunca tuve.

45. A diferencia de Monterroso, yo no creo que la amistad con un escritor afecte la forma con la cual se puede leer a los escritores, al contrario, mejora la experiencia.

46. La envidia, la crítica y el odio que otros me tienen; me alimenta a seguir por donde voy.

47. Trabajo mejor a presión, que sin ella.

48. Si fuera una película sería “Un gran chico”, que también es un libro y fue escrito por Nick Hornby.

49. Si fuera una canción, sería “Cruzando los dedos” de Gerardo Pablo.

50. Si fuera un libro sería “Quien dice sombra” de Pedro Ángel Palou.

51. Sin embargo, no puede ser una sola canción, un solo libro o una sola película; parafraseando a Monsiváis: yo soy toda mi biblioteca, videoteca y discoteca.

52. De niño solía imitar a Michael Jakcson.

53. Nunca conocí a ninguno de mis abuelitos, pero si pudiera elegir, me gustaría que fuera como Sergio Pitol.

54. A pesar de que los gustos por alguna música, artista o lo que sea, son muy subjetivos; me puede cuando la gente se mete con ello, porque de una u otra forma siento que es un rechace hacia mi forma de ser.

55. Le tengo miedo a las alturas, sobre todo a la caída.

56. Le tengo miedo al fracaso.

57. Tengo la loca manía de coleccionar muchas cosas.

58. Suelo apegarme mucho a mis pertenencias. Me definen de igual forma que mi biblioteca.

59. Mi cuarto es mi pequeño gran universo y no me gusta que se metan con él.

60. Me siento afortunado de llevarme con gente destacada e importante, y sobre todo de recibir un poco de afecto de su parte: Pedro Ángel Palou, Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Nacho Prado, Cristina Rivera Garza, Mario Bellatin, Alberto Chimal, Guillermo Samperio, Xavier Velasco, Sergio Pitol, Niktelol Palacios y otros que se van.

Extra 1: Si no me va ayudar a destacar, no me interesa. Tengo un afán tremendo por el protagonismo.