sábado, junio 19, 2010

El año de la muerte de José Saramago-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión 19/06/10)

No sé si las barbaridades con que los lectores de periódicos virtuales reaccionan al pie de los artículos sean fieles a alguna clase de espíritu —democrático y horizontal—, del tiempo que nos va tocando. Sospecho que no: que más bien es una sola clase de lector quien desespera por emitir una opinión y que, por lo mismo, no es el más reflexivo.
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Tengo la impresión de que la cobertura electrónica de la muerte de José Saramago —una noticia, en realidad, de una sola línea: “José Saramago no va a escribir más”— ha sido víctima de la misma urgencia que le resta legitimidad a lo que el escritor Emiliano Monge llama “el bloguetariado”: como supone reacciones inmediatas, agrega a lo único que hay de sustancia en la noticia elementos más bien anecdóticos que aderezan la duración de la nota.
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Se ha hablado ya por 24 horas a este momento del estalinismo del escritor portugués, de su feroz oposición pública a la política exterior de Israel, de su angustia frente a un mundo que, contrapronóstico, se volvió posnacional siguiendo a los CEO de las grandes corporaciones y no a sus trabajadores —que dependiendo del país en el que vivan, siguen igual de apretados que antes. Y la verdad es que ninguna de las opiniones de Saramago tendría más importancia que la de alguno de los abuelos mediterráneos de izquierda o derecha, de no ser porque escribió novelas como El año de la muerte de Ricardo Reis o La isla de piedra.
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No tengo idea —no la puedo tener— de la fruición con que Saramago escribiría sus artículos periodísticos, mucho menos del tipo de viaje de adrenalina en que lo colocaría declarar en grande durante sus frecuentes tours ideológicos, pero la hiperproductividad literaria con que se convirtió en un escritor global a partir de sus 40 años me hace suponer que no le dedicaba al asunto más cabeza que la que le dedicó —antes del reconocimiento— a la venta de seguros. Ser radical no era su trabajo, sino lo que le permitía ejercerlo.
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Saramago era novelista, y uno espléndido, aun si algunos de sus libros tardíos agregaban a lo obvio —El hombre duplicado simplificaba tanto los dilemas del liberalismo que recordaba más a Michael Ende que a Thomas Mann— y algunos de los tempranos eran demasiado duros para la parte gruesa de sus lectores: recuerdo la lectura que hice hace muchos años de la edición de Seix Barral de Memorial del convento como una revelación indudable, durante la que costaba mantenerse despierto.
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El magisterio de un autor se puede medir por las libertades que le dejó a los que le siguieron y la de Sarmago es una herencia cuantiosa a un nivel que tal vez todavía no podamos descifrar. Fue un escritor duro, tan leal a sus estrategias discursivas, que en lugar de adaptarse a los lectores, forzó a una generación a entenderlo. Descubrió que una frase puede tener tantas cláusulas como las que requiera el autor para decir lo que tenía que decir; cambió la forma en que se encara el diálogo entre los personajes de un relato; resucitó al punto y coma, que tal vez represente el único tipo de pausa que podemos tolerar los pasajeros de la posmodernidad; liberó a la escritura de convenciones ortográficas que nadie ha vuelto a extrañar: si Alejandro Rossi decía que cuando veía un “mas” sin acento sacaba la pistola, Saramago nos enseñó que la escritura amplifica tanto la realidad que no requiere signos de admiración, ni de interrogación, ni comillas. Renovó los parámetros de la tradición fantástica regresándola a su origen kafkiano y demostró que la novela es irremediablemente política.
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Dice José Emilio Pacheco que a los escritores, como a los toreros, hay que recordarlos por sus grandes tardes. Tiene razón: ni el genio habita a nadie a lo largo de toda su vida, ni un autor está obligado a nada más que a ser fiel a sus ideas y la voz con que le costó tanto trabajo aprender a enunciarlas. La muerte de Saramago representa el silencio de toda una concepción de la escritura, pero no su desaparición; está en la lista de los autores que, otra vez, nos enseñaron a contar.

martes, junio 15, 2010

Equivocarse-Pedro Ángel Palou (Diario El Columnista 15/06/10)

¿Ha pensado usted, en el momento en que emite su voto en que quizá –sin importar a cuál candidato prefiera- pueda equivocarse? Yo creo, por ejemplo, que muchos se han arrepentido de haber sufragado por Vicente Fox, algunos menos por Felipe Calderón, el presidente amnésico (se le ha olvidado todo, por ejemplo que iba a ser el presidente del empleo, que bajaría el precio por el consumo de la luz, y un sinfín de etcéteras que a mí también se me olvidan, así de hueras son las promesas de campaña cuando no se comparten ideas). A mí casi todos mis sufragios, incluso aquellos que más he pensado, no me han salido como esperaba. No sé, de plano si se trata de un mal endémico del político, quedar mal, o de mi mal tino electoral (suponiendo, además, que el candidato por el que voté gane, cosa que casi nunca me ha ocurrido).


Sé, con honda convicción, que no me equivoqué al votar por Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 (aunque se haya caído el sistema y con su hierático rictus Manuel Bartlett le haya dado el triunfo a Salinas Recortari, ¿alguien recuerda ese apodo? ¿o el del chupacabras?). No, es que la memoria del mexicano es muy corta.


Todo esto viene a cuento si pensamos en que en medio del fragor mundialista los poblanos iremos a las urnas el 4 de julio. ¿Por quién votará usted para gobernador? ¿Por quién para presidente municipal? ¿Cuál su diputado o diputada? Estas serán, qué duda cabe, las elecciones más disputadas de la historia reciente de nuestro estado y, sin embargo, hay una curiosa ausencia de emoción en los votantes, como si la vida ocurriera en otra parte. En otras semanas he intentado dilucidar esa apatía y he llegado, creo que con cierto tino, a afirmar que el problema es, estrictamente, de índole cualitativo (porque cuantitativamente estamos infestados de propaganda). No se han debatido ideas interesantes para Puebla, no se nos ha convencido de que tal o cual propuesta sea la adecuada.


Hasta las campañas sucias han carecido de imaginación, y eso que las aborrezco.


Por ejemplo, la coalición del PAN, PRD, Convergencia y Panal no ha cumplido con un reto central: colocarse en una posición realmente de oposición al PRI-Partido Verde, ni aprovechar –por más que lo hayan intentado en el discurso- los tantos años sin alternancia política en el estado de Puebla. No han utilizado cierto antimarinismo muy beligerante en las épocas del escándalo de Lydia Cacho y hoy ausente a pesar de que javier López Zavala es el heredero del reinado (es más, muy pocos le llaman ya Delfín, un apodo que era parte ya del folclor local). Y no lo han hecho, quizá, porque tampoco pueden pintar de azul al candidato de su megacoalición, Rafael Moreno Valle, cosa que no es privativa de Puebla, de las 12 gubernaturas en disputa en ocho los candidatos a gobernador opositores al PRI son expriístas.


Cuando la minicoalición, en cambio, quiso demeritar el trabajo público del entonces priísta Secretario de Finanzas el lodo los salpicó irremediablemente. Porque del lado del PRI-Verde tampoco hemos escuchado la toma de posición de un discurso que piense en construir una nueva Puebla, una que urge y que aquí hemos intentado dilucidar cada semana. No se ha desmarcado así, suficientemente, de su predecesor quien aparece en todas las columnas de la última semana como su principal operador político. De la misma manera, la semana pasada el músculo magisterial quiso hacer contrapeso del otro lado. Mientras usted lee esto, sin embargo, los cuartos de guerra de ambos contendientes se preparan para el primer y único debate entre los candidatos.


Uno amenazó con dar una madriza, el otro lo acusó de miedoso. El problema de los debates en México –al menos desde que el hoy malogrado jefe Diego impusiera el estilo- es que se trata de un esfuerzo mediático por golpear para ganar aplastando, denostando, humillando. No para proponer, no para verdaderamente debatir. Si eso fuera el último debate nacional lo habría ganado, a todas luces, Patricia Mercado (y posteriormente su partido incluso perdió el registro sin base social para sus propuestas, demasiado extravagantes para este país que se quedó sin socialdemocracia).


¿Qué va a cambiar con el debate en la votación? Nada para los votantes duros, poco para los llamados switchers (qué feo apelativo para los indecisos), ya que unos cuantos se inclinarán por el que más golpee pero ninguno será convencido por ideas que modifiquen de una buena vez los golpeados destinos de los poblanos.


Y aquí vuelvo a mi tema: equivocarse en política, a la hora de votar, puede ser muy costoso. ¿Qué pasaría con otros diez años de retroceso político, financiero, empresarial con nuestro estado? ¿Cuánto más vamos a tardarnos en darnos cuenta de que es ahora o nunca? ¿Qué candidato puede lograr un cambio verdadero? Usted irá a la urna el 4 de julio, y si tienen razón algunos politólogos –como Raimundo García- apenas son poco más de cien mil votos lo que hará la diferencia (algunos piensan que se acortará a veinte mil votos, no lo creo, porque no están tomando en cuenta la altísima abstención). En la madrugada de ese día su voto será o ganador o perdedor, no hay alternativa. Y –después de una muy bizarra convivencia de seis meses entre un gobernador electo y un gobernador en funciones juntos por vez primera, cosa de la homologación- usted lo verá ejercer, a su candidato ganador o perdedor, poco importa, durante seis antidemocráticos años.


Porque nadie nos ha prometido una reforma integral de las leyes políticas de nuestro estado, una democratización verdadera de nuestra vida pública, una verdadera división de poderes, una separación real de las funciones de la contraloría del ejecutivo, una confianza en la madurez política de los poblanos, nadie.


Estamos con la partidocracia de la misma manera que nos encontrábamos en la época de don Porfirio: analfabetos, sumisos. No somos ciudadanos, somos pueblo, indiferenciado e ignorante a quien se le prometen baratijas pero no se le comparte un proyecto político. Es de lamentarse que no existan ciudadanos votables sin partidos políticos, contraviniendo la Constitución.


Pero es más execrable aún que no se nos propongan desde ya modos de entrar al banquete de la civilización y la madurez democrática. Mientras esto no ocurra votar o no votar no es la cuestión.

David Markson 1937-2010 (Diario Milenio 15/06/10)

Todavía recuerdo mi primer día en la tierra con David Markson. No recuerdo por qué andaba en Nueva York pero sí, y esto a la perfección, la manera en que me introduje a The Strand, una librería en la que suelo encontrar cosas que no busco pero que terminan siendo esenciales para mi vida. Ya no sé si recuerdo o invento la luz dorada que, oblicua, atravesaba los ventanales. Pero salta a la memoria el instante en que me fijé en la frase que decoraba la portada de un libro: “In the beginning sometimes I left messages in the street”. Compré Wittgenstein’s Mistress por eso, por esa frase. Lo compré junto con otros tantos, pero ése fue el que abrí de inmediato, sentada sobre la banca de un parque cercano. Creo que todo esto ocurría en el otoño, pero no podría juararlo en ningún momento.

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Voraz. Veloz. Atroz. La primera lectura fue así. No recuerdo cuántas horas me tomó leer el libro ni dónde exactamente terminé de leerlo, pero sí recuerdo el súbito acceso de llanto. La incredulidad. Nadie me había hablado de David Markson antes, y muy pocos lo hicieron después. Entre esos pocos estuvo David Foster Wallace, quien en más de una ocasión se refirió elogiosamente a los libros de David Markson: “Nada más ni nada menos el punto más alto de la ficción experimental en este país”. Lo cierto es que, justo como el narrador femenino de esa novela, volví la cabeza de izquierda a derecha creyendo o tratando de convencerme de que era la última sobre la tierra. La sensación, del todo apabullante, al leer Wittgenstein’s Mistress 15 años después de su publicación, fue la de haber desperdiciado mucho tiempo.

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Lo cierto también es que esa lectura vino a confirmarme algunas intuiciones que entretenía alrededor de lo que es, o debería ser un libro, al mismo tiempo que me abrió maneras alternativas de hacer esas mismas añejas preguntas. Tres tipos de novela que no es la novela de David Markson: las Novelas-Experiencia, las Novelas-Viajera, y la Novela-Ligue. Empecemos. Hay novelas que pretenden hacernos olvidar que son novelas.

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En lo que pareciera ser un triste caso de odio-contra-sí-mismas, existen ciertamente las novelas que hasta pretenden hacerse pasar por “la realidad” (la novela como experiencia o como expresión no mediata del yo). Hay novelas que tienen la intención de convertirse en intergalácticos transportes públicos que no tienen el menor empacho en prometer al lector inolvidables travesías por “universos” “reales” (la novela como agencia de viajes). Hay novelas que, en su modernista afán de seducción, incluso mantienen que el lector puede “entrar en ellas” (lo novela como una especie de ligue). En la páginas 12 y 13 de Vanishing Point, el libro que David Markson publicó en 2004, el autor aclara: “Non-linear. Discontinuous. Collage-like. An assamblage. As is already more than self-evident”. Luego: “A novel of intellectual reference and allusion, so to speak minus much of the novel. This presumably by now self-evident also”.

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Markson empieza la fragmentada trayectoria de esta novela con dos cajas de zapatos llenas de tarjetas bibliográficas y un autor cuyo nombre es Autor. Se trata de notas aparentemente aisladas que incluyen frases, ya sea de los artistas mismos o ya acerca de ellos, sobre sus procesos creativos, sus obras, sus tiempos. Autor, de vez en cuando, deja oír su voz sólo para decir que está cansado, que no recuerda si tomó o no tomó una siesta, que sus tenis parecen llevarlo a sitios equivocados.

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“Un decorador con visos de locura, así llamó Harper’s Weekly alguna vez a Gauguin”, escribe Markson. “Goethe escribó Werther en cuatro semanas./ Schiller escribió Guillermo Tell en seis”, asegura Markson. “Me gusta una buena vista pero me gusta sentarme de espaldas a ella. Dice Gertrude Stein”, dice Markson.

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Autor sufre de una ligereza inusual en la cabeza. Autor no se siente él-mismo. Autor tropieza con objetos y paredes que, de otra manera o antes, le resultaban familiares.

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Pregunta Marskon: “¿Fue La obra de arte en la edad de la reproducción mecánica el ensayo crítico más frecuentemente citado en la segunda parte del siglo XX?”. Dice Markson: “Terroristas. El cual fue de hecho el término escogido para categorizar a las novelistas góticas de inicios del siglo XIX”. Dice Markson: “Tacitus, de joven, defendiendo a otros artistas de la Eterna Vieja Guardia: Lo que es diferente no es necesariamente peor”.

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En la página 96: “Autor está experimentado con mantenerse fuera de esto tanto como puede ¿por?/ ¿Puede realmente decirlo? ¿Por qué no tiene la menor idea de cómo o a dónde se dirige todo esto tampoco?/ ¿Dónde terminará eventualmente este libro sin él?”.

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Las citas textuales aparecen, cada vez con mayor frecuencia, sin referencia alguna. Cada vez hay más datos sobre los lugares donde murieron otros autores. La cita anti-textual. La cita fuera del texto: “La ilusión de que el Azul Profundo era algo pensante”.

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Sobre Virginia Wolf y sobre Autor, sin transición alguna: “La experiencia que nunca describiré, Virginia Wolf llamó así a su intento de suicidio./Tengo la sensación de que me volveré loco. Oigo voces y no me puedo concentrar en mi trabajo. He luchado contra eso, pero ya no puedo luchar más./ Los recuerdos matutinos del vacío del día anterior./ Su anticipación en el vacío del día por venir”.

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“Ravena, Dante murió ahí”, escribe Markson. “Milán, Eugenio Montale murió ahí”

“Giuseppe Ungaretti anche”.

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Incluso un guiño a La Amante de Wittgenstein: “Alguien vive en esa playa”.

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Selah, que marca el final de los versos en los salmos, pero cuyo significado hebreo es desconocido./ Y probablemente no indica otra cosa más que un pausa, o descanso.” Selah.

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Una poeta hojea el libro y dice: versículos.

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Una narradora hojea el libro y dice: oraciones largas.

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Entre la poeta y la narradora: la silueta de la religión.

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Una novela sin anécdota. Una novela sin desarrollo lineal. Una novela críptica. Auto-referencial. Esquizofrénica. Sabionda. A punto de morir. Una novela. Una pausa. ¿Serán, de verdad, versículos? Un descanso. Selah.

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¿Una novela?

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Markson murió a finales de mayo. Tenía 82 años. Todavía me parece un desperdicio todo ese tiempo que viví sin sus libros.

La invasión de los robots (Diario Milenio/Opinión 14/06/10)

Extraños en la línea

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La escena es familiar. Inmerso en la rutina cotidiana, de por sí rica en distracciones y tentaciones, uno al fin ha logrado hacer foco en lo suyo. Concentrarse, abstraerse, avanzar. Diríase que reina ya la calma cuando repiquetea un ring intempestivo. Y otro, y otro más, difícilmente llegarán a cuatro sin que al menos se asome uno al aparato y lea en la pantalla el número o el nombre de quien llama. Muchas veces, no obstante, se trata de un número irreconocible, o en su caso aparece en la pantalla la leyenda “llamada privada”. Lo cual puede indicar larga distancia, o teléfono público, o que al usuario de la línea invasora se le ha concedido el privilegio del anonimato. Entre las tres opciones, le inquietan a uno las dos primeras, que bien podrían ser llamadas urgentes. Por eso se termina contestando, acicateado por el solo temor a luego maldecirse por haber ignorado un asunto importante.

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Por más que así lo crean los vendedores, no siempre reconforta oír el propio nombre en labios ajenos. Menos aún si aquél que lo pronuncia se vale de esa suerte de untuosidad robótica que suele distinguir a los intrusos telefónicos. Gente a la que no hemos visto ni veremos y ya nos comunica el gusto que le da conversar con nosotros, aunque por lo escuchado juremos que lo que hacen es leer o recitar de memoria un libreto. Unas veces pretenden vender, otras cobrar; en uno u otro caso son incisivos y persistentes, pero pierden el piso y hasta la calma si acaso se distancia uno del guión. Y por lo que he sabido entre mis amistades, medio mundo se sale de quicio y termina por repeler la invasión. “No sea grosero, señor”, se defiende el extraño, y uno lamenta que el sentido común —ese pacto social engañoso y maleable al gusto del usuario— no sea suficiente para que los intrusos entiendan que la verdadera grosería está en la intromisión y la impertinencia.

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Los dominios del autómata

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Cierto que es su trabajo, y es seguro que lo odian, por la forma en que suelen ser tratados. Ganarán asimismo una miseria, a juzgar por el nulo profesionalismo con el que tratan a sus clientes, ninguno de los cuales tendrá la razón a menos que se sople el libreto entero, y eventualmente compre lo que le ofrecen. Decisión ésta errada y contraproducente, pues a partir de ahí quedará uno archivado como marchante y las llamadas se multiplicarán (no en balde la palabra cliente se usa también para calificar a aquellos cuya buena voluntad los hace especialmente permeables al engaño). Y esa es otra pistola que apunta hacia el incauto: las respuestas se archivan, o hasta se graban. Quien llama tiene todos nuestros datos, nosotros ni su número sabemos. No es cosa tan sencilla mandar al diablo al impertinente que comienza recitando nuestro nombre y apellidos; tampoco es infrecuente que llame de nuevo ya sólo por joder, si se siente humillado y quiere compartir una última probada de su ínfimo poder.

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Es, pues, cosa imposible salir bien librado una vez que se ha entrado en la dinámica improductiva de declarar la guerra al telefonista, que es acaso quien menos quisiera estar allí. Hay que ver el tupé que tienen quienes pagan sus salarios para mandarlos a violar intimidades sin más arma que la costumbre del abuso. Pues no todos se enojan, ni se quejan, ni terminan de hartarse de ser orillados a responder a toda suerte de preguntas, varias de ellas imbéciles, disparadas sin pizca de tacto por fulanos que hablan sin escuchar, y en tanto eso también sin entender: libres de toda sombra de inteligencia, facultad por lo visto secundaria para quienes no ven mayor ventaja en capacitar a aquellos cuya chamba consiste en joder y joder. Y ni hablar, lo hacen bien. Especialmente aquellos a quienes el retraso en algún trámite o pago pone ya por encima del cliente: motivo suficiente para acosarle como a un criminal.

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De rehén a delincuente

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No es raro que el sábado o domingo, en horas tan tempranas como las siete, llamen de un almacén donde tiene uno cuenta de crédito para avisarle que debe cien pesos y preguntar cuándo piensa pagarlos. Vamos, que me han llamado hasta por $1.50. Y eso, suponen ya, con celo de agiotista injertado en fiscal, los faculta para poner en marcha un interrogatorio majadero, redundante y estúpido del que uno se convierte en rehén, toda vez que está en deuda y por tanto en sus garras. De ahí que les extrañe, aunque ya lo acostumbren, oír una respuesta tipo ¿y a usted qué le importa? Cierto es que sus patrones así lo exigen y ellos tienen un formulario por llenar, pero hay que ver quién tiene la sangre de atole para aguantar esas impertinencias cada día, por duplicado o triplicado, sin ceder al impulso natural de enviarlos al carajo sin escalas (y más si ya pagó y las llamadas siguen, sólo eso nos faltaba).

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No muy distinto, aunque más irritante, resulta el trámite de cambiar proveedor. Ya sea la conexión a internet, el servicio de cable, el banco o el teléfono, no puede uno tratar de cancelarlos sin enfrentar un alud de preguntas que no le da la gana contestar, y a lo que desde luego no puede obligársele. Pero allí está la voz del robot, decidido a ejercer su micropotestad en el cliente infiel que no quiere sino irse y en todo caso va a dejarse abusar con tal de no seguir perdiendo el tiempo. Desde niño uno aprende a asumir la autoridad omnímoda del preguntón, pero a lo largo de años de suplicio telefónico aprende a defenderse, y hasta se inventa reglas a seguir, como no comprar nada a un robot invasor, ni responder a sus preguntas, ni olvidarse de registrar su nombre y repetírselo: tácticas defensivas sin poder disuasorio, que no obstante subrayan nuestra indefensión ante un acoso diario que suele comenzar por la propia compañía telefónica, donde se asume que quien renta la línea está naturalmente a merced del proveedor. ¿Qué hacer cuando levanta uno el auricular y oye una grabación que le invita a esperar la voz acosadora? Colgar, claro. Colgar siempre y en cualquier circunstancia. Si en este mundo hubiera justicia, habría que llamar a la policía.