miércoles, abril 14, 2010

¿Y en Puebla, dónde están las ideas?-Pedro Ángel Palou (Diario El Columnista 13/04/10)

Puebla necesita ideas, le urge reprensarse como estado para no quedar en el furgón de cola del desarrollo del país. Se han hecho variados diagnósticos y no dudamos que los candidatos a la gubernatura tengan el propio. ¿Por qué no comparten con sus electores sus programas? ¿A qué le temen?
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Primero hay que definir a Puebla en el contexto nacional, sin complejos de inferioridad pero también sin sueños imposibles de alcanzar. En 1961 Puebla sufrió un cambio radical gracias al gobierno del ingeniero Aaron Merino Fernández. La Volkswagen, la carretera, Hylsa, entre otras empresas, hicieron crecer el producto interno bruto y la competitividad de una parte de nuestro estado. Antes de eso vivíamos ya de un pasado glorioso por la industria textil. La falta de visión, la competencia desleal y la no renovación de la maquinaria, entre otras razones, hicieron que esa aparentemente inagotable fuente de ingresos desapareciera como opción. Hoy el acero no es nuestro fuerte, la industrial textil cayó estrepitosamente y hemos pasado a ser meros maquiladores. Por si fuera poco dependemos de una sola empresa automotriz y de todas las pequeñas fábricas y empresas que le sirven y trabajan. Cada que hay amenaza de huelga, de cierre o simplemente de recorte en la armadora Puebla literalmente tiembla.
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Nuestro campo produce poco y no ha conocido formas novedosas de reorganizarse. El café, por ejemplo, es de pena ajena. A una hectárea o hectárea y media y sin cooperativas o beneficios fuertes buena parte de la cosecha se pierde, se pudre o se llena de plagas. No hay valor agregado, cosecha orgánica, exportación bien pensada. La papa, por su parte, en la zona de Tlachichuca, Ciudad Serdán y las faldas del Citlaltépetl no se ha agroindustralizado y ninguna procesadora (por ejemplo Sabritas) quiere venir porque no se asegura la cantidad mínima diaria. Las Sierras (Norte y Negra, así como Mixteca) apenas dan para el consumo personal y los diversos programas, (flores o agave mezcalero) no han dado los resultados que se esperaban.
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Los fracasos totales o relativos de La Célula este sexenio y de los Parques Industriales (simplemente Ciudad Textil, por ejemplo), nos deberían poner en alerta. Puebla no parece tener vocación industrial, pero sí de servicios. Somos, ya por naturaleza –desde que fuimos fundados como ciudad de paso entre Tepeaca y la Ciudad de México, para así llegar a Veracruz-, un lugar de comercio. Es el sector terciario y de servicios una de las fuentes de crecimiento de Puebla. Le he oído decir en privado al menos tres veces a Carlos Slim –que algo sabe de esto- que una inversión cuantiosa en centros de redistribución sería muy rentable. Nuestra localización geográfica como puerta del sureste es en ese sentido decisiva e incluye a Centro América. Somos comerciantes, somos un lugar de paso. Esa vocación no nos demerita si sabemos sacarle jugo en una economía global.
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Puebla tiene 217 municipios y al menos 6500 comunidades menores a mil quinientos habitantes. Conclusión: la dispersión poblacional es uno de nuestros principales problemas. Urge microregionalizar al Estado. Definir prioridades inter e intra municipales. Detonar regiones específicas según proyectos compartidos. Hasta que esto no se haga con esmero y con participación ciudadana tendremos una metrópoli medianamente rica que no puede seguir creciendo anárquicamente y algunas regiones francamente pobres, de otro mundo. Educación, salud y carreteras sin desarrollo regional sólo produce expulsión poblacional (y no se nos olvide que hoy 1 de cada cinco poblanos vive en Estados Unidos).
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Las universidades son otras de nuestras fortalezas, pero han sido subutilizadas. Cuando en el sexenio pasado se perdió la posibilidad de traer a Motorola todos debimos preguntarnos qué hicimos mal. No producimos en los tecnológicos la mano de obra suficiente y calificada como para competir en una maquila un poco superior, la de los componentes electrónicos y cibernéticos (como si lo hacen zonas enteras de la India), no producimos suficientes alumnos de lenguas como para intentar crecer en otra área de servicio, los centros de llamadas (otro logro de Bangalor, en la India), no producimos, en pocas palabras, alumnos competitivos para el contexto global y local. Producimos muchos alumnos que trabajan de otra cosa: abogados taxistas, médicos panaderos, contadores choferes de ambulancia. Algo está completamente errado en la manera en que orientamos las profesiones, abrimos licenciaturas y posgrados u otorgamos permisos para ello. Puebla tiene más universidades que ningún estado de la república y eso no nos hace fuertes ni competitivos ni tecnológica ni profesionalmente. Es algo que urge revisar con cuidado, junto con los rectores y académicos. Nuestro Consejo de Tecnología debe incorporarse verdaderamente a los proyectos de desarrollo, igual que nuestro Colegio de Puebla, que urge se reinserte con calidad al sistema de Colegios dependientes del Colegio de México, razón por la que se lo fundó en la época de Jiménez Morales. En Michoacán, por ejemplo, el Colegio fundado por don Luis González ha sido una fuente de ideas y de proyectos de desarrollo regional.
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La Cultura de Puebla debería generar un turismo sustentable, que se quedé más de un día, que no sólo venga a comer a la ciudad. El estado entero debería pensarse en términos de su capacidad para atraer turismo de la tercera edad, turismo de investigación y turismo ecológico y de aventura. Si esto no se convierte en una de las fuentes centrales de ingresos habremos desperdiciado una de las herencias más importantes que tenemos. En Puebla vivimos de nuestro pasado, pero no le agregamos valor a las cosas. Muchos Exconventos o sitios arqueológicos están cerrados si se les visita, no hay donde comer o simplemente sentarse, las comunidades de alrededor ni viven de los lugares ni se preocupan por su conservación. Es una pena que con toda nuestra historia vivamos de Africam Safari, nuestra única fuente importante de turistas (más de un millón al año), con el problema de que vienen sólo por el día y regresan a sus estados o al DF.
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Turismo y cultura es un estado como el nuestro son un binomio indisoluble. Urge repensar el papel del fomento a las artesanías populares, a los artistas locales, a los festivales, en términos de hacer de Puebla un lugar verdaderamente atractivo. No tenemos un festival de Cine como el de Morelia o Guadalajara, ni una Feria del Libro realmente importante, ni un Festival Musical propio. Hemos probado con el FIP y con Barroquísimo con resultados meramente locales porque ha faltado inversión estatal y de la iniciativa privada en eventos que sean atractivos y que no vayan al DF, que se queden aquí. Los mejores anunciados nunca han llegado (Philipp Glass, Michel Nyman, por mencionar algunos).
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Y lo más triste de todo, con lo que termino este primer diagnóstico, es que no hay participación ciudadana, ni de expertos ni de ONG´s que detone una nueva perspectiva. Ni los candidatos parecen tomarnos en cuenta: luchan entre sí, no nos proponen ideas novedosas ni nos consultan. ¿Cómo esperan que la gente salga a votar por una nueva Puebla?

martes, abril 13, 2010

La guerra perdida /I (Diario Milenio/Opinión 13/04/10)

Como con cierta frecuencia en una taquería semiambulante que se llama El Chapo —sus tacos de cazón a la plancha no tienen rival alguno alrededor—. Entre uno y otro punto de la ciudad en la que paso más o menos dos de las cuatro semanas del mes suelo encontrarme con un par de retenes militares y todavía más de esos apresurados convoyes que nos obligan a orillarnos a la orilla (¿adónde más, puesn?). Lo de las sirenas policiacas (bueno sería que fueran de las otras) es cosa de a diario. Cuando se callan, que no es muy seguido, es que logro escuchar el sonido del mar: hosco, constante, ruido sucio. Algunos integrantes de mi familia reportan hechos todavía más alarmantes desde la otra esquina del país: toques de queda, cancelación de recreos, restaurantes vacíos, calles por las que no se atreve a transitar nadie. Todo esto es desde siempre. Un siempre definido, claro está, como desde hace una media decena de años. Un poco más. Un poco menos.
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Hemos compartido el mismo cielo ya por mucho tiempo, quiero decir. Nosotros sabemos de ellos y ellos de nosotros. Entre más pasa el tiempo nosotros somos menos Nosotros y ellos menos Ellos. La permeabilidad tiene su precio. Pero pocas veces como en esta semana se me han apersonado tan de frente: en las portadas de las revistas que leo, en el área de comentarios de los periódicos que desmenuzo, en la pantalla de mi computadora. El narco. El jefe de Jefes. La plaza. Los siento, como pocas veces, aquí cerquita. Podría tratarse de un mero efecto ecfrástico, puesto que estas imágenes ya pasaron de la indiferencia a la esperanza y luego al miedo, pero el número de muertos es demasiado real. Las mujeres. Los estudiantes. Los niños, ahora. En el libro Horrorismo, una exploración de la violencia contemporánea que toma partido por la visión y la experiencia de la víctima inerme, Adriana Cavarero decide dejar de lado el glamour y la mitificación que usualmente acompaña a las acciones del guerrero. A eso no pocos le llaman una narrativa épica. Compartiendo como comparto esa postura (pocas cosas más tediosas que la mente de un asesino serial, si me lo preguntan), no puedo dejar de poner atención a la súbita cercanía mediática del narco. Recuerdo el lema de mi espejo retrovisor: los objetos están más cerca de lo que aparecen.
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Siempre he sido reacia a creer en héroes de cualquier tipo, especialmente si vienen con las señas y modos de la virilidad más aparatosa (supongo que por eso no caí en el encanto de los super-héroes de cómics, en los que el único poder de las mujeres, todo me lo decía entonces, consiste en volverse invisibles o en crear campos de protección). Por eso cuando empecé a escuchar los primeros corridos o a revisar las primeras novelas con narcos como motivo mantuve una distancia que me gustaba describir como crítica. Las declaraciones que Zambada le propinó al periodista Julio Scherer y los mensajes anónimos que aparecieron en la sección de comentarios de una noticia acerca de un de facto toque de queda ocurrido en Tampico, Tamaulipas, me obligan, ahora, a volver la vista. ¿Qué país es éste, Agripina?
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En lo que ha sido una estrategia mediática bien organizada, Zambada, un hombre poderoso, que explícitamente se dedica a un negocio ilícito, tuvo el buen tino de convocar a un periodista respetado para hacer un par de declaraciones importantes. Eligió bien. Se saltó a los otros periodistas, esos a los que, aunque reaccionaron con alarma y desdén ante la celebración del cronicado encuentro, pronto les sacaron sus recibitos salinistas al sol en la prensa nacional. Eligió al periodista que ya le había dedicado horas de atención a Sandra Ávila, la mujer que atravesará la historia, en parte gracias a su libro, como La Reina del Pacífico. Eligió, y se lo hizo saber en pose de anfitrión, en pose de dueño de la plaza, porque lo había leído. En un país donde el promedio de lectura al año alcanza apenas la escandalosa cifra de un libro, esta declaración no deja de tener su evocadora relevancia.
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Los mensajes explícitos fueron, en efecto, explícitos: no atentó contra Calderón, el Ejército comete atrocidades, la corrupción social es lo que mantiene vivo al narcotráfico, la guerra contra el narco está, luego entonces, perdida. La realidad, para colmo de males, le dio la razón casi de inmediato: el Ejército asesinó a dos niños en la carretera Matamoros-Reynosa-Nuevo-Laredo justo el domingo de Pascua, apenas un día antes de que se publicaran sus declaraciones. Pero no es lo que declaró lo más importante de esa historia, sino lo que dijo. Porque si de lo que se trata es de no mitificar ni mucho menos engrandecer al narco —un peligro cierto en un país en que ante una legalidad percibida como ilegítima suele anteponérsele una poderosa ilegalidad— entonces habría que devolver su discurso al terrizo terreno de la tierra.
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Veamos. Antes de hacer sus declaraciones, Zambada se contextualizó. Dijo: primero platiquemos. No es necesario ser un especialista en hermenéutica ni un profesional lector del entrelineado para resaltar lo que el mismo Zambada resaltó: un discurso patriarcal donde las fronteras de género además de bien definidas quedan bien desniveladas. Zambada insistió en presentarse como un hombre de familia, un patriarca al tanto de y preocupado por la suerte de su mujer, sus cinco hijos, a uno de los cuales, el primogénito por más señas, admitió “llorar”. También se expresó, aunque brevemente, de sus otras cinco mujeres, 15 nietos y un bisnieto, todos según aseguró, “gente del monte”, como él mismo. No habló, por supuesto, de las poderosas Reinas del Sur, las damas que, como Sandra Ávila, nacen dentro de sus filas y gozan, por lo mismo, de cierta permisividad y autonomía. Tampoco se refirió a las carismáticas buchonas que, como se sabe, suelen ser flores de ciudad. No habló de las que han aparecido —al menos una, en Tijuana, no hace mucho— decapitadas en la vía pública después de algún desaguisado, digamos, romántico. Una primera tentativa para desmitificar al narco tendría por fuerza que pasar por una crítica general a las nociones de masculinidad que éste reclama y alienta. Si Zambada, de manera astuta, quiso resumir su idea de lo que es un hombre de fiar en frases tales como “tiene mi palabra”, “mi esposa, 5 mujeres, 15 nietos”, “mijo”, “agricultura y ganadería”, “todos mienten”. Habría que recordar que el clima de violencia de género que se respira no sólo en la plaza de Ciudad Juárez sino en lugares donde las estadísticas son incluso más alarmantes, como en el Estado de México, están en gran parte relacionadas a las agresivas respuestas con que se reciben los reacomodos del núcleo familiar y las cambiantes conductas de género en el México contemporáneo. Carlos Carrera, con guión de Sabina Berman, supo poner esto muy bien en su cinta Backyard.

lunes, abril 12, 2010

Furtivos del infierno (Diario Milenio/Opinión 12/04/10)

El orco está Kabul
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Hace unos días que debí responder a una de esas preguntas que uno suele rehuir, no nada más por falta de respuesta sino porque ya intuye que inclusive si se la saca de la manga terminará diciendo una sandez y no quiere soltarla delante de un micrófono. “¿Qué es para ti el infierno?”, retumbó la pregunta y en ese mismo instante me sumí en el perol del extravío mental. Respondí cualquier cosa, resignado a no ir más allá de mi candor, pero igual la cuestión se quedó allí flotando, un poquito rehén del pudor tardío porque seguro había metido la pata. Había dicho, eso sí, que el infierno es un sitio de esta vida y no de alguna otra, pero me abstuve a tiempo, merced a las alarmas del repelús, de dar ejemplos ñoños (¿y cuál no lo es, por cierto, cuando toda metáfora exitosa del averno tarda tres cuartos de hora en hacerse lugar común?). El punto es que en la noche todavía me seguía bailando la pregunta en el coco, ya no tanto qué diablos era el infierno sino cómo era eso y dónde estaba.
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Como suele pasar, y en estricta obediencia de las leyes de Murphy, la respuesta llegó con horas de retraso. Era ya madrugada y recorría, control remoto en mano, la guía de películas disponibles cuando advertí que estaba a punto de comenzar un documental producido por HBO que bien podía valer una hora y media más de insomnio. Afghan Star, se titula, y se basa no más que en las vicisitudes que ha debido enfrentar el programa de concurso del mismo nombre en un país donde hasta hace pocos años se prohibía cantar o escuchar música, y el acto de bailar bien podía pagarse con la vida. ¿Pero es que eso ha cambiado, en realidad? Tal es el ingrediente que hace de la peripecia de productores y concursantes una suerte de gesta heroica que se ve como un thriller de otro planeta.
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Estrella y heroína
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En todo caso es un planeta miserable, donde la cotidianidad transcurre entre las ruinas y la vida humana no alcanza a cotizarse muy por encima de una televisión descompuesta. No obstante, y muy probablemente en consecuencia, menudean los ojos y oídos azorados ante la más pequeña ventana que comunique con el resto del mundo: una tentación ya de por sí pecaminosa, cuando no clandestina. “¿Es cierto que allá en Kandahar tomabas en secreto clases de canto?”, le preguntan a Lima, una de las dos insólitas presencias femeninas en el concurso, residente de la ciudad-bastión de los talibanes, y ella que de por sí se sabe amenazada termina de ponerse la soga al cuello: “En Kandahar todo se hace en secreto.” Conforme va avanzando el concurso, y así su trascendencia se extiende a lo ancho y largo del país, para furor de unos y rabia de otros, uno asiste a las nuevas escenas con la aprensión de quien ya sólo espera el próximo atentado.
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Las solas aventuras del conductor —que antes de ser estrella de TV ya arriesgaba el pellejo vendiendo televisores clandestinamente— dan para una película de acción, pero nada conmueve ni en su momento asusta más que la valentía de los participantes, que luego de exhibirse cantando en la pantalla tendrán que regresar a sus ciudades a enfrentar las probables consecuencias de lo que hasta hoy es altísima osadía, más aún en el caso de las mujeres. ¿Y no es cierto, además, que menudean entre el público de la emisión las cabezas femeninas descubiertas, los labios rojo intenso, las sonrisas, los gritos, el desenfado? Para quien da la vida por obedecer a un fanático del calibre del mulá Omar, que ha leído completo el Corán sin antes molestarse en aprender a leer, tales afrentas son una vergüenza y exigen ser lavadas con la sangre caliente del infractor. ¿Quién, que no sea una heroína de su tiempo, puede vivir en Kandahar y aparecer cantando en un programa de concurso?
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Asilo en el purgatorio
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Tal vez el espectáculo más escalofriante —el que más alebresta, cuando menos— es el de Setara, la concursante de Herat que al momento de despedirse, tras ser eliminada, tiene el atrevimiento de acompañar su canto con unos cuantos pasos de baile, para pelos parados de Afganistán entero. Nada más regresar del escenario, la concursante ya es una apestada, pero es al paso de unos cuantos días que la noticia acaba de calar en una sociedad que la ve entre el desprecio y la lástima. Nadie en la calle dice que vaya a matarla, pero hasta quienes quieren pasar por piadosos opinan que Setara se lo ha ganado. Y ella insiste en que lo hizo porque era necesario, alguien adentro de su alma de artista necesitaba de esa liberación. Tras la cual la esperaba la repulsa de propios y extraños y una vida de pánico porque se ha convertido en símbolo y a un símbolo se le odia con dos condiciones: a muerte y de por vida.
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Es imposible echar a andar un programa de esta clase, ya sea en Kabul o Tokio o Nueva York, sin que su incalculable capital de candor termine convertido en melcocha, pero pasa que en Afghan Star esa melcocha es todo lo que queda de alegría en un sitio que aún ahora —con mulás y verdugos a salto de mata— daría la talla para calificarse de infierno, y se empeña no obstante en parecerse un poco al purgatorio (que no es más que un averno con puerta de salida, pero hay que ver lo que ese detallito puede hacer por el ánimo de los inquilinos). Solamente llegar a la final, tras superar obstáculos de toda índole, tiene un sabor de triunfo que, vistos y temidos tantos horrores, deja corto a los seis de Rocky Balboa. Sigo, pues, sin saber bien a bien cómo describiría a la capital del legítimo Reino de las Tinieblas, pero ya apostaría a que es un sitio donde no se oye música, y que en lugar de diablos está lleno de clérigos. Lo pienso una vez más: que cosa escalofriante.