miércoles, marzo 24, 2010

¿Qué país es éste, Agripina? (Diario Milenio/Opinión 23/03/10)

La pregunta que funciona como título de este texto proviene, claro está, de ese maravilloso cuento de Juan Rulfo intitulado “Luvina”. Recordarán los que lo hayan leído que Agripina es la esposa del ex maestro rural que, bebiendo cerveza tras cerveza, le narra a otro hombre, otro posible visitante de Luvina, cómo perdió su vida y sus ilusiones cuando vivió allá, en ese pueblo triste y pedregoso, ubicado sobre la Cuesta de la Piedra Cruda, donde las ráfagas continuas de un viento negro no dejaban ni siquiera crecer a las dulcamaras “esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas a la tierra, agarradas con todas sus manos a los despeñaderos de los montes”.
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Según el hombre que cuenta su historia en Luvina, y para quien contarla es una especie de “baño de alcanfor” para su cabeza, un buen día se encontró en ese lugar junto con su familia: “Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde sólo se oía el viento...Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos”.
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Es justo ahí, preso sin duda de la extrañeza, acaso prefigurando de una buena vez su porvenir y el nuestro, que el hombre le pregunta a su mujer:
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“—¿En qué país estamos, Agripina?”
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Y es ahí, en esa Plaza —una palabra que viene del latin plattea y que alguna vez quiso decir, en efecto, “lugar ancho y espacioso dentro de un poblado, al que suelen afluir varias calles”, pero que ahora bien sabemos que significa otra cosa bastante distinta —que ella le da su escueta, muda, monumental, respuesta:
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“Y ella se alzó de hombros.”
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Soy parte de una generación que nació justo después del así llamado milagro mexicano y que creció, eso sí de puro milagro, en las décadas subsecuentes: años de crisis y descaro, corrupción rampante y deterioro. A mí todavía me tocó, por ejemplo, la devaluación que llevó al peso de 12.50 por dólar, a su doble: 25. Y me tocaron todas las otras también, hasta llegar a una irrisoria suma que incluía más ceros de los que puedo recordar ahora. Me tocó asistir de pura casualidad al concierto que daba un raro personaje en los patios de mi universidad frente un número reducidísimo de estudiantes para quienes “no tengo tiempo de cambiar mi vida/ la máquina me ha vuelto una sombra borrosa” no sólo tenía todo el sentido del mundo sino que era, además, algo incontestable. Me tocó, en todas las acepciones del término, el temblor del 85 justo en la Ciudad de México. Supe, con la rabia y la frustración del caso, de las represiones selectivas del salinismo, como sigo al tanto de las muertes de periodistas y activistas sociales en fechas más recientes. Como muchos a mediados de los 80, emigré al norte porque para una graduada de la UNAM, y para colmo en la carrera de sociología, las esperanzas de vida en un país comprometido con los principios del neoliberalismo no eran muchas. La violencia de nuestra historia contemporánea, quiero decir, nunca me ha sido ajena. Pocas veces durante todos esos años, sin embargo, se me ocurrió repetir la pregunta que le hace el ex maestro rural a Agripina, su esposa, apenas un momento después de verse abandonado en Luvina.
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Pero los años pasan (como suelen anotar los narradores) y la realidad que, siendo como ha sido siempre, voraz e injusta, se me ha vuelto cada vez más extraña. Frente a la muerte impune de los 41 niños de la guardería ABC me siento, en efecto, como en esa plaza rodeada de ráfagas negras. Desde ahí repito la pregunta: “¿En qué país estamos, Agripina?”. Frente a la muerte impune de estudiantes en Ciudad Juárez y, más recientemente, en Monterrey, la misma pregunta: “¿En qué país estamos, Agripina?”. Frente a una guerra espuria que organizó un Presidente para quien su legitimidad política ha sido más importante que el bienestar y la protección de la población civil, la misma pregunta: “¿En qué país estamos, Agripina?”.
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En el cuento de Rulfo, Agripina se alza de hombros no una, sino dos veces. La segunda después de salir de una iglesia en la que había entrado nada más para rezar. Luego, poco a poco, todavía entre tragos de cerveza, el ex maestro rural va describiendo Luvina: es un lugar triste, eso ya lo sabemos, donde viven apenas “los puros viejos y los que todavía no han nacido”, “mujeres sin fuerza, casi trabadas de tan flacas”, “mujeres solas, o con un marido que anda donde solo Dios sabe”, y los muertos, por supuesto, nuestros muertos. Más tarde, ya casi a punto de empezar con el mezcal, el hombre se acuerda de la única vez en que vio la sonrisa de los habitantes de Luvina. Fue cuando les sugirió que buscaran un sitio mejor y les dijo, además, que el gobierno los ayudaría. Lejos de alzarse de hombros, y mostrando, de hecho, “sus dientes molenques” a través de una risa que se antoja torva, le contestaron:
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“—También nosotros lo conocemos [al gobierno]. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de Gobierno”.
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La frase da para mucho, en efecto. Da para tanto. Pero heme aquí, en el centro de otra plaza donde todo se vuelve remolino e intemperie. Aquí. No escribo como analista política porque no lo soy. Escribo desde más adentro. Escribo como lo que alcanzo a ser a veces: una escritora. “¿Qué país es éste, Agripina?”, me preguntas desde tan lejos. Es el país en el que nos convertimos, Juan. Acaso por callar. Acaso por no escuchar las voces de los otros. Acaso por cerrar los ojos.

lunes, marzo 22, 2010

La risa del bandido (Diario Milenio/Opinión 22/03/10)

Para robarse un país
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Se cuenta que una noche de 1944, al final de otra de las peroratas nocturnas con las que Hitler distinguía a sus colaboradores más próximos, allá en su mítica Guarida del lobo, desapareció una de las antorchas con las que cada quién alumbraba el camino hasta su habitación. No bien vio el Führer a su secretaria —la dueña de la antorcha— ir y venir en busca del fuego perdido, tuvo un raro desplante de humorismo. A mi ni me mire, comentó el dictador, que yo robo países, pero no antorchas. Cada vez que llegaba a sus oídos la noticia de otro territorio tomado por sus huestes, el barbaján de Linz solía propinarse un manazo en la pierna y soltar una risotada consonante, igual que los malvados de las caricaturas. Al mando de un gobierno de rufianes, sostenido en pilares tan rentables como propaganda, opresión, secuestro, latrocinio y mano de obra esclava por millones, Hitler tenía tan claro como sus hitlercitos que el suyo era un modelo de Estado bandido.
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Parece siempre injusto y exagerado comparar a los déspotas de hoy con la escoria nacional-socialista, como si para ello el aspirante debiese acreditar la operación de campos de exterminio. Lo cierto, sin embargo, es que bandidos hay de diversos tamaños, y aun si el prototipo parece inalcanzable sobran los entusiastas dispuestos a echar mano del ejemplo. ¿A qué bandido no le gustaría gobernar un país sin cortapisas, con todos los poderes rendidos a sus pies y la Constitución lista para ser retorcida de acuerdo a su capricho y conveniencia? Pues de lo que se trata no es de violar la ley como cualquier bandido, sino de reinventar al Estado para que toda su maquinaria legal funcione ya al servicio del bandidaje —de preferencia en su acepción más amplia, donde cualquier extremo es bienvenido—. Si hemos de echar un ojo a sus prototipos, el Estado bandido se da derecho a todo, de forma que en su contra nadie se mire con derecho a nada. Insisto, no es preciso pensar en crematorios para hacer cierto un purgatorio así; basta con redactar un puñado leyes de absurdas y abusivas y avasallar con ellas a propios y extraños. Nada que un bandidazo no pueda improvisar.
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¿Quién es el peligroso?
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Recuerdo una película —vieja, mala, grotesca: La isla de los hombres solos, inspirada en el libro del mismo nombre— donde tras reprimir, explotar y maltratar a los presos de la isla-prisión, el alcaide la declaraba república independiente, como un ardid extremo para evitar su destitución, y acto seguido repartía entre sus condenados las diversas carteras de su gabinete. Imposible saber, a media proyección, si se carcajeaba uno por la pobre factura de la película o por la situación absurda que narraba. Quiere uno creer, cuando menos en aras de la salud mental, que un gabinete de patibularios y andrajosos cabe apenas en la imaginación. Ya quiero ver qué banda de rufianes y asesinos tiene entre sus secuaces a psicópatas de la talla de Goering, Himmler, Streicher, Goebbels, Frank o Heidrich, por nombrar a unos cuantos de entre los avezados criminales que en su tiempo engrosaron la banda de la svástica. Algo tienen el boato y el protocolo que hacen ver respetable incluso —y, me temo, sobre todo— a la escoria de la escoria. Tipos cuyos encantos y habilidades florecen al amparo de un Estado bandido.
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Como frecuentemente lo hemos visto, los Estados bandidos secuestran el poder y se enquistan en él apoyados por medios tan convincentes como la aplicación selectiva de leyes en esencia inaplicables. Leyes imbéciles, contra las que no es posible argumentar, sostenidas en principios perversos que a su vez son artículos de fe. ¿Qué puede argumentarse, por ejemplo, contra una acusación de peligrosidad? ¿Cómo probar que no es uno peligroso, allí donde los jueces atienden al estigma antes que a la evidencia, al extremo de hallar a ésta en aquél? ¿Quién, que trabaje en una empresa extranjera y le sea confiscado por ley el 95 % de su salario no es, en potencia al menos, peligroso?
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Bandidos al poder
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“Abuelo sabio”, apoda Evo Morales a Fidel Castro, asumiendo que medio siglo de poder irrestricto y abusivo confieren una enorme clarividencia. O en su caso un inmenso repertorio de mañas, traduciendo al lenguaje de los bandidos. ¿Dónde, pues, si no en el seno de un Estado bandido sucede que las madres y esposas de los presos políticos sean insultadas y asediadas por catervas de esbirros y sicofantes enviados por el régimen a intimidarlas en nombre del pueblo? ¿Es pura coincidencia que los peores bandidos persigan y castiguen con la mayor crueldad al periodista que se atreve a exhibirlos? ¿Qué periodista honesto no es peligroso para los bandidos? A nadie extrañe entonces si el régimen y sus corifeos se anticipan a invertir los papeles y clasifican como delincuentes y gusanos a quienes prefirieron pensar por su cuenta en mitad de una tiranía que administra el control de las conciencias con rigor carcelario y celo entomológico.
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Tal como lo hacen tantos bandidos comunes, los Estados bandidos tienden a apandillarse. Y esto es un gran alivio para otros criminales afines —gatilleros, secuestradores, dinamiteros y otros pros del odio— que se mueven entre estos santuarios amparados por privilegios extremos, como una nueva nacionalidad, una escolta oficial o un puesto en el gobierno. ¿Qué puede hacer, desde la Audiencia Nacional española, el juez Eloy Velasco para encausar a Arturo Cubillas Fontán, etarra de cumplidas pocas pulgas, si hoy éste ocupa un cargo de alta relevancia en el gobierno de Hugo Chávez? ¿Qué decir de un fanático y matón metido a funcionario bolivariano, cuyo trabajo es expropiar las tierras de quien básicamente se le antoje? ¿Qué otra razón tendría el matasiete Carlos Ilich Ramírez para opinar, desde su celda en Francia, que en Venezuela mandan al fin los suyos? Pienso al fin en un western de Mel Brooks donde una banda armada con los peores malhechores pretende apoderarse de un pueblo entero. Y lo curioso es que uno se reía, como dando por hecho que eso no era posible. Si los Estados pudieran reírse, el Estado bandido no pararía jamás.

domingo, marzo 21, 2010

Síndrome de abstinencia-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 21/03/10)

Como todos los primeros de enero, la mayoría dedicó el día inaugural de 2010 a formular buenos propósitos que no cumplirá: bajar de peso, dejar de fumar, beber menos, gastar menos. No fue mi caso. Y no sólo porque ninguna de esas perspectivas –a excepción de la primera– me seduce demasiado sino porque mi cabeza andaba en otro lado, como muestra la columna que publiqué ese día en este mismo diario. Escribí entonces sobre mi próxima mudanza, que me llevará a abandonar la casa de principios de los 50 en que vivo (hermosa de sí pero incompatible ya con nuestras necesidades) por unos asépticos departamentitos nuevos –uno para vivienda, uno a guisa de estudio, otro para la suegra–, carentes de gusto y de personalidad pero, eso sí, muy prácticos. No que fuera tampoco ese asunto el que realmente ocupaba mis ideas a la sazón; quien quiera enterarse de mi obsesión de entonces –como de ahora– no tiene más que referirse al último párrafo de aquel texto: “En un mes empieza la tercera temporada de Mad Men. Es mi consuelo.”
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Por más que intento hacer memoria, no logro recordar qué me hizo pensar entonces que febrero habría de ser el mes en que HBO estrenaría en nuestro país los capítulos 27 a 40 de la serie estadounidense que ha concitado el entusiasmo sostenido de la crítica y ganado nueve Emmys y cuatro Globos de Oro en lo que lleva de vida. Acaso no dispusiera de información alguna al respecto y me haya dejado arrastrar por el wishful thinking, ese primer síntoma del síndrome de abstinencia.
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Casi dos meses después de la fecha fantaseada –hoy a las 10 de la noche–, Mad Men regresa a las pantallas mexicanas. La serie, que narra la vida de una agencia publicitaria en el Manhattan de principios de los 60 y especialmente la de su vicepresidente creativo, Don Draper, hombre fundamentalmente decente pero lastrado no sólo por su falsa identidad sino por las condicionantes socioculturales de su tiempo, admite varios niveles de lectura. El más evidente es el literal: la historia de un personaje que lleva una doble vida y debe luchar con su entorno y consigo mismo para que ninguna de las pelotas de su juego malabar caiga y se estrelle contra la dura realidad. El más ambicioso es el sociológico: Mad Men como un estudio sobre las mores de la modernidad agónica, cuando la discriminación era defensa, la represión recurso, la hipocresía hermosura y honor. El más frecuente, sin embargo, será el formal; basta escuchar cualquier conversación de pasillo sobre esta serie para evocar un universo pretérito en que todo mundo fumaba (incluso en restaurantes), en que todo mundo bebía (incluso en la oficina), en que todo mundo vestía bien (incluso en fin de semana), en que todo mundo –o, cuando menos, todos los hombres– daba cauce fácil a sus pulsiones sexuales (incluso con sus subalternas).
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La nueva temporada de Mad Men transcurre en 1963 y obligará a sus personajes a enfrentar los signos de ese tiempo turbulento –el advenimiento de los refrescos de dieta, la popularización de la mariguana, las primeras batallas de la lucha por los derechos civiles, el asesinato de Kennedy– y a Don Draper a encarar por fin su pasado oculto. Aventuro que nada de eso resultará central para nosotros. Aventuro que lo que querremos será perdernos en una ensoñación de humo y de ginebra, de sexo y de consumo, nostálgicos de aquellas adicciones desde estos días en que el único vicio que nos queda es la televisión.