miércoles, febrero 24, 2010

"Un cuarto de siglo"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 24/02/10)

A Salud Marines y Juanita Pérez, donde quiera que estén; a Pedro Ángel Palou por creer en mí; a mi Kurá, por regresarme a la vida y la “Fuga” por seguir.
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Querido lector, antes de empezar con la columna de esta semana, ofrezco disculpas por ausentarme la semana pasada; pero la asfixia mental y física que sufrí la semana pasada no permitió tener una mente libre y despejada para sentarme a escribir con calma esta columna. Dicho esto, a lo que me truje.
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Hago un alto a las reseñas literarias para compartir con usted, apreciable lector, la felicidad que me da haber llegado a los tan anhelados veinticinco años: el famoso cuarto de siglo o cumpleaños de plata. En este pequeño transcurrir las vivencias han sido variopintas: los gustos musicales y televisivos han cambiando, evolucionado o se han confirmado; algunas amistades dejaron de existir, para dar paso a otras y unas pocas, se han conservado a pesar de las distancias y las diferencias propias de la edad y profesión. Misma que han dado nacimiento a un sinfín de monumentos a la amistad, como lo es “La Fuga literaria”.
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El aprendizaje siempre ha estado ahí y se ha dado en todos los niveles desde el escoutismo hasta el rotarismo y desde el futbolístico hasta el cultural-literario. Cada una de estas etapas han ayudado a cimentarme, pero sobre todo a darle forma a esa piedra bruta que uno es sin los conocimientos y el aprendizaje.
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Hace muchos años, cuando me vislumbraba en esta edad, me veía jugando en el Puebla y quizá sin una carrera de por medio; empero hoy estoy en el proceso de realizar la tesis de la carrera de Lingüística y Literatura Hispánica, trabajo como docente en una preparatoria privada, escribo en este diario –siempre apoyado por Mario Alberto Mejía y Roberto Martínez Garcilazo- y he adquirido la costumbre de organizar eventos de índole literario que me han dado la oportunidad de conocer a personajes como Sergio Pitol, Mario Bellatin, Xavier Velasco, Cristina Rivera Garza, entre otros; de quienes he aprendido y obtenido su sincera y fraterna amistad, en este proceso he estado invariablemente acompañado y aconsejado por Pedro Ángel Palou, Nacho Padilla, Jorge Volpi, Guillermo Samperio; entre otros más.
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Cada paso dado genera una alegría y origina algunas envidias, una crítica mal sana y subjetiva. Cada una ha sido recibida con gran simpatía.
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La familia también ha hecho acto de presencia, algunos con mayor convicción, como simpatía y complicidad, mientras que otros permanecen por mero compromiso sanguíneo, y agradezco, a cada uno, infinitamente. La parte amorosa ha tenido su espacio, unas cuantas historias terminaron bien, otras no; pero cada uno de los golpes recibidos han dado origen a la felicidad y satisfacción que vivo en la actualidad. Pero también he conocido lo que significa perder a un ser querido, Salud y Juanita, siempre están presentes en cada acto, pues les debo la conversación, el oído, la paciencia, el consejo y la comprensión.
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Hoy esta columna pretende ser un pequeño agradecimiento a quienes han confiado en mí, sin importar la vestimenta, la ideología, la religión.
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Una vez más, agradezco a usted que me lee por esta pequeña oda al ego.

martes, febrero 23, 2010

El divino desollador (Diario Milenio/Opinión 23/02/10)

Primera Confesión: Siempre me gustaron los títulos de las obras de Max Ernst. En algunas ocasiones llegué incluso a pensar que las veía con cuidadosa atención, que las observaba en todo detalle, nada más para postergar el instante en que descubriría el nombre de las mismas. El asunto era que las palabras con que Ernst terminaba sus pinturas o sus collages o fotomontajes no describían las obras en cuestión, sino que más bien las trastocaban, subvirtiéndolas por dentro. Me desdigo: los títulos no terminaban las obras, sino que las continuaban pero de otra manera, convirtiéndolas así en lo que eran: dos en lugar de una, o una, pero multiplicada en muchas. Ha sido por eso y no por otra cosa que suelo pensar en Ernst como un autor narrativo. Mis pobres evidencias no sólo incluían sus dotes como titulador, sino también, acaso sobre todo, esa sapiencia para sugerir el desarrollo de una historia plural y frágil del mero choque generado entre la palabra y la imagen. Yuxtaponer es el nombre del juego. Y el juego, por supuesto, no es una narrativa lineal.
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UN FANTASMA METICULOSO EN EXCESO
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Segunda Confesión: Encuentro miles de posibilidades en frases como: “El imán asociativo de lo insólito”. Pienso en la alucinación, por supuesto, y luego, de inmediato, en la labor crítica de la epifanía. Pienso en el sueño; pero sobre todo en la revelación de la pesadilla. Pienso en los recortes de la realidad que, al mostrarla en pedazos, no pueden sino de-mostrarla en la denuncia. He ahí la cuestión técnica del collage y el fotomontaje; y he ahí también la cuestión filosófica de su quehacer. Ver en pedazos es, literalmente, ver en pedazos. Ver en destrucción es, por necesidad, ver insólita, críticamente. Así nos obliga a ver el Desollador, ese Divino. Ver en las elipsis; completar o zambullirse en los puntos suspensivos del cosmos. Re-encuadrar. Las palabras de Ernst fueron, en cambio. “La explotación sistemática de la coincidencia casual, o artificialmente provocada, de dos o más realidades de diferente naturaleza sobre un plan en apariencia inapropiado… y el chispazo de poesía, que salta al producirse el acercamiento de esas realidades”. Faltó mencionar la violencia. Falta la presencia del tajo. Y la sangre. Y el grito o el susurro, que laten.
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HE AQUÍ LA SED QUE ME CORRESPONDE
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Tercera Confesión: Estoy leyendo las tres novelas gráficas que Max Ernst publicó entre 1929 y 1935, a saber, La mujer 100 cabezas, Sueño de una niña que quiso entrar en el Carmelo y Una semana de bondad. Leo con una calma que no me asegura el traslado en avión ni la frenética búsqueda de un equipaje que parece andar extraviado. Leo con la calma, pues, de quien aguarda, engatusando, el momento de la trepidante manifestación de la epifanía. La pesadilla atroz. La puerta.
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ARRASTRADA POR EL SILENCIO, UN APUERTA SE ABRE HACIA ATRÁS
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Los datos: Los collages de Max Ernst fueron sobre todo emblemáticos hasta el inicio de la segunda década del siglo XX. Más tarde tomaron un cariz más narrativo, coincidiendo con los tiempos en que se inventaba el cine sonoro y se reunían las tiras cómicas en las así llamadas historietas. Por la misma época aparecieron también las novelas gráficas de Lyn Ward, God’s Man, publicada en 1929, y He Done Her Wrong, de Milton Gross, que vio la luz en 1930. El método ernstiano, el cual dio pie a la elaboración de las novelas publicadas por Atalanta en el 2008 y epilogadas con mucha claridad por Juan Antonio Ramírez, se basa al menos tres momentos distintivos: la yuxtaposición de los personajes y las cosas, su ubicación en un escenario, y la incorporación de un anclaje verbal. Ernst trabajó con imágenes extraídas de antiguos grabados en madera. También hizo buen uso de manuales didácticos y de publicaciones de divulgación científica, sin dejar de prestar atención a las ilustraciones de relatos bíblicos y cuentos épicos, así como viejos folletines novelescos. Sus readymades se confabulan para producir esas habitaciones abigarradas, esas alas de espanto o asombro, esa agua que fluye, inundando. Sus mujeres desnudas y tenues. Sus monstruos.
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TODOS MIS COLIBRÍES TIENEN UNA COARTADA Y MI CUERPO SE CUBRE DE CIEN VIRTUDES PROFUNDAS
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Las novelas, como bien lo apunta el epilogador Juan Antonio Ramírez, se deslizan sobre una estructura hecha de círculos concéntricos: “Este procedimiento narrativo puede compararse a un sistema solar, con los collages de cada capítulo girando a distinta velocidad en torno a una o varias imágenes que constituirán el núcleo temático predominante de esa parte de la historia. La agrupación de cada uno de estos sistemas en otro más amplio daría lugar al relato total”. Hay, en cada una de las novelas, pues, una anécdota. Hay, en efecto, ese “significado que se desdobla en el tiempo”. El desdoblamiento, sin embargo, no aclara tanto como sugiere. El lector adivina, enlaza, concatena. “Como cuando miramos lo que sucede a través de una cerradura”, así se leen.
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PERO ¿POR QUÉ SE MODELA UN CUERPO DE ATLETA? ¿POR QUÉ SE UNTA DE UNA BABA VISCOSA? LA CABELLERA: “PARA ESTRANGULARTE MEJOR, HIJA MÍA”.

lunes, febrero 22, 2010

¿Alguien dijo falange? (Diario Milenio 22/02/10)

Señas particulares
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“¡Tengan!”, grita la imagen, con ánimo festivo y chacotero. Pues por más que la seña fotografiada sea en sí una agresión, quien la esgrime parece divertirse. Es una de esas fotos que hay que ver varias veces para darlas por hechas, y puede que otras tantas para procesarlas: José María Aznar, ex presidente del gobierno español, enfrenta los insultos de sus detractores en la Universidad de Oviedo con el dedo bien alto y una sonrisa amplia de niño malcriado. Quienes no la hayan visto seguro ya sospechan: no es el pulgar, ni el índice, sino el dedo siguiente —corazón, que le llaman— el que el hombre enarbola frente a los estudiantes exaltados que le gritan “fascista” y “criminal de guerra”. A su izquierda se mueven dos guardaespaldas, cuyos ojos han sido emborronados para seguridad suya y desconsuelo nuestro, ya que nos quedaremos sin mirar la reacción de uno y otro, con certeza poco o nada habituados a que su defendido se defienda solo, encima con un arma de largo alcance. “¡Tengan!” “¡Tomen!” “¡Chupen!” “¡Coman!”
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No sabe uno si reírse, asustarse o taparse las napias cuando ve a un hombre de rango y profesión semejantes hacer público uso de una señal obscena. Un mensaje común, y por cierto trillado, al que la mayoría hemos recurrido tanto alegremente —como broma, entre amigos— como con cierta rabia o notorio desdén. “Esto es todo lo que vas a obtener de mí”, declara la expresión, al tiempo conmina a sus receptores a clavarse ese dedo justo allí donde nunca brilla el sol. Un gesto bien común entre quienes se miran sin más alternativa y por alguna causa no están en posición de negociar; un signo de impotencia, finalmente, pero también de orgullo: “Hoy no puedo alcanzarte, pero no me he rendido y ya vendrá la mía”. Nada de raro tiene que al paso de un fulano poderoso la gente de la calle alce ese dedo y manifieste así su desaprobación, pero verlo en la mano de un político, custodiado además por hombres armados, es un evento digno de espantar a cualquiera. Si eso hace este señor delante de las cámaras, ¿qué no hará cuando nadie puede verlo?, se pregunta más de uno ante el desplante que no hace sino dar razón a sus detractores, por aquello de que el fascismo es, diría Carlos Fuentes, una prolongación asquerosa de la adolescencia.
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Las artes del metacarpo
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Quienes nunca servimos para políticos vemos a veces con cierta piedad a quienes no se cansan de intentarlo. Debe de ser lo que los españoles llaman un coñazo tener que negociar con esos denodados intolerantes que se creen con derecho exclusivo al insulto y la vejación del otro, acaso porque piensan que la vida está en deuda con ellos o su causa. Pero ése es el trabajo del político: intentar conciliar lo inconciliable, para lo cual se hacen precisas dotes como el instinto, la sagacidad y la templanza, todas ellas en dosis admirables. Se le paga para eso, no faltaba más. Si la gente se atreve a salir a la calle y repetir a coro el nombre de un político, justo es que supongamos que lo admiran por aquello que él tiene y a ellos les falta: no el ardor contagioso del manipulador, sino el don de quien une a los contrarios y sabe negociar en bien de todos. Pero las multitudes no suelen distinguirse por su buen juicio, y a menudo están listas para aplaudir al primer merolico que sepa blasfemar ante un micrófono.
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Pocos son los trabajos donde es bien visto que el empleado insulte y gesticule para manifestar su mal humor. La mayoría debe, si no quiere quedarse sin trabajo, contener sus impulsos durante las horas hábiles, inclusive sonreír ante quien siente ganas de estrangular. Hasta en la lucha libre, donde los simulacros de ahorcamiento se esperan y se aplauden con pasión, el profesionalismo supone la capacidad de controlar los ímpetus, incluso y sobre todo cuando se es insultado y amenazado; más todavía si se está en superioridad evidente. Que es el caso de los políticos, cuyo solo quehacer supone el compromiso de conducirse con civilidad, so pena de dar prueba de ineptitud. Si una vendedora o un ejecutivo le levantan el dedo corazón al cliente, lo probable es que sean despedidos. ¿Cómo es entonces que un servidor público, del que todo contribuyente es en parte patrón, puede echar mano de tales desmesuras a la vista de todos y continuar cobrando y ejerciendo?
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Falange, falangina y falangeta
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Cierto: José María Aznar ya no es el presidente de los españoles, pero sigue cobrando su sueldo como ex. Y es en ese carácter que da la cara en los eventos públicos. ¿Qué pasaría con sus guardaespaldas —cuyo sueldo es seguro que él no cubre— si se les viera haciendo la misma seña? A la calle, ¿no es cierto? Pero resulta que al Don Ex Mandatario no hay quien le quite un día de sueldo ni se atreva siquiera a reconvenirlo, porque aun en su cómoda calidad de emérito, sucede que es un hombre poderoso y puede hacer lo que le dé la gana. ¿Cómo entonces no quiere que le llamen fascista? ¿Cómo no es más amigo de otros atrabiliarios a los que no se cansa de criticar, como esos dictadores tropicales de quienes se ha jurado antídoto y antípoda? ¿Cómo dar crédito a la vocación democrática de un encumbrado que se j acta de no saber tragar camote ni respetar las reglas de su profesión?
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Un hombre custodiado y poderoso que insulta de regreso a la plebe que se ha dado a imprecarlo no es muy distinto del que le pega al niño que le ha picado el culo. Hacen falta estatura y elegancia para tratar con esas situaciones, y si el maltratador de menores no las tiene se espera cuando menos que no le falten a un ex mandatario. Pero está visto que el amigo de Bush es un mero gañán venido a más. Y uno, que no es político ni aspira a serlo, tiene al fin un mensaje para el hombre de la falange tiesa: Siéntese usted en ella, señor Aznar. Créame que se la ha ganado entera.