sábado, febrero 13, 2010

México y la Unesco de Pedro Ángel Palou (Revista Poder y Negocios-9/02/2010)

Se acaba de dar a conocer la noticia: México retira a su embajador –en este caso el poeta Homero Aridjis– de la Unesco y hace recaer sus funciones en el embajador de nuestro país en Francia. La medida, que no puede verse si no por el lado económico –no encuentro otra razón de peso– es absolutamente inaceptable, además de que muestra, nuevamente, que no hay la más mínima memoria histórica en el actual gobierno. México es el país de América Latina que mejor ha sido representado en la Unesco. No por nada otro poeta, Jaime Torres Bodet, presidió el organismo en 1948, cuando México era considerada una potencia cultural. Qué lástima que ahora...
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Una de las antropólogas mexicanas más reconocidas mundialmente, Lourdes Arizpe, fue entrevistada por Proceso para la ocasión y se mostró consternada. (Ella fue algún tiempo la directora de cultura de la Unesco, lo que la califica para las declaraciones). Lo que a mí me preocupa es que se trata no de la primera sino de una serie de malas decisiones del gobierno en la materia. Parece que al presidente Calderón no le interesara ni la cultura ni la educación. En Educación colocó a Alonso Lujambio, el ex consejero presidente del IFAI, quien ha hecho todas las remociones posibles –aunque no pudo cambiar al subsecretario de educación básica, yerno de Elba Ester–, para tener cerca al que será su equipo de campaña en su lucha por ser el abanderado del PAN a la Presidencia de la República.
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En el sector cultura, a pesar de la calidad administrativa de la presidenta del Conaculta, el gobierno federal ha hecho recortes por ¡1,000 millones de pesos!, es decir, los 100 millones de dólares que necesita para la fiestecita del Bicentenario, el evento para el que contrataron a un especialista australiano que dirigió la inauguración de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Arizpe sabe mejor que nadie que perdemos un asiento de primera fila en el organismo que se encarga de evaluar las políticas culturales y educativas mundiales, y que promueve, por ejemplo, la protección del patrimonio artístico material e inmaterial. Mientras más y más activos son los países en la materia, México decide, por ahorrarse un dinero (y entiendo que no es poco: 209,000 dólares mensuales); una estrategia arriesgada, amnésica.
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¿Quién tomará decisiones, el embajador De Icaza o el agregado cultural enviado a las largas sesiones de la Unesco? ¿Quién cabildeará por México en la fatigosas reuniones previas a las votaciones de, digamos, la lista de Patrimonio Mundial? ¿Quién velará por nuestros intereses mundiales en la materia? Con razón salimos reprobados en los exámenes mundiales de aprovechamiento escolar.
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Jorge Ibargüengoitia se preguntaba hace tiempo con sorna dónde aprendemos los mexicanos a pensar tan mal, en el colegio, en la familia, en la iglesia, durmiendo en la Cámara de Diputados, ¿dónde?.
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Yo participé hace tiempo con un grupo de expertos intentando –y fracasamos, con todo lo que se invirtió– que la cocina mexicana con base en el maíz fuera reconocida como patrimonio inmaterial. Me di cuenta del complejo mecanismo de discusión y votación de la Unesco. Participé en debates interminables –una larga discusión, por ejemplo, entre el embajador Latapi, por entonces nuestro representante en el organismo– y Claude Heller, el embajador de México en Francia entonces. Vi el complejo cabildeo, las largas horas. Para representarnos en la Unesco se necesita un especialista, un diplomático embebido en la cultura y en la educación. En lugar de suprimir nuestra legación especial hubiésemos puesto por ejemplo a Miguel González Avelar. Les aseguro que nuestro dinero invertido allí rendiría muchos frutos, no sería un gasto.
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Lourdes Arizpe fue muy perspicaz al decir que de lo que se trata –en ésta y otras decisiones– es de un “vacío de ética pública” creado en los últimos 10 años en México. Un vacío, por cierto, al que Julio Scherer hizo referencia hace poco. Existe una degradación política pocas veces vista. No hay otro tema que el de la inseguridad –convertida en miedo, en insegurismo como escribimos refiriéndonos a la fallida guerra de Calderón, el reformista insomne y amnésico, hace tiempo en PODER. La derecha en México no ha sabido entender el mensaje que la historia de México le transmitía casi osmóticamente al poder.
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Hace tiempo las relaciones exteriores de nuestro país eran un ejemplo internacional. Digamos que incluso uno de nuestros patrimonios. Después del “comes y te vas”, y miles de otras torpezas hemos perdido credibilidad en el extranjero, se ha acabado ese aprecio que cualquier mexicano sentía al decir en otro país de dónde se era.
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México se hizo como Estado moderno tras muchas luchas de orden simbólico. Después de la Revolución se instauró y se inventó una nación. Ese México nos servía como referente. Hoy no tenemos un proyecto de país alterno, no tenemos a dónde vernos, cómo medirnos. No sabemos, siquiera, para qué sirve nuestra costosísima democracia. El ciudadano no puede participar activamente en política, se le niegan sus derechos. Vivimos en una partidocracia, no en una democracia. Y no hay quien desde esa supuesta balanza y equilibrio de poderes frene la insensatez, porque todo entra en la gran bolsa de la negociación y el chantaje. Tú me das, yo te doy. Tu cedes, yo cedo. Esa es la única ética política en un país que se desgarra, con casi 16,000 muertos ya por la guerra contra el narcotráfico. Los intelectuales mexicanos han decidido también guardar silencio, son cómplices en su mayoría de esa amnesia colectiva que nos hace pensar como decía, burlándose, Pellicer: “Tengo 23 años y creo que el mundo empezó conmigo”. Los políticos mexicanos hoy piensan que el país nació con ellos. ¡Que los hados nos protejan!

jueves, febrero 11, 2010

"Conociendo al cura cabrón"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 10/02/10)

Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla, mejor conocido como Miguel Hidalgo y Costilla o el Padre de la Patria, según las preferencias, es el personaje de esta novela escrita por Eugenio Aguirre –que después de escribir un par de novelas históricas de corte indígena- regresa sobre el mismo género a nadar en los mares del movimiento independentista, anteriormente tocó el turno al prócer Guadalupe Victoria, ahora ante el lector, Aguirre presenta a uno de los personajes más influyentes y controvertidos en nuestra historia.
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Con un estilo similar al tratado en “Victoria”, Eugenio hace que Hidalgo venga desde el más allá, con desenfado, familiaridad y excesiva naturalidad, a contarnos su historia; y es con Hidalgo que vamos entendiendo el qué, el por qué y el cómo se originó el movimiento de Independencia.
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De la mano de Aguirre, entramos a conocer con profundidad todos los mitos que rodearon y construyeron al personaje que hoy conocemos como Padre de la Patria. Al mismo tiempo vamos conociendo las causas primarias que originaron el levantamiento de armas y cómo fueron cambiando con el curso de las semanas y meses que duraron vivos: Hidalgo, Allende, Aldama, Abasolo, entre otros. Cambios que provocaron diferencias entres los mismos caudillos y que indudablemente afectaron al movimiento.
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Blasfemo, mujeriego, seductor, aficionado al juego, parrandero; pero también era sensible, ilustrado, culto; hablaba seis idiomas, tocaba el violín al igual que disfrutaba de traducir a Moliere, aficionado a los toros, así como le gustaba montar obras teatrales y mientras era un simple párroco se dedicó a crear empresas en pro del progreso de los criollos y mestizos, excelente administrador, visionario, sacerdote convencido de sus creencias y crítico de las mismas. Etapas variopintas que conforman la personalidad de Hidalgo y mismas que son retratadas con precisión y detalle en esta novela.
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A diferencia de lo señalado por nuestra historia de bronce, plasmada en cada uno de los libros de textos, Hidalgo no es quien tiene la intención de levantarse en armas, no pasaba de discusiones acaloradas sostenidas con su círculo pequeño burgués y culto; éste llega a las reuniones de conspiración por invitación de Allende y es escogido por otra serie de personajes como líder por el hecho de ser una figura representativa en la sociedad.
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“Hidalgo. Entre la virtud y el vicio”, publicada por el sello Martínez Roca perteneciente a la editorial Planeta, es una novela que realmente viene a desmitificar el mito del Padre de la Patria y de una serie de acontecimientos que enmarcaron al movimiento de Independencia, entre ellos, el cómo resulta que la Virgen de Guadalupe acaba siendo la bandera de este movimiento.
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Una novela que no debe dejar pasar en este año del Bicentenario. No hay mejor forma de celebrar que con la reflexión y la crítica.

lunes, febrero 08, 2010

Lisboa en las entrañas (Diario Milenio/Opinión 08/02/10)

Encuentro y extravío
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Hay historias que crean compromisos extraños con el destino. ¿O será que en principio despiertan tentaciones que al cabo de unos cuantos sueños exagerados se transforman en compromisos íntimos? Uno asiste a la historia cuando ésta aún es ficción y de la nada se hace la propuesta de convertirla en realidad. “Tengo que estar un día en ese lugar”, nos decimos, pues de repente hallamos que nuestra vida no estará completa si incumplimos con ese compromiso, al que tal vez los otros llamarán arrebato, locura, capricho. Pues de cualquier manera no es posible explicarlo, y para el caso ni necesidad hay. No pretendo aquí hablar de nada que considere explicable, y hasta me refocilo en la certidumbre de que entre más oscuro parezca, más claro será al fin.
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La historia era muy simple: un marinero, de nombre Paul, descendía del barco que recién habíase detenido en Lisboa, y caía hechizado por la ciudad. Recién llegado a una suerte de bar con servicio de hostal, advertía a la cantinera, de nombre Rosa, que el reloj sobre la pared tenía descompuesto el segundero, mismo que iba en sentido contrario al de las manecillas convencionales. Pero la cantinera, que cumplía también con las funciones de camarera, replicaba que no era el reloj, sino el mundo el que caminaba al revés. A partir de ese punto, el marinero entraba en un ritmo distinto que le invitaba a dejar todo atrás, el barco incluido, y darse a un extravío lusitano cuyos tintes desvergonzadamente poéticos no permitían al espectador más salida que caer en un estado idéntico de asombro y seducción, donde el mundo objetivo se disolvía a la par de todo imperativo de congruencia mental. La idea era extraviarse, disolverse, ya no tanto en los desvaríos del protagonista, como en la magia propia de la ciudad. Luego de ver tres veces la película —En la ciudad blanca, de Alain Tanner, con Bruno Ganz y Teresa Madruga— entendí que algún día, cualquier día, tendría que hacer lo propio, y que entonces Lisboa me estaría esperando.
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Sospecha de omnipresencia
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Ayer mismo en la noche compré la película. Fue un consuelo feliz para piernas y pies, que ya no daban más después de tantas horas de probar un extravío de suyo inexplicable, tal como la hermosura del entorno. No por cierto la clase de belleza que se espera de una ciudad con virtudes turísticas intrínsecas, sino un hechizo extraño que va ganando hondura conforme el tiempo pasa y uno va descubriendo que aquí las horas tienen otra consistencia. Otro tiempo, otra luz, otros colores. Si uno entra por el puente Vasco da Gama, distinguirá a lo lejos nada más que un intenso resplandor nacarado, que luego palmo a palmo va ganando texturas y tonalidades. Lisboa es, en efecto, una ciudad blanca, aún con sus incontables tejados rojizos y hasta esos muros pardos y cochambrosos que la dotan de algún encanto oscuro y de pronto entrañable: un lugar que se va metiendo entre las vísceras sin que termine uno de enterarse. Si los relojes no marchan al revés, es seguro que lo hacen a su aire. La clase de ciudad donde daría vergüenza la premura.
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Hace ya cinco días que camino incansablemente por esta ciudad blanca, sin rumbo casi siempre, al garete entre meandros, callejones, escalinatas y pasadizos, intuyendo no obstante que de cualquier manera arribaré a un destino preferible. ¿Qué tendría de extraño que luego de elegir casi por norma las travesías torcidas y enrevesadas termine uno por desconfiar de los caminos rectos? Cada día que parto cuesta abajo por la Avenida da Liberdade —toda ella imponente, derecha y majestuosa— las calles aledañas insisten en hacerme guiños irresistibles. Y después, cuando al fin suba o baje por alguna de esas banquetas sembradas de adoquines blanquecinos, nuevas invitaciones irán surgiendo a diestra y siniestra, cual si el propósito de toda la ciudad fuese hacer del camino ya un destino. Conforme los días pasan y el hechizo se hace de autoridad, los rincones se van haciendo familiares, no así el mapa de una ciudad esquiva que se resiste a ser cartografiada. Se llega a cada sitio por una suerte de azar objetivo que rara vez defrauda al caminante; se está así en todas partes y en ninguna.
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En el revés del mundo
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Apenas se concibe que en calles tan estrechas quepa siempre un tranvía, y hasta dos. A veces, cuando ya las piernas no dan más, viajar abordo de uno es como hacer verdad las fantasías de un niño en un parque temático, entre parques y plazas que brotan todo el tiempo de entre los recovecos imperantes. Son tranvías angostos y pequeños, donde no cabe más que una treintena de pasajeros, si bien muy rara vez se ve alguno con prisa. Si en casi todo el resto de Europa se vive con un ojo en el reloj, el tiempo de Lisboa suele ser generoso como pocos. A menos que uno salga del centro hasta el sitio de la Expo 98 —la Lisboa ultramoderna del distante Parque das Nações: una majadería deslumbrante para quien ya se mira repleto de saudade—, hace falta una dosis extrema de imaginación para asumir que estamos en el siglo XXI.
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Camino entre las callejuelas del Bairro Alto, entre cafés pringosos, bardas pintarrajeadas, barecillos bohemios y ropa tendida, con la intención difusa de llegar al café de la zona del Chiado entre cuyas mesas está la figura de bronce Fernando Pessoa, sentado al lado de una silla vacía. No sabría explicar muy bien por qué aún traigo impresa esta sonrisa de bembo feliz, ni me preocupa que al final desemboque en cualquier otra parte, pues de cualquier manera mi sentido de orientación me pide que lo ignore a como dé lugar. Diría incluso que el solo hecho de llegar adonde quiero ir será a su modo una pequeña decepción, y ello entre otras cosas me conduce a concluir que sí, es muy posible que el resto del mundo vaya al revés, y adelante sea atrás y atrás adelante, que la izquierda sea zurda y el mañana el ayer, y al cabo el desvarío resulte entonces la última certeza. Pues mi única certeza en estos momentos es que al fin he cumplido con la cita y todo, por supuesto, era verdad.