sábado, enero 23, 2010

Libros que no acabé de leer-Santiago Gamboa (El País/Babelia 23/01/10)

Existen diferentes y muy variadas razones para no acabar un libro. Desde la muy salvaje de perderlo o que nos sea sustraído durante su lectura, como me pasó con Viaje al fin de la noche, de Céline, en una pensión de Lisboa, hasta el que dejamos de lado voluntariamente, con pleno conocimiento de causa. La razón más extraña que conozco le pasó a un viejo colega: tuvo que dejar inacabada Plataforma, de Houellebecq, porque se le quemó, ¿y cómo se puede quemar un libro? Pues sí, dormía en un balcón, el libro cayó al primer piso sobre una estufa y se convirtió en ceniza.
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También puede uno dejar un libro por considerar que ya se acabó, aun cuando falten por leer cien páginas, como me pasa con frecuencia, la última vez con América, de James Ellroy. Estos libros, por lo general llenos de retruécanos, lo muestran todo en la primera mitad y el resto ya es sólo seguir y seguir, entre episodios similares y frases ingeniosas, pero sin un motivo preciso. Los hay también de extrema densidad que se resisten a ser leídos de un tirón, y entonces uno los deja por un tiempo y vuelve y avanza otro poco, y los deja de nuevo; esto me pasa con novelas como La decisión de Sofía, de William Styron, que voy leyendo hace como diez años y nunca termino, o con El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov, que leo en dosis pequeñas, y sobre todo con las obras de Osvaldo Lamborghini, que son tan salvajes, duras y atroces que sólo puedo avanzar una página o página y media al mes, máximo. ¿Para qué sentir urgencia de acabarlas en los libros si, al fin y al cabo, en la vida las historias no tienen principio ni fin?, como recuerda Graham Greene al principio de El fin del romance.
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Tampoco es necesario acabar de leer ciertos libros. Uno lee un poco y ya se da cuenta de qué es lo que hay dentro. Como en la cocina: con un plato de sopa basta, no es necesario tomarse la olla entera para disfrutarla a fondo. Esto me pasa con las extraordinarias narraciones de Philipe Sollers, uno de mis autores favoritos del que jamás he terminado un libro. Más que una historia, lo que hay es precisamente un sabor, una temperatura especial o un estado de ánimo, y uno recurre a él para eso, para tomarse un plato. Da lo mismo leer ciento veinte o doscientas páginas, el sabor es el mismo. Igual me ocurre con Thomas Bernhard. Su dureza con la vida, su malestar al borde del cabreo con todo lo humano, contienen ese sabor áspero que por un tiempo nos hace ver el mundo con frialdad, como si se tratara de un gigantesco hormiguero. Son novelas sin historia. No es una prosa que corre en sentido horizontal y por ello no es necesario leerlas hasta el final para estar en ellas.
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Releo y noto que no me he referido a los libros malos. En mi experiencia de lector hay dos tipos de libros malos: los que son, por decirlo así, intrínsecamente malos e insuficientes, y los que lo son de un modo correcto, con una estructura bien apuntalada. Hay libros malos que están muy bien escritos y éstos a la larga son los peores, pues suelen tener muchos lectores que creen que la lectura fácil es la verdadera literatura. Los editores los llaman "literatura comercial de calidad". Estos libros, más que no acabarlos, lo que se debe hacer es jamás empezarlos.
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Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) es autor de Necrópolis, V Premio de Novela La Otra Orilla. La Otra Orilla. Barcelona, 2009. 464 páginas. 20 euros.

Pediatría-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión 23/01/10)

Mi mujer mira atentamente a la bebé y me pregunta con absoluta seriedad si estará bien. Creció siete centímetros en un mes, duerme como oso –incluso hace ruidos de oso-, se bebe su leche con un furor que sólo le he visto a mis tías catalanas frente a los postres y cuando le canto una canción de Sinatra levanta las cejas con una ironía que denota inteligencia y sensibilidad. Cómo que si está bien, le pregunto. Me responde: No sé, tiene la cabeza gigante y el cuerpo chiquitito. Son las doce de la noche. Recoge a la bebé completa con una mirada y dice desde el fondo de su corazón: Seguro fue la copa de vino que nos tomamos.
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Somos una familia móvil, acumulada y posmoderna. Nuestros hijos tienen un rosario de abuelos de los cuales sólo cuatro de cada uno ostentan el prestigioso rango de “biológicos”. La cosa es tan complicada que hemos tenido que facturar a la carrera nuestro propio diccionario: los niños tienen primos, primastros y hasta primoides. Un día regresamos atribulados del supermercado y el de en medio bajó las escaleras gritando: “Papi, papi”. Mi mujer se preguntó cuál será el diminutivo de “madrastra”. El tema fue llevado a debate y el grande propuso, en ánimo conciliatorio, que podría ser “Titi”. Casi se lleva un bofetón por cursi. Yo me pregunté, aunque preferí no ventilarlo, si a la pareja de mi ex mujer le dirían “Toto”.-No hemos tenido el tiempo de dar con el sustantivo correcto, porque desde hace mes y medio que nació la bebé no hemos tenido tiempo de nada. El grande tiene ecuaciones de tarea, el de en medio está convencido de que es un astronauta y Tacubaya un planeta hostil –a veces pienso que tiene razón-, la bebé ya quiere leche otra vez. Nos hemos vuelto tan multitask que somos hasta multiculturales: el mayor es un gringo promedio y la chiquita salió prieta.
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A las nueve de la noche ya todos están dormidos y los adultos tomando la copa de vino y los cacahuates japoneses que garanticen cierta cordura aunque produzcan un bebé de cabeza grande y cuerpo chico.
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Cuando llegó la nena fuimos a un pediatra chic: consultorio en Polanco, teorías médicas de última generación, honorarios de escalofrío. Todo el mundo sabe que ningún género literario es tan volátil como la pediatría: para cada nuevo hijo, lo que hicimos con el anterior es científicamente nefasto. La moda de este año es una cosa aterradora que se llama “libre demanda”: el bebé debe tomar leche cada que se le dé la gana, hasta los 21 años. La otra receta nos dio tanto miedo que salimos despavoridos: “libre adaptación al ciclo diurno”. El pediatra nos explicó, con una sonrisa perversa, que los bebés, como los senadores, duermen sólo de día y hay que respetarlos. Ya ni le preguntamos por la copita de vino y los cacahuates. Al poco supimos de otro médico que –lo juro— explica la urgencia de bañar a los bebés con Bonafont.
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La ortodoxia en el cuidado de nuestros recién nacidos se ha convertido en una servidumbre monstruosa: que se prohíban la ginebra y la heroína durante la lactancia se entiende, pero ¿de verdad es necesario no consumir chocolate? Desde que ganamos la Guerra de Reforma, nunca ningún ciudadano libre ha recibido una lista de prohibiciones como las que le extiende hoy el pediatra de moda a una madre reciente –los médicos viejos son otra cosa.
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La novelista francesa Marie Darrieussecq cuenta en su espléndido El bebé (Anagrama, 2007) que la primera vez que se animó a salir sola con su hijo en el carrito, se sintió tan libre que se detuvo en una terraza a tomar una cerveza y fumar un cigarro. Fue tal la reprobación de parroquianos, camareros y turistas que, dice, entendió por primera vez el significado militante de la palabra “nosotros”.
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En una ciudad en que las mujeres han impuesto a votos duros su derecho a decidir sobre su propio cuerpo en todo lo que cabe entre el transporte público y la clínica, los pediatras de moda se han convertido en los últimos inquisidores: defienden una pureza a ultranza, someten con regocijo. No saben que se las ven con “nosotros”.

miércoles, enero 20, 2010

"Los Grope: una novela de humor puro e irreverente"-(Columna "El Guardián del diván"-Diario “El Columnista” de Puebla- 20/01/10)

Hace algunos meses Paola Tinoco -encargada de difusión y prensa de Anagrama, Siruela y Páginas de espuma en México- tuvo a bien proporcionarme, tanto para mi deleite como para poder reseñar en esta columna el libro “El mejor humor inglés”, la cual realicé hace no mucho tiempo. Gracias a ello descubrí a Tom Sharpe, un imprescindible escritor inglés.
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He cerrado con broche de oro este 2009 pues “Los Grope”, la novela más reciente de Sharpe publicada bajo el sello de Anagrama en la colección Contraseñas, fue el penúltimo libro que leí para terminar a gusto el año.
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“Los Grope” narra con un humor bastante rico, hilarante y negro, la vida de una antigua familia de Inglaterra, para precisar de Northumberland: Los Grope. Esta familia, a diferencia de la mayoría, no cuenta con títulos nobiliarios y tampoco ostentan algún tipo de riqueza. Su único tesoro es su rancho Grope Hall, el cual tiene un origen extraño, divertido y demasiado accidentado. Ursula Grope criada de un convento y fea de nacimiento, al grado que ni los vikingos, quienes violaban a toda mujer, le hicieron caso alguno, pero su situación cambia cuando se topa accidentalmente Awgard el Pálido, un vikingo que había desertado de la guerra y ahora permanecía escondido en la despensa del convento donde trabajaba Ursula. Mientras el primero está dispuesto a hacer lo que sea con tal de no regresar a la guerra, la segunda estaría gustosa de ser violada por algún guerrero vikingo. Aquí comienza la historia de esta familia, donde los hombres son mandados al mar o al sacerdocio, mientras las mujeres, feas de nacimiento, se encargarán de dirigir el futuro de la familia, un auténtico matriarcado que podría tener su fin con la misteriosa y abrupta llegada del tímido e indefenso Esmond Willey a Grope Hall.
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“Los Grope”, como bien reza la contraportada, es un vivo y feroz retrato de la guerra de los sexos que, sin duda alguna, los mantendrá pegados al libro desde sus primeras páginas hasta llegar al final de la novela.
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Una excelente medicina para combatir el hastío que el gobierno Calderonista nos está provocando a los mexicanos.

martes, enero 19, 2010

El gran ausente (Diario Milenio/Opinión 19/01/10)

La tenía olvidada. La recordé porque me pidieron que recomendara una serie de novelas cortas para lectores jóvenes. Luego de recorrer los títulos de las más usuales, apareció en algún lugar de la memoria La mañana debe seguir gris, el libro que la escritora mexicana Silvia Molina publicó en 1977 y que todavía tiene a los críticos debatiéndose entre calificarlo como novela corta o como testimonio breve. Se trata, eso sí, en eso todo mundo está de acuerdo, de una historia de amor. Es una historia de iniciación. Tal como se desglosa en la contraportada de la edición publicada por Letras Mexicanas unos 8 años más tarde, la trama es la siguiente: “La muchacha —que es a la vez la narradora— conoce a un muchacho; la muchacha se enamora del muchacho; la muchacha pierde al muchacho”. Se dice ahí algo que se sabe: el muchacho (que, a decir verdad, ya no era tan muchacho en ese entonces) era el poeta tabasqueño José Carlos Becerra y la muchacha (bastante muchacha ella sí) era la narradora misma Silvia Molina. No se dice nada ahí, sin embargo, de los brevísimos fragmentos que, anotados en riguroso orden cronológico y a manera de diario, se encargan de recorrer la trama desde el inicio hasta el fin, como anunciando que, a fin de cuentas, la trama es lo de menos. Tampoco se hace mención alguna ahí de la combinación de dato histórico y el dato íntimo que le da a esos fragmentos la credibilidad del encabezado de periódico así como la dúctil categoría de rumor. No se anuncia ahí tampoco que Molina se apropia de la poesía de Becerra, dando inicio a cada capítulo con la voz del otro, la voz de la poesía, sólo para proseguirla (a uno se le antoja decir: para ampliarla) con su propia voz, la voz de la narrativa.
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En un medio literario donde lo más común es que las Lolitas (las muchachas, se entiende) no tengan voz, es de por sí interesante que la joven narradora que pasa una corta temporada en Londres, viviendo en la casa de una tía y enamorándose de un poeta mexicano, la tenga. Todavía más interesante resulta que la joven narradora utilice a la poesía muchacho (en sentido estricto: del ex-muchacho) como una especie de muso inspirador: la pista de despegue que, una vez recorrida a la velocidad adecuada, se convertirá en una cinta oscura en la lejanía terrestre. Entiéndase: son las letras de él las que dan inicio a cada capítulo, pero es la escritura de ella la que tiene la última palabra en cada apartado. Tal vez por eso la historia, que es una historia de amor más bien convencional para los integrantes de las clases medias, contiene sin embargo momentos más bien escasos en la literatura nacional. Casi todos ellos tienen que ver con el cuerpo. El cuerpo de ella.
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El relato da inicio en noviembre y en las calles londinenses (de ahí que la mañana sea gris, se entiende), donde un pequeño grupo de amigas avanzan para dirigirse a una casa donde comerán algo. Como en las escenas de arribo antropológicas, apenas unos tres párrafos después aparece él: “Un hombre joven de mirada infantil se levanta de su asiento, Hugo [Gutiérrez Vega] hace un gesto para indicar que nos sentemos al mismo tiempo que nos lo presenta; es José Carlos Becerra, quien sacude la cabeza para quitarse un mechón de pelo que le cae por la frente hacia los ojos y nos regala una sonrisa muy franca”. Luego del surgimiento del deseo y de la aparición puntual de los obstáculos que lo harán crecer (la vigilancia de la tía, la moral del país de origen, la torpeza), la joven narradora toma una decisión. En el capítulo VII, precedido por las palabras en que Becerra describe cómo “el tranvía del anochecer se detiene atestado en una esquina/ y sólo baja una muchacha triste”, la muchacha apuesta. Ella dice que “dobla la apuesta”. Se dirige al departamento de él; toca el timbre. Lo hace varias veces. Lo hace las veces que necesita hacerlo para confirmar que él no está. De nada ha servido su valentía. De nada el gesto de soltarse el cabello mientras espera. De nada saber que “ya no sueño un deseo, soy una posibilidad, lo percibo, lo encarno, lo siento, voy hacia un acto repetido por siglos: la entrega”. Tal vez es por eso que el capítulo VIII, cuyas palabras de apertura son: “Así sostendré algo tuyo en el mundo/ así cada palabra quedará marcada para siempre”, sea tan breve. En apenas cuatro líneas, la joven narradora resume el momento: está una vez más tras la puerta, pero esta vez sí (“esta vez sí)” lo escucha del otro lado y “oprimo el timbre con suavidad”.
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Siguiendo a pie juntillas esa máxima no dicha pero siempre obedecida que consiste en omitir la descripción del acto sexual, Silvia Molina toma, sin embargo, una decisión singular para el capítulo siguiente. En el IX, introducido (¿penetrado?) por las palabras “Ya tu cuerpo comprende lo que significa ser tu cuerpo”, la narradora describe una visita al médico. No se trata de un médico cualquiera, se entiende. Cuando el hombre le pregunta, en inglés, “What´s wrong with you”, ella anuncia, también en inglés, “I just want to take the pill”. Muy lejos aquí la Molina, y para bien, del trillado momento lírico en que la niña se transforma en mujer. Muy lejos de la culpa o de la sorpresa o del azoro o del rubor. Muy lejos de los decorativos lugares comunes que confunden la represión con la belleza. Muy cerca, en cambio, del cuerpo. Tan cerca que, para tocarlo, la narradora tiene que recurrir a la otra lengua. Hay cosas, se presupone o se admite, que no se pueden decir en la lengua materna. Hay cosas donde el lenguaje se detiene o se acobarda. Hay pulsiones a donde el lenguaje no tiene permiso de llegar. Lo que sigue en el libro es, por supuesto, la historia de amor que devendrá en tragedia: el poeta muere en un accidente y la mañana, por eso, tiene que seguir gris. Pero lo que falta por decir ahí, que es lo que falta siempre por decir en todos lados, se pasea, voluminoso y transparente como el mítico elefante, dentro del hueco que se abre entre el capítulo VIII y el capítulo IX. El sexo. En masculino o en femenino, el sexo no está. El sexo brilla por su ausencia (y se supone que esto es una decisión estética y no moral). Vendado de ojos y labios, el sexo yace, secuestrado, en el subterráneo de la literatura mexicana. Sin cabeza; desangrado. En off.
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Valdría la pena pensar en lo que serían algunos textos clásicos mexicanos sin esta omisión estratégica. ¿No sería Lección de cocina, el famoso cuento de Rosario Castellanos una crítica radical a la posición conocida como del misionero en lugar de una gran metáfora de la vida conyugal? ¿Cambiaría de alguna manera la noción de que Pedro Páramo es una novela de machos si Rulfo hubiera dejado que Eduviges contara, y no omitiera, los detalles de esa noche en que Pedro sólo atinó a entreverar sus piernas con las de ella? ¿Y si Arredondo no se hubiera contentado con hacer que su heroína sólo chupara un mango en La señal? ¿Serían entonces nuestros libros menos piernijuntos, más gozosos, menos timoratos, más escandalosos, menos decorativos, más nuestros?
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En todo caso, la joven narradora de La mañana tiene que seguir gris ha estado mucho más cerca de eso que muchos.

lunes, enero 18, 2010

El sentimiento infecto (Diario Milenio/Opinión 18/01/10)

Zona de radiaciones
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Hay que ser algo ingrato para no dar la bienvenida a un nuevo día raro. Hoy, por ejemplo, me he levantado con la noticia estrambótica de que un comandohacker de Hamás ha invadido mi blog. No me lo he imaginado, ni estoy jugando. Es probable que cuando estas palabras se publiquen, el ataque haya sido remediado por quienes administran el servidor, pero hasta este momento siguen ahí las fotos de combatientes en armas y la consigna “Muerte a Israel”, en inglés y árabe, justo arriba de tres consignas idénticas: Allahu Akbar. Una página sosa cuyo fin evidente no es argumentar ni convencer, sino exclusivamente intimidar. Que allá en California, donde alquilo el espacio para la página, cunda el terror porque unos fedayines han logrado meterse en sus computadoras y cualquier día van a hacerse presentes en las banquetas de Rodeo Drive. Por si quedaran dudas, una de las imágenes muestra a los de Hamás quemando una bandera norteamericana. Hace falta, no obstante, albergar demasiada paranoia para en verdad ver moros con AK-47 tras un ataque cibernético que bien pudo ser obra de un par de adolescentes exaltados, pero igual queda una incomodidad: esa extrañeza siempre irresoluble que aflora frente al fantasma del odio.
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Pocos son los que han visto de frente a un terrorista, pero al odio bien que lo conocemos. Nunca me ha dado miedo la brujería, sí en cambio el odio ciego de quien recurre a ella. La sola idea de que alguien posea un muñeco alfileteado con la foto, las uñas o los pelos del ser aborrecido mueve a algunos a risa y a otros a insomnio, pues vale preguntarse de qué otras agresiones será capaz quien recurre a rituales en teoría profundamente dañinos con tal de saciar cierta sed de revancha. ¿Por qué quien ha pagado a un brujo por escenificar un rito de Palo Mayombe contra un mortal intensamente detestado va a detenerse ante otras opciones, como hacerse con algún coche chatarra y cualquier día atropellarlo con él?
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Yo cobrador
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Mentiría si dijera que me asusta tener un blog tomado por presuntos terroristas. En un principio me ganó la risa, solté unos cuantos chistes y volví a las labores cotidianas, pero un rato más tarde ya no pude librarme de la extrañeza incómoda que provoca la sombra del odio, así no sea uno el destinatario. No hay que ir hasta la franja de Gaza ni meterse a buscar en internet para encontrar sus huellas envenenadas, toda vez que los odios terminales suelen ser más profundos y cercanos de lo que desearíamos imaginar. Escurridizo y mustio, el odio solamente se deja comprender por sus rehenes. Nadie que no comparta ese aborrecimiento visceral, sanguinario en potencia y amargo de rigor, frecuentemente rico en complejos, va a entender las razones retorcidas de quien alza una causa sobre cimientos de odio. Un material moldeable, asequible y barato para aquel insidioso que sabe cómo usarlo y fertilizarlo.
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No hay hijo de vecino que no pruebe una suerte de gratificación díscola tras darse un pasón de odio intravenoso. El odio purifica, o al menos esa es la impresión que se tiene una vez que se da con los culpables de la propia desgracia. Odiar es entregarse a las compensaciones de una forma de esclavitud liberadora que lo releva a uno de otra responsabilidad que la de hurgar sin fin en el rencor padre. Entre más vil resulta el ser odiado, mejor persona parece uno mismo, y así el hecho de odiarlo le granjea derechos tan particulares como el de hacerle daño a cualquier precio. Nada más por estar en el lado correcto. Somos los ofendidos, ¿no es verdad? Irreparablemente, se entiende. Por eso no entendemos que los demás no tengan nuestra prisa por desaparecer del mapa a nuestro antípoda. Y he aquí que el sentimiento es tan contagioso, y en una de éstas tan familiar, que encuentro natural haber saltado a la primera persona del plural. Tal vez lo más temible de los linchamientos sea lo fácil que resulta sumárseles.
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Pureza por contagio
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Está claro que el odio —veneno al fin: droga de fracasados— paga dividendos jugosos a corto plazo. Una vez que los individuos pensantes se transforman en una de esas multitudes imbéciles a las que los piadosos llaman enardecidas, todo asomo de calma o equilibrio será complicidad con el enemigo. El odio sólo entiende las razones del odio. Esto es, los argumentos chuecos y estridentes que le permiten reproducirse. Ideas a menudo emparentadas con sentimientos en esencia positivos en su estado más puro, de los cuales el que odia se considera depositario y guardián. Nunca seremos, a sus ojos displicentes, lo bastante meritorios para equipararnos con la pureza que le ha dado la chamba de legislador, juez y verdugo en un solo paquete. Una prueba fehaciente del poder corruptor del odio está en la dimensión moral que quien lo ejerce pretende atribuirle. Se maldice al mezquino con las peores palabras también para ubicarse donde los generosos. Una vez distribuidos los papeles de villano, lo que toca es calzarse la capa del héroe y clamar que se lucha por la justicia.
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No siempre el odio ajeno lo hace a uno temer por su vida. Por causa de mi ubicación estratégica, soy un infiel que duerme sin sobresaltos. Pero hay un remanente detrás de cada jeta de odio terminante que uno debe fumarse, lo quiera o no. La vida les debe algo, van por ella como sus estridentes acreedores. Y eso deja rebabas de mierda en el aire. Una peste a rencor que sus propagadores quisieran epidémica. Un tufo que de pronto se esfuma del olfato, no bien se hace costumbre respirarlo. Cualquier día me miro allí encerrado, dándome al aborrecer a la estirpe completa del primer impertinente que osó mirarme feo en mi momento más vulnerable. En un descuido, me sentiré orgulloso de lo que hoy me parece motivo de vergüenza, y esgrimiré la rabia como razón. Y a nadie odiaré tanto, en ese punto, como a aquellos extraños que me miren con cara de qué-le-pasa-a-ese-imbécil. Y es que al final el odio —pariente y consejero del despecho— antes perdona a los traidores que a los neutrales. Cuando despierte, espero se hayan ido los de Hamás.