martes, enero 05, 2010

Curar el yo (Diario Milenio/Opinion 05/01/10)

Un Muso que vive
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Una buen número de vanguardistas de inicio del silgo XX vieron al museo con recelo. Museo: sitio del aislamiento y la genuflexión. Museo: aparato de muestreo canonizador. Museo: último bastión de la Alta Cultura. Rancio, el museo. Jerárquico. Aroma de naftalina alrededor. Los artistas críticos, aquellos que buscaban una relación dinámica entre obra y espectador, incitando así la implicación y el diálogo y el juego, pronto trascendieron las paredes usualmente blancas de los museos convirtiéndose, o tratando de convertirse en todo caso, en los de Afuera. Estética situacional. Intervención. Instalación. No deja de ser irónico, sin embargo, que uno de los pocos sitios donde ese arte vanguardista de inicios del XX puede ser visto y re-leído y re-contextualizado, es decir, re-suscitado, sea precisamente en los museos. Como lo dice John Roberts en The Intangibilities of Form, el surgimiento del arte conceptual y post-conceptual durante el último tercio del siglo XX ha puesto de manifiesto una relación menos rígida y más viva con lo que él llama el nuevo sistema de museos. Lo argumenta así: “Mientras que la academia y el museo fueron considerados en un estado de decrepitud común, asumiéndose, luego entonces, que habían sido superados en la práctica por los artistas revolucionarios, en la cultura contemporánea la crítica institucional se ha convertido en un marco de referencia”. Como lo demuestran los trabajos de Michael Asher, Andrea Fraser, Reneé Green, Carole Condé and Hans Haacke, entre otros, la crítica institucional ha transformado al museo —su arquitectura interna y externa, sus objetos, sus paredes, sus relaciones internas de poder— en una especie de readymades en gran escala “que pueden ser manipulados, exprimidos, desconstruídos y re-narrativizados”. El museo se ve obligado así a verse a sí mismo con ojos críticos. El museo, luego entonces, se vivifica. Tal vez algo así tenía en mente Saúl Ordoñez cuando decidió titular a su primer libro de poesía —publicado, por cierto, por otra institución: Tierra Adentro— con las palabras Museo Vivo. No se trata aquí, pues, de referencia alguna al museo como un obstáculo arcaico contra el cual hay que manifestarse de manera directa y rígida, sino de un entendimiento del museo como marco de referencia y, aún más, como una mediación crítica que le permite a Saúl Ordoñez dejar atrás el papel del poeta-visionario, para convertirse en un poeta-curador. ¿Y qué cura el poeta curador? A través del ojo de las palabras, el poeta recontextualiza y actualiza la obra de otros, estableciendo así una relación promiscua, francamente triangular, con un espectador que también la conoce (o querrá, en todo caso, conocerla). El poeta curador, que es claramente un poeta post-expresivo, cura el rigor mortis de la lectura definitiva.
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Un poeta que cura
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Organizado en cuatro salas que van, aptamente, de la distancia asumida por La Mirada Afuera hasta moverse poco a poco hacia la inmediatez carnal de La Voz, pasando ineludiblemente por la Mirada Adentro y luego por la transición marcada por la “y” que articula la sala conocida como La Mirada y la Voz, el museo de Saúl Ordoñez incluye la apropiación y la alteración de 46 obras disímiles. Está, sí, La nave de los locos. Está, sí, Juan Muñoz y su ventrílocuo. Están Marina Abramobic y Ulay y esa larga caminata por la muralla china con la que terminaron una larga relación amorosa (en efecto: “qué manera de decir adiós”). Están, claro, los Nighthawks. Y Twombly y Orlan y Lorena Wolffer. El poeta mira todo eso. El poeta-curador observa la pintura o la instalación como quien se aposta, cauteloso y lleno, denso de historia y de emoción, frente a un readymade. Algo dado. “No lee”, dice, “busca entre líneas”. Interpreta. Su selección, como es de esperarse, no obedece a nociones académicas de desarrollo cronológico o contexto nacional, sino a pulsiones íntimas que van cobrando vida a través de la representación verbal de una representación visual —ese recurso retórico conocido como ecfrasis—. Apegado a ese “género menor y más bien oscuro”, tal como lo describe W.J.T. Mitchell en Ekphrasis and the Other, Saúl Ordoñez elabora textos menos como un poeta que expresa una experiencia o una noción del mundo o una biografía personal y más como un poeta que re-organiza de manera personalísima una serie de elementos saturados ya de una subjetividad que es a la vez personal e histórica. El poeta, pues, cura, y curando emociona.
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Una autoría que se multiplica
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Activando una subjetividad plural y des-centrada, el yo de Saúl Ordoñez contradice, y con fuerza, la tan cacareada muerte del yo lírico (treta que ha dado pie a tanto texto decorativo de naturaleza neo-paciana). Sin ser confesional (puesto que el poeta-curador no expresa una experiencia sino que produce una lectura crítica de y con una representación visual), el yo mediado de Ordoñez habla, sin embargo, desde la más punzante intimidad del cuerpo (“la caricia viciosa de la llama”) y desde las interacciones materiales y culturales de ese cuerpo (“pero no amo las artes/ sino a los hombres”). Es sin duda esa mediación establecida por el marco de referencia del museo y de un acto de creación entendido esencialmente como curatorial lo que permite que, entre tanta poesía ascéptica que huye del yo como de la plaga, emerja erótica y carnal, escandalosa e inmediata, la poesía de Saúl Ordoñez. Ese uso del yo mediado le permite recurrir y alterar a los tropos típicos de la autobiografía, tales como lo son el padre (“papá voy a acostarme con cada hombre que me recuerde a ti”, el verso con el que concluye su iteración alrededor o con Ventrílocuo mirando un interior doble, la obra que Juan Muñoz produjo en 1988) o la madre (“mamá, no sé qué voy a hacer cuando te me mueras”, verso producto de su relación con el Santo Sudario, de Orlan). A veces con voz de mujer (“soy mi madre, soy mi hija”), a veces como hombre (“tampoco soy un tipo duro”), Ordoñez expone aún mejor la naturaleza mercurial de la identidad en su apropiación de la obra de Lorena Wolffer, Mientras dormíamos, 2002-2003. Intercalando el título de la obra a manera de estribillo entre versos como “Soy la mujer que sale de la maquiladora y jamás llega a casa”, “Soy el niño que por primera vez se masturba”, al final el poeta asegura: “porque si no soy todos/mientras dormíamos/ no soy nada”. Un yo sin centro, en efecto. Se trata de un yo proteico que, como el cuerpo en esos “días de la anorexia”, establece una “lucha frenética por las proteínas”. Es un yo que le permite indagar con furia en la carne y en la historia, y enunciar, con Pierra-Auguste Rendir y gran delicadeza también, “el sol esplende en tus cabellos”.

lunes, enero 04, 2010

El rebelde sin pausa (Diario Milenio/Opinión 04/01/10)

Me acuso de extranjería
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No lo conocí en círculos literarios, ni en la escuela, y ni siquiera en una enciclopedia. Supe de él por la ñoña vía de las efemérides: según el calendario, habíamos nacido el mismo día del año. Si por ese conducto llegué antes a la música de Joni Mitchell —a la fecha, su Bluesigue poniéndome la carne de gallina— bien podía valerme del mismo pretexto para hurgar en los libros de aquel tal Camus. Recuerdo bien la tarde, la librería, el estante, el instante en que alcé y abrí la novela cuya primera línea se me clavó como un anzuelo. Habituado a ir al cine a solas y en programa doble, mataba el tiempo entre una y otra película cuando mi condición de lobo solitario fue a dar hasta aquel título de súbito entrañable: El extranjero. Seguí leyendo ahí, por el tiempo bastante para alzar el reloj y descubrir que ya era muy tarde para entrar a la segunda función. Habría leído treinta, cuarenta minutos. Pagué el libro, me devolví a la casa y no salí hasta haberlo terminado. En los días que siguieron —tenía vacaciones, iba a entrar a segundo de prepa— no hice sino dar vueltas a la historia del huérfano Mersault, presa de un sentimiento de no-pertenencia extrañamente remunerador. Era como si, más que descubrir a Camus, me hubiese descubierto a mí mismo.
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Pasaron varios años antes de abrir un nuevo libro suyo. A cierta edad se salta todo el tiempo entre los entusiasmos; hay demasiados en estado latente, aguardando el momento de ser atendidos. Visto en retrospectiva, me temo que perdí tiempo precioso: a saber la de necedades que me habría ahorrado de haber leído a tiempo El mito de Sísifo. Tantos años —entonces parecían muchos— creyendo que lo absurdo era absurdo y el universo tenía un sentido y la vida, por tanto, y yo con ella. Tantos intentos de amarrarme a ideas fijas que al poco rato se hacían insoportables. ¿Cuándo me iba a cansar de buscarle sentido a lo que por fortuna no lo tenía? ¿Podía acaso entenderme con todos esos enterados e iluminados que vivían sólo por y para una creencia? ¿No era verdad que aquellas palabras claridosas tenían asimismo la frescura de un idilio reciente con la vida? ¿Qué prefería, al fin, llevar piedras o cruces a la montaña?
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El libro que dice no
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No es de extrañar que en su momento El hombre rebelde le quitara a su autor la amistad de numerosos creyentes oficiales. Sartre no habría sabido explicar a sus tiesas y tenebrosas amistades entre los apparatchiks que inclusive después de tamaña herejía se dignara siquiera cruzarse por la calle con el tal Camus sin cambiarse de acera. Ahora bien, no es preciso instalarse en la Francia de los años cincuenta para darse una idea del poder explosivo de ese preciso libro: como pasa con otros de sus contemporáneos apestados —Koestler, Gide— sobran los beatos prestos a escandalizarse por causa de su contenido incendiario. Si ya en 1940 Arthur Koestler se enorgullecía de que sus libros fuesen quemados tanto por los esbirros de Hitler como por los de Stalin, no puede aún decirse que hoy día vivan a salvo de la hoguera. ¿Por qué? Porque hacen falta: sólo la especie humana es lo bastante imbécil para destruir aquello que más necesita.
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Leí El hombre rebelde durante una larga y tediosa estancia en el sur de Louisiana. Recuerdo de esos días el clima insoportable, la tierra pantanosa, los policías de pocas pulgas y la portada de ese libro providencial que terminé leyendo dos veces en hilera, no porque no hubiera otro sino porque me había asilado entre sus páginas, como si fuese una novela negra. El punto es que nunca antes me había visto combatiendo con mejores armas a la superstición. Si otros, menos amigos de la incomodidad, preferían alinearse con las supercherías imperantes, Camus había elegido bailar con la más fea, seguro acaso de que era la más guapa, pero también la menos conveniente. Nada tiene de raro que a estas alturas del campeonato El hombre rebelde conserve su carácter de libro maldito. Es decir, libro urgente. Lo abro al azar, releo un par de páginas: su lucidez provoca, engancha, despelleja, libera. Vuelve uno de leerlo como se sale de un duchazo en el desierto.
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El fantasma de Argel
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No fue en un noticiero, ni en un periódico que me enteré del primer terrorista suicida, sino a través de Los justos de Camus, donde los magnicidas hacen cuentas y encuentran razonable la entrega de una vida a cambio de otra. Tampoco fue por Malcolm McDowell que supe que Calígula quería la luna. Nadie como Camus sabía entender la lógica de víctima y verdugo, y eventualmente compartir sus razones; no así fines y medios. Cuesta trabajo creer que a tantos años de la publicación de El hombre rebelde siga siendo herejía repetir que los medios deben justificar al fin, y no al revés. ¿No era bastante acaso esa sentencia para pararle los pelos a Sartre, tanto como hoy alcanza para escandalizar a las viudas de Stalin? ¿Quién se creía ese francés africano para equiparar a los crímenes buenos con los malos y sugerir que toda ese concepto del materialismo dialéctico no era otra cosa que un disparate?
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Parece un disparate conmemorar la muerte, cincuenta años atrás, de un hombre que aún no cumple los cien de nacido. Nada, al fin, tan absurdo y disparatado como la muerte de Albert Camus. Da rabia calcular la falta que hizo, la cantidad de cosas que habría escrito y dicho de no haberse ido a los 46. Da vértigo pensar en una obra de esas dimensiones, con tan sólo esos años. Da gusto que sus libros sigan haciendo falta, entre tanta comida para polilla. Parece redundante y hasta suena antipático —lo sé porque calculo que no me habría atrevido a soltar algo así en su presencia— decir que es un autor indispensable, más todavía cuando antes que eso se reconoce ahí a una voz entrañable. Me da igual si Camus cumple hoy años de muerto, pero si eso es bastante para dar curso a tanta gratitud, valga pues la ocasión para certificar la presencia inquietante del fantasma. Helo ahí: ni una cana. A ver quién va a creerle que es cadáver.