martes, diciembre 28, 2010

Un teatro para el ojo (Diario Milenio/Opinión 28/12/10)

Aconteció más o menos así:


platicábamos alrededor de una mesa después de cenar o de comer. Era una de esas reuniones extrañas en las que se combinan, y esto por pura casualidad, amigos de muchos años con conocidos que de repente se vuelven entrañables. La conversación viró hacia los temas comunes o de siempre: los libros, los amores, los viajes. A mí me pasó lo que suele pasarle a los obsesivos: hablé de Comala como si fuera un sitio del que acababa de regresar. Cité a Damiana Cisneros. Me volví a sonreír ante el sueño maldito y el sueño bendito de Doroteo/Dorotea. En esas andaba cuando alguien más mencionó el título de la obra y, luego, como si fuera necesario, el autor del libro.

Pero, ¿es que también escribía?


La pregunta me dejó callada por un rato. Mientras trataba de digerir la información, me acordé mucho de los alumnos en las universidades norteamericanas que, al llegar a la fatídica sección del curso dedicado al muralismo mexicano, me preguntaban cada vez con mayor frecuencia si ese señor Diego Rivera había sido el esposo de la pintora Frida Kahlo. El tiempo, en efecto pasa. Algunas obras póstumas se alargan más que otras. El alemán que, alrededor de la mesa, había preguntado si Juan Rulfo también escribía, había visto únicamente sus fotografías. Para él, Juan Rulfo era un fotógrafo. Un fotógrafo, además, muy bueno.

Antes de que lograra salir de mi estupor, ya el alemán en cuestión había celebrado la cámara Leica de los negativos rulfianos más tempranos, sólo para describir, en bastante detalle, la calidad profesional de las tres Rollei Flex que había utilizado a lo largo de su vida. Una de ellas adquirida en Alemania, abundó. Negativos 6 por 6.

Hacia inicios o finales de siglo, nunca estuvo seguro del año, había tenido la buena fortuna de asistir a una exposición de la fotografía de Rulfo organizada en Innsbruck. Ahí, además del trabajo de Rulfo, se mostraban también las placas de Walter Reuter, el fotógrafo con el que había trabajado en la región mixe. En la exposición, y esto le había causado especial asombro, se incluían las fotografías que Rulfo había tomado durante el transcurso de la filmación de un par de películas La escondida (Roberto Gavaldón, 1955) y El despojo (Antonio Reynoso, 1960). Luego, buscando datos de su obra, había encontrado otras cosas de ese artista visual que, para su gran sorpresa, le resultaba ahora también un escritor.

Recordé todo eso apenas hoy, cuando revisaba unas notas para un ensayo sobre el ojo y el oído en la obra de Rulfo. Recordé, por ejemplo, que hacia finales de la década de los 40, Rulfo había aceptado un empleo como agente de viajes con la compañía Euskadi, tomando para sí esa casi olvidada profesión que compartiera con aquel famoso escarabajo de corte kafkiano. Recordé que entre otras cosas, esa fue la profesión que al inicio lo llevaría a atravesar vastas regiones de ese territorio convulsionado por los embates de la modernidad: la desigualdad social, sobre todo, el legado de injusticia de una revolución que había seleccionado con feroz precisión a sus beneficiarios. Recordé sus fotos. Las volví a ver. Como al mítico ángel de Benjamin, a Rulfo le interesaba la mirada en retrospectiva: ésa que observa en todo detalle el desastre ocasionado por los vientos del progreso. La ruina era lo suyo, sin duda. El pedazo mínimo de realidad en que se concentra, con todo su poder crítico, lo que pudiendo haber sido, no fue. La violencia que detuvo toda esa serie de posibilidades. El momento de la decisión. De ahí, sin duda, esos rectángulos de papel albuminado donde quedaron las huellas de la pobreza descarnada, el abandono espectacular, la permanencia de los rituales religiosos, la risa que asustaba o asusta. De ahí, los sobrecitos de papel glacine que Rulfo confeccionaba a mano para proteger sus negativos. De ahí esa cámara que, casi al ras del suelo, insiste en aproximar la línea del horizonte hasta el ojo espectador. Hasta el cuerpo. Todo eso que también apareció en los mundos de su escritura. Esa manera.

Pero Rulfo no sólo tomó placas de paisajes o rostros o edificaciones deterioradas. El artista visual también enfocó su lente hacia esas controladas representaciones de lo real que son las escenografías cinematográficas. En 1955, en efecto, aprovechó la filmación de La Escondida, película dirigida por Roberto Gavaldón, para hacer una serie de fotos en el transcurso de las grabaciones. Lo mismo hizo años más tarde, entre 1959 y 1960, cuando Antonio Reynoso dirigió El despojo. Un año antes de publicar Pedro Páramo, Rulfo también tomó fotografías de los ensayos que el ballet de Magda Montoya llevó a cabo en Amecameca. No se trata de lo real, lo repito como si hiciera falta repetirlo, sino de la representación de lo real, y aún más: de la representación de la representación de lo real. Algo similar ocurre en la serie sobre los ferrocarriles, donde explora las posibilidades de la geometría. El ojo rulfiano se detiene, pues, con igual cuidado en las texturas del deterioro, esa inscripción visible del tiempo sobre el mundo en tanto objeto, como en los trompe d’oeil de las figuraciones de la figuración. Esa puesta en abismo. Un teatro de la imaginación. Un ojo realista no habría hecho eso. Un ojo experimentalmente realista, uno ojo realista in extremis, sí que lo hizo.

Ahora aprovecho que estoy escribiendo este artículo para salir de mi estupor y contestarle con toda tranquilidad al amigo alemán aquel que, en efecto, sí, Juan Rulfo también escribía.

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