miércoles, diciembre 08, 2010

Sueño serial #1 (Diario Milenio/Opinión 07/12/10)

Se dice que es a causa de la lectura. Se dice que todo se debe a un cierto, aunque perverso, gusto por las largas horas solitarias. Se dice, de manera insistente, que está relacionada con la timidez. Se dice que ciertas personas nacen con esa facilidad o con esa fatalidad o que en muchos casos está presente la miopía. Yo creo que la respuesta más básica y, tal vez por eso, la más verdadera, tiene que ver con un peculiar desencanto por lo real. Se escribe, esa actividad por demás inexplicable, porque la realidad molesta o hiere o no alcanza o abruma. De ahí parte todo. Sin ese elemento central, sin ese peculiar desembonamiento, ni la lectura ni la timidez ni el gusto ni la facilidad o fatalidad hubieran sido posibles. Sin eso, quiero decir, no existiría la escritura. Y alguien a quien no le gusta la realidad terminará siempre, sin alternativa alguna, poniéndole una atención acaso desmedida a los sueños.

Yo escribo, luego entonces le pongo una atención desmedida a mis sueños.

Todavía no los redacto en el momento del despertar ni los llevo como piedra preciosa al diván de analista alguno, pero no lo puedo evitar: les pongo atención. Una atención, ciertamente, desmedida. Tengo sueños largos y llenos de anécdotas como una telenovela. Y sueños que, de tan abruptos, me despiertan con gritos que se originan en otros mundos fantasmáticos. Tengo sueños en blanco y negro y sueños en technicolor. Hay sueños a los que me mudo por día enteros, viviendo una vida que bien pudo haber sido mía si no hubiera estado soñando. Tengo, incluso, sueños seriales que me visitan detrás de los párpados de manera recurrente aunque nunca regular. Sé que se trata del mismo sueño por razones que sólo son explicables dentro del sueño mismo—una cierta estrategia narrativa, algunos colores, alguna textura, ciertas frases, algún asomo de geografía. El caso es que a esos sueños no sólo los reconozco cuando llegan sino que también los añoro cuando no llegan y los lloro, como si se trataran de un ser querido, cuando se acaban. El sueño de la calle Normal fue, de entre todos, el más constante. Por años. Cuando llegaba, lo recibía como a un pariente muy querido con quien hubiera sostenido una conversación fundamental que, por razones fuera de nuestro control, había sido interrumpida. Quiero decir que, cuando llegaba, le abría la puerta de mi inconsciente, y más a menudo de mi inconsciencia, y me abocaba a disfrutar sus mensajes como un drogadicto frente al fix en turno.

Por razones que no puedo ni siquiera avizorar, tal vez por puro amor a la paradoja o por esa costumbre que me obliga a llevarle la contraria a todo lo que veo y oigo y siento, he vivido en dos ocasiones en barrios que sustentan el nada evocativo nombre de Normal—en Houston era Normal Heights y, en San Diego, Normal Heights. Las gemelas malditas. Mi sueño de la calle de Normal se sucedía, de esa manera brumosa y algo rara en que se suceden los sueños, en el barrio de Houston donde se erguían grandes casonas victorianas construidas en los años 20s a base del dinero producto del algodón o, según me dicen, petrodólares tempranos, aunque también en base a esa idea algo edulcorada de la grandiosidad sureña. Se trata, aún ahora, de casas de dos plantas con amplios porches fresquísimos y techos de dos aguas. A los costados de pequeñas callecitas sin banquetas, cruzado aquí y allá por rieles melancólicos, y poblado, así mismo, por oscuros bares donde tocaban jazz, el barrio de Normal era bastante normal fuera del sueño. En el sueño, sin embargo, el barrio era otra cosa. Había grandes aves metafísicas que sobrevolaban, negras, el desastre del tiempo. Había retorcidos encinos y rozagantes plantas de mariguana y flores de la pasión. Había centros comerciales siempre cerrados y estacionamientos permanentemente vacíos. Había tragaperras con luces espectaculares. Y caminatas infinitas que siempre, sin variación alguna, terminaban en una cierta esquina. Se trataba, estoy segura, de la Esquina del No-Hay-Más-Allá.

Soñé este sueño por años enteros, sabiendo sólo a medias que se llevaba a cabo, por supuesto, en el barrio Normal de Houston. Esto no lo vine a saber a ciencia cierta sino hasta el fatídico o bendito día, según se interprete, en que tuve que regresar. Todo esto 7 años más tarde. Asistía a una reunión académica a mediados de marzo. Atosigada por las temperaturas congelantes de los auditorios donde nos dábamos a la tarea de hablar sobre el estado actual de la historiografía moderna de México mientras nos titiritaban los dientes de una manera algo violenta, aunque no sólo por eso, me vi obligada a dejar los recintos donde se llevaba a cabo la reunión porque ya empezaba a toser. Estaba lista para enfrentar la humedad salvaje del trópico tejano pero, cuando un amigo de tiempo atrás se ofreció a manejar por la ciudad, acepté de inmediato porque la humedad era verdaderamente salvaje y, sin metáfora alguna, le pertenecía al trópico.

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